Este es el eco de los pensamientos inexpertos que me inspiró una noche en la Sinfónica de Chicago.
El orden del programa fue el siguiente:
Danza Bacanal, de Sansón y Dalila, de Saint-Saëns
Poema para violín y orquesta, Op. 25, de Chausson
Romeo y Julieta, de Tchaikovsky
He borrado las distinciones del texto según sus partes, de tanto que, en los meses que me ha tomado escribir este texto, se me han mezclado en una sola sensación de esa noche.
***
La apertura.
Se abrió algo en mí.
Hace años no iba a un concierto de la música que llaman clásica. Suelo no oírla. No es por desinterés ni disgusto. Más bien, por la dificultad de recrear en mí, en esa pequeñez solitaria de la vida con audífonos, la atmósfera envolvente que reclaman las piezas para ellas. Debo buscar momentos apropiados, y esos hay muy pocos. Pero, Simón, no escribas más para excusarte.
Las canciones son breves y poco espaciosas. Duran lo que dura la felicidad que regalan. Caben en el espacio que dejan las dos partes del corazón antes de volver a chocar, en la amplitud del latido. Se cantan en lengua romance, la que sirve para amar y escribir.
Las sinfonías, las sonatas, los conciertos y demás se alargan. No tiene que ver con cuánto duran. El reloj no debe mirarse. Nos engañamos si medimos su duración, pues ellas son la medida de ese intervalo que va del tiempo al presentimiento de la eternidad.
Entonces desaparece el mundo. No hay cosas, tan solo vibraciones y movimientos.
No hay cuerpo individual.
Me abrazo con el abrazo de la música.
Perdemos el lugar que somos.
Nos volvemos la presencia imposible de lo que nos rodea, que somos nosotros, tú y yo, este yo que escribe y todos los yoes de la sala y el texto que, al escuchar —al leer la música—, hacen el coro de silencios.
Con las cosas y las certezas —y una cosa no es más que una certeza a la que sus dudas se le demoran— se van también las palabras y la música nos remonta a la anterioridad al lenguaje articulado. Habitamos la esfera acústica que nosotros mismos llenamos cuando, al nacer, le devolvimos al mundo su saludo con nuestro llanto.
El grito del recién nacido es la única apertura musical que existe. Las demás son ecos.
Es el tiempo primitivo o lo primitivo del tiempo, lo primero que lo hace tiempo: fluir, nadar, como el Espíritu.
Días antes del concierto, en el avión hacia Estados Unidos, había leído esto de Carolina Sanín, y me volvió a la mente en el concierto:
«La condensación es retraerte a esa pretensión de la unidad de la voz y hacerte consciente de las distintas poses para tratar de disolverlas, porque en todo caso al escribir uno sigue teniendo la ilusión de llegar a su verdadera voz, esa voz que tenía antes de aprender a hablar».
La música también disuelve sus poses: los instrumentos, las sílabas, las palabras, las divisiones de las partituras y los componentes llamados técnicos.
El verdadero conocimiento de la música no viene de saber analizarla, sino de permanecer en su unidad. Proust ya sabía esto.
Entender el movimiento musical es oír esa verdadera voz en la que no sabemos hablar. Es nuestra única manera de atender de nuevo a una ignorancia cuyo estado ya no podemos recordar.
En la música que sonaba me oía sin reconocerme. Al callarme oía mi propia expresión. O sentía, más bien, lo que era expresarse, expresarme.
¿Oír es respirar por los oídos?
La atmósfera creada iba cargada de pasiones y misterios, erotismo, pieles sudorosas.
Las figuras invisibles, recortadas en el aire por las sugerencias al pensamiento, actuaban la ópera que no se representaba esa noche.
¿El mundo de Sansón y Dalila? El nombre leído en el programa parecía volar con la música, acaso como su única relación con nuestra realidad acostumbrada.
Era el bacanal. Éramos los invitados.
Abajo, el director movía los brazos con gran fuerza, como si tirara de hilos musicales para derrumbar el techo del teatro sobre nosotros y él.
Algo se abría en mí. Algo se abrió en mí y no volvió a cerrarse.
Era una pequeña abertura en el pecho. Una herida. Una grieta. Podía poner una mano en cada lado y abrirme la piel para hacer más grande la abertura.
Había abierto una profundidad mayor entre el pecho y la espalda, una distancia en mí mismo que desconocía.
La interioridad no se siente adentro del cuerpo, sino detrás.
De muy adentro, de muy atrás, sentía venir un personajillo interior que avanzaba por un caminito de pasado que terminaba en la abertura, en el presente de la piel abierta.
Me invitaba a entrar por la abertura. Era una expresión, pero en la dirección contraria. ¿Será el significado de la palabra impresión? ¿Era aquella herida, aquella abertura la impresión que dejaba en mí la música?
Al cabo del camino por el que venía ese personajillo, en lo más atrás de mi vida, donde hay un viaje imposible para la conciencia, estaba el misterio de la música que se olvida en la vida cotidiana. Paralelo al director que había delante de mí, el hombrecillo dirigía aquel misterio para mí.
No tenía fin el camino hacia el misterio. Iba hacia adentro de mí mismo, el pasado profundo, y hacia delante, donde nacía el Bacanal. Eran dos direcciones, pero las andaba a la vez, en un espacio contrario a la lógica, las malas costumbres, del pensamiento.
Entonces se detuvieron los músicos. Vinieron los aplausos y yo me sentí de nuevo en mi silla, mi lugar.
A la música detenida no siguió un silencio, sino un ruido inaprehensible de los pensamientos liberados de todos los asistentes, vueltos, como para no revelar la herida que se les había abierto, a la conversación social de elogios.
Se oye un piar cuando escampa. Los pájaros le inventan una nueva mañana al día que no pereció en la lluvia.
Por mi camino interior, pero por la vía externa, salió al escenario la mujer del violín.
(Aún siguen en la conversación social para expresar admiración y hacer crítica. Como es en inglés y no me interesa, aprovecho para reparar en algo: es muy raro que podamos decir a la vez que se sale o entra en el escenario. O a escena. En ese intercambio de palabras, esa antonimia que funciona como una sinonimia, se cifra todo lo que podemos esperar entender de la existencia humana, de los barrocos a Heidegger y Deleuze, pasando por Hegel. Estar en escena es estar afuera. Es entrar en la salida. Es salir en la entrada de ser algo nuevo —un actor, un músico—. No es el teatro lo que es como la vida: es la escena. Es la vida interior afuera. Estar-en-el-mundo es estar-en-escena. Hegel dice siempre que las figuras del espíritu —la conciencia, el entendimiento, la razón— entran en escena. La Fenomenología, como libro y como el método que surgiría un siglo más tarde, es un teatro novelado. Es la conciencia como escena. La pregunta relevante la hizo mi amigo Constantino: ¿entra la escena en escena? ¿Sale a escena? Parece el absoluto: el receptáculo abierto, en el que siempre quedamos dispuestos a ser, el puro abrirse de la existencia que nunca se abre porque nunca se puede cerrar. Vida hay que llamarlo, como Deleuze al final poco antes de morir. Existencia es un nombre limitado. No solo cabe el existir en el ser. Dios es el nombre incorrecto del absoluto. Espíritu tampoco lo es. Solo Deleuze acertó en esta cuestión: es vida, una vida. En Vida se abre mi herida: mi interioridad no ha quedado abierta para que entre en ella y me recubra de ella, sino que, tanto más entro, más afuera estoy, en una exterioridad que no es externa a mí, sino, acaso, mi espalda sobre el suelo y la Tierra, mi atrás sobre el pasado de la humanidad, mi respiración que es el movimiento de toda la música: mi vida en la vida: una vida. Alguna vez escribí de esto como trascender a la inmanencia. Hoy es más claro: entrar en y salir a escena. Donde el en —inmanencia— es el a —trascendencia— el pensamiento no necesita más de estos conceptos filosóficos que solo tantean la cuestión. (Y bien puede decirse, por esto mismo, entrar en o entrar a. No es americanismo, como bien explica Cuervo: es lengua lúcida). Es abandonar la conciencia, pero también el cuerpo: salir del papel que llevamos y hacer que salga la escena a escena. Que entre en escena. Ni material ni espiritual, una vida es sensaciones, imágenes, vibraciones que no se fijan en un cuerpo: música que crea su escena y que ha engendrado a la violinista que ya ha empezado a tocar el Poema que solo consideré como una parte más del programa, pues nunca el nombre de Chausson me causó el menor interés. Todo esto es, como se sabe, conversación irrelevante: un paréntesis).

Cayó la noche en el teatro.
Una luz sutil adecuaba para mí una intimidad con la mujer del violín. Era un farolito de los que guían a los amantes hasta las habitaciones de sus amados.
Siempre es por un callejón. Ni se ama ni se es amado en la gran avenida, en el bullicio de las ciudades, más sinfónicas. El farolito en el callejón está en todos los recuerdos del amor, como lo atestiguan Swann y Odette, el tango y los cuentos árabes contados por Pasolini.
Años antes había vivido una intimidad similar en Medellín con una cantante de ópera. Pero entonces estaba cerca, en la primera fila. Ahora miraba desde la lejanía platónica de los asientos baratos. Debía inventar las líneas del rostro. Son tal vez las únicas intimidades que he tenido con mujeres.
A un beso inminente de distancia, unas lucecitas esquineras me iluminaron también un rostro amado, el que más he amado. Fue hace años.
El farolito separaba a aquella mujer de la orquesta. La recortaba.
Había dos músicas diferentes: la de la habitación y la de la ciudad. Yo ocupaba el callejón: el silencio de la seducción.
Adentro, con la mujer del violín, estaba la música del poema que componía sus versos sin palabras ni escansiones.
¿Canta el amado en su habitación cuando no lo vemos y no espera que lleguemos por el callejón? ¿Qué otra cosa puede hacer?
Los celos son temor a que lo amado no sea música.
Me entristecía la soledad de aquel violín, su imposibilidad de ser de verdad acompañado por esa orquesta que le había regalado su compositor.
La riqueza despreciada: el individuo que se aleja de la sociedad y se hace poeta, el Poema.
Lejos, alejado, sin la cercanía del mundo, con el solo deseo de un abrazo prolongado.
La música era un barquito agudo que naufragaba en las olas que formaba la mujer cuando deslizaba el arco sobre las cuerdas del violín. Su movimiento le agregaba otra metáfora al poema.
Me acercaba por mi callejón y oía en la mujer del violín mis pensamientos. Eran extraños, pero los sabía míos. Los había perdido en el camino y Chausson me los había recogido del piso.
Se empezaron a escribir en mí bajo el farolito.
Aquel poema era mi poema. Aquellas frases me regalaban frases.
No capturé las frases, ni las retuve.
Las dejé ir como a mis amados, tras pocas noches que no se prolongan ni repiten, pero que me dejan una promesa de eternidad que vuelvo a buscar en frases imprecisas, imitadoras, recreadoras de las lucecitas bajo las que soñara con sus amores.
Nunca me aligero cuando el cuerpo amado se me quita de encima. Me falta su peso contra la piel, y el aire es ligero: debe llenarse de música para pesar lo que el amor.
Estuve el resto del concierto en la conciencia de las felicidades fugaces a las que me devolvió aquel violín. Me mantuve bajo ese farolito que me alumbra el amor posible y perdido, incompleto, siempre incipiente.
No conozco ningún otro amor, ni siquiera el más conocido por todos: el que siguió.
El teatro se iluminó y la orquesta invocó a los amantes más famosos con sus instrumentos en pleno. Pero yo seguí bajo mi farolito, a la busca de mi amor de violín solitario.
Ya para entonces había perdido todas mis palabras. Se me habían ido por el camino que empezaba en la abertura de mi pecho. En mi herida morían los amantes y nacía yo.