Cuando vamos en el carro hacia algún pueblo colombiano, me recuesto contra la puerta, con un buzo doblado en la ventanilla como almohada, y me pierdo en la fugacidad del paisaje. Es lo primero que se me parece a un sueño. Veo el paisaje que se descorre, como el infinito telón de la naturaleza que nunca revela su obra, con una luz nueva a cada instante, ora un sol intenso que me obliga a cerrar los ojos, ora una sombra que advierto tras los párpados y por la que vuelvo a abrir los ojos, ora el brillo blanco de la neblina cuando vamos por tierra fría, ora la luz de otro carro que pasa al lado cuando nos coge la noche. No retengo nada. Las montañas son como las nubes: están hechas de mi olvido. Para no marearme, según me ha pasado desde niño, me duermo en la visión del del tiempo puro que se presenta en la ventanilla del carro, en la que el paisaje pasa.
Antes me dormía el viaje entero. Pero hace unos años dejé de hacerlo. Me despierto por ratos más largos. Entonces, al abrir los ojos, me encuentro perdido a la mitad de una canción, en algún punto de la carretera que tampoco sé cuál es. La música ha llenado el carro y se desborda al paisaje de afuera, como la otra parte del aire. Desorientado, como un ciego que palpa un objeto para reconocerlo, toco la canción con mi pensamiento y empiezo a identificarla: primero el cantante, después la letra o, con más precisión, la palabra con la que se finalizará la frase siguiente, en la que intento ya no estar extraviado, y por último el nombre, en el que siempre creo, aunque acierte, que estoy equivocado. Por eso nunca digo cómo se llama una canción. Pero hay una voz más: la de mi mamá.
Ella canta adelante, junto a mi papá, que maneja. Lo hace duro, «a grito herido», según sus palabras, que tan suyas no son, pues es una vieja expresión cuyo origen nadie recuerda ya, pero que usamos en esta lengua para hablar de una voz que se eleva más allá de sus posibilidades, de un grito que rompe su origen, que hiere la garganta que le da vida, pero que no es otra cosa que el espíritu puro, liberado en el canto. Mi mamá se pega al ritmo de quien canta, entona como él o ella y, porque así habita el sentimiento de la canción, entrecierra los ojos y mueve la cabeza de un lado a otro, con suavidad. Se hunde en su corazón cantor. Y si no se sabe la letra, tararea hasta que vuelva a una frase que sí conozca. O hasta que empiece la siguiente canción. Se impone al olvido.
A veces sigue una canción del mismo artista. Otras veces sigue una del mismo género. Pero casi siempre empieza una canción muy diferente. Días antes de viajar, mi papá organiza una lista de reproducción en el celular de mi mamá, que le dice que no se le olvide «llevar nuestra música», así como no debe olvidar llevar ropa o cepillo dientes. Y la música es tal como lo dice: la de ellos, la «nuestra», la que han ido acumulando en treinta años de vida compartida. Antes la tenían en CD, en una torre de discos que guardaban en la guantera del carro. Ahora acumulan descargas de Youtube. Y así como el carro pasa por tierra fría y tierra caliente, del norte al sur y del oeste al este de Colombia, también ellos van pasando por distintas épocas y regiones de sí mismos. Cada canción guarda la sensación de otros paisajes y otros viajes, de otras personas con las que no van en el carro. Es un clima interior que se apodera del carro, y gracias al cual mi hermano y yo volvemos a estar dentro de mi mamá.
De pronto suenan Helenita Vargas y María Dolores Pradera, y mi mamá se vuelve mis tías abuelas, por quienes ella se unió a esas canciones. Busca para ella la fuerza de su voz, en especial la de Helenita o, como le dice mi tía abuela Gilma, Helena Vargas, cual si la conociera en la intimidad de la amistad, más allá de la fama. O suenan canciones de Charlie Zaa, de sus primeros años de matrimonio. O pone mi papá a Roberto Ledesma y Felipe Pirela, de los que mi mamá siempre le pide que le ponga los mismos dos o tres boleros, pero de quienes él siempre lleva más en la lista, pues le pertenecen más a él que a ella: guardan sus años de soltería. O van aún más lejos en el tiempo y ponen música que suena a mi abuela, a su tiple en la finca, que así suenan todos los instrumentos y las voces de Los Cuyos, Los Visconti, Los Pamperos o los tangos de Alfredo de Angelis o Lalo Martel. O ponen a los Hermanos Arriagada, Roberto Carlos, Juan Gabriel, Luis Miguel, Vicente Fernández, José Luis Perales, Serrat, Juan Arvizu y Margarita Cueto, Otto Serge, Leo Marini, Sandro. Y así podría seguir: la lista es interminable como la carretera, a cuyo final nunca llegamos. Es la constatación de la finitud, el recuerdo de los muertos, y la promesa de la infinitud, la posibilidad de la vida. Por eso, una vez que íbamos en el carro con mi tía abuela Nena, que no se sabe las letras y tararea con ella, mi mamá dijo, al finalizar una canción de Antonio Aguilar, que tanto le gustaba a mi abuelo:
—Se nos fue la vida cantando en un carro.
Y yo diría: se me fue oyéndolas. Nunca me he unido a sus cantos. Nada me da tanta vergüenza como cantar. O al menos hacerlo con mi voz física, pues lo hago con mi voz mental, esa misma con la que leo. Cuando ella canta, voy repitiendo en mí las canciones y me dejo caer en la música. Mi hermano y mi papá sí cantan. Mucho tiempo, todos creyeron que yo conocía menos nuestra música, que la miraba a respetable distancia. Y no se equivocaron varios años: como no oía esas canciones más que en los viajes en carro, muchas me sonaban igual, sin que distinguiera sus intérpretes o sus letras. Tampoco preguntaba. Las carreteras fueron mi aprendizaje.
Es que la atmósfera de esa música es la plenitud de la vida. Es la vivacidad indubitable. Es el tiempo aclarado. Es la ensoñación más real. Me embargan la precisión de su poesía, la verdad de su lengua amorosa y la belleza de su nostalgia, incluso cuando no recuerda a nada pero que me hace oír el pasado en su pureza. Entonces, abrazado por esa sensación, junto las frases de las canciones con las de mi mente y, haciendo de su ritmo el ritmo de mi corazón, imagino un texto que lleve la esencia de ese viaje. Quiero guardarlo, como quisiera guardar la visión de cada montaña o árbol, e intento componer un texto que describa el paisaje tal como está en ese instante, pues es la mejor imagen de la vida que me llena. Sueño con una literatura que nunca he realizado, pero que sería como la de mi mamá: una forma de completar canciones, de llenar la experiencia del olvido. Y eso es justo lo que pasa cuando nos bajamos del carro: no me acuerdo de lo que escribí. Luego no volvemos a oír música juntos. Ellos se retiran al silencio cotidiano y yo, a mis audífonos.
Hay algunas canciones que, sin embargo, han quedado para después, a través de las cuales mi mamá me ha leído. Cuando me fui a vivir a Bogotá, a inicios de 2015, mi mamá se pasó el fin de semana oyendo a José Luis Perales, que siempre me gustó gracias a ella. Con mi partida, sin embargo, le dio un nuevo sentido a una de sus canciones: Un velero llamado Libertad. De pronto, el personaje indeterminado, que tomó sus cosas y se puso a navegar, llevó mi nombre. Y aunque en Bogotá no hay mar, allí también mi corazón buscó una forma diferente de vivir. Mi mamá lo supo cuando me fui. Lloró tres días mi partida, envuelta en mi canción. Luego volvió a su alegría. Pero en cinco años nunca dejó de sonar en ella esa canción, nunca dejó de soñar su final: que también una noche yo pensara que debía regresar. Así lo hice hace casi un año. Igual que en la canción, ella me preguntó cómo estaba y yo miré unos ojos, no azules como el mar, sino entre verdes y miel, como la tierra que se ve entre las montañas, como Bogotá o Antioquia, hechos de lo mismo que me había ido a buscar a la ciudad.
Son los ojos que sigo mirando y que, a pesar de que no los vea desde la parte de atrás del carro, los imagino entrecerrados adelante, a mitad de una canción. No hacen parte del pasado, ni lo harán, ni siquiera cuando le llegue la muerte: los seguiré viendo cuando ponga nuestras canciones, no en el pasado del recuerdo, sino en el presente eterno de la música, desde el cual veo que, más allá de esta vida, mi mamá seguirá cantando estos versos de Sandro:
«No quiero que me lloren,
cuando me vaya a la eternidad,
quiero que me recuerden
como a la misma felicidad».