Serrat y la alegría

Volví esta noche de Bogotá con un texto por escribir y el recuerdo aún sonoro del concierto de Serrat el miércoles pasado. Hoy es domingo. He esperado muchos días para sentarme a reunir las frases que se me cruzaron durante el concierto y las caminatas que di en Bogotá con mi hermano, cuando me ponía a tararear y a cantar las canciones que traía pegadas. No podía escribir en el hotel donde nos quedábamos. No era mi computador, mi hoja acostumbrada, ni era mi soledad. Había mucha luz. Serrat no me acompañaba. Es aquí donde lo hace, en esta oscuridad nocturna en la que suelo escribir, que no es un lugar físico, sino una atmósfera espiritual y amorosa a la que debo hacerme para entonar mi canto, que es escribir. A este lugar ha pertenecido siempre Serrat. También al balcón de mi casa, donde aprendí a amarlo con mi hermano en la adolescencia. Pero aquí me canta al oído en mis audífonos. Se acerca a un sitio de mi corazón al que nadie más puede llegar. Y con su voz lo hace latir a un ritmo que, inaudible en el pecho, es el que quiero para mis frases, no para que se parezcan a sus versos, sino para que expresen, si es que pueden, la verdad cuyo sentimiento único me ha regalado Serrat desde hace años: la del amor por la vida, que es una alegría que se hace fuerte en la nostalgia. En esta oscuridad, Serrat me ha llenado de luz las palabras. Ha borrado la negrura de las líneas y las letras con las que escribo, signo de un duelo, y les ha dado los colores que aquí me faltan, promesa de la alegría. Aquí conmigo, Serrat me ha mostrado con su música el único compromiso literario que podría asumir, cuyo cumplimiento, sin embargo, no tiene otro lugar que el estilo: dar fe de vida, como dice su canción. No otra cosa he querido al escribir.

La música de Serrat me envuelve con la belleza de lo que no he vivido. Y vivo como míos los inventos que monta en sus canciones. Pero al final siempre queda la soledad entre él y yo. No está en lo que les falta a las frases que dejo incompletas por el cansancio. No ha estado nunca aquí conmigo, aunque por años se me haya sentado al lado para acompañarme a escribir y, como se decía antes de que la palabra se llenara de ingenuidad, inspirarme. En las noches en las que me ha desvelado la verdad de sus canciones, he soñado con el rostro que le corresponde a su voz. Es lo inevitable cuando nace el amor, en especial ese que tanto le ha gustado en sus canciones: el imaginario o, más bien, el que siente la enorme distancia con el amado, para el que no podemos ser sino unos desconocidos, incluso si creemos que somos conocidos por él o ella. Como Merceditas, yo he buscado su rostro y, más que eso, su cuerpo: no la imagen plana que veo en sus fotos y las carátulas de sus álbumes, donde su sonrisa llega a confundirse con el horizonte del mar, sino la presencia y el peso de su carne, la vida de sus gestos al cantar, el temblor de su cabeza cuando la bendita música lo agita.

Ese sueño se cumplió el miércoles pasado: a varios metros de distancia, habitante de mi mismo lugar y mi misma hora, en la presencia que me daba fe de su vida, Serrat se me paró en frente y cantó las canciones que por años me han creado una intimidad. No hubo una sola que no conociera, ni ninguna que no me fuera especial a su manera. Por años había querido ir a un concierto suyo, solo o con Sabina, no me importaba, y siempre se me había escapado por una razón diferente: me había enterado tarde, era en otra ciudad o no había tenido plata. No haber visto a Serrat era mi mayor tristeza en la vida. La afirmación es absolutamente precisa. No era un simple concierto al que le tenía ganas, como lo sería un viaje a Londres o Indonesia, lugares a los que me daría igual si voy o no, pero que disfrutaría. Ver a Serrat en vivo significaba acercar el corazón a que se oyera a sí mismo. Podría hacerlo verdadero y sentir, en las pocas horas que durara el concierto, que la vida de Serrat compartía un propósito con la mía, que yo era el destino de su arte. Sin importar si era el del miércoles pasado o el de cualquier otra fecha en la que no estuve, el concierto de Serrat era para mí una idea platónica cuyo conocimiento se me negaba y hacía de esta vida, la que transcurre en los días tediosos del mundo sensible, una vida más triste, contradictoria con lo que, a su vez, me regalaban sus canciones: la alegría pura y pueril, la vida sentida en lo esencial, con su veracidad inconfundible, sin las conversaciones adultas de filosofía, trabajo o política. Cuando el covid, empecé a vivir con la certeza de que ya nunca tendría la oportunidad de ir a ese concierto, de que sería, en adelante, una riqueza solo reservada a otros que sí lo habían visto una y muchas veces, derrochada por esos que solo habían ido a sus conciertos para alimentar el gusto por un artista, no para asistir a uno de esos momentos, escasos en la historia de los hombres, en los que la verdad vuelve a hacerse presente.

Hasta que se anunció el concierto del miércoles pasado. Era para su última gira. Sería en la ciudad a la que me había ido a vivir por seis años, en parte movido por él, en especial por sus Cantares y su Hijo de la luz y de la sombra. Esas canciones me habían dado la alegría y las razones necesarias para tratar de hacerme poeta lejos de mi hogar, con el amor a cuestas y con la esperanza de un camino que no tenía ante mí. Me habían inspirado, si cabe decirlo, la idea de que tenía un destino en Bogotá. Pasaron casi seis años y me devolví de esa ciudad con una tristeza y un repudio que casi se confundía con el odio. No quería volver nunca. Bogotá dejó de existir para mí. Lo que había amado ya no me esperaba. Solo unos pocos amigos me quedaban allá, pero habitaban otro lugar. Mi Bogotá era una vida, una época y el olor nocturno y juvenil de las caminatas con Sebastián por Chapinero. Todo eso había sido abandonado; se había incendiado en mi mente cuando me fui. Y ahora Serrat me pedía que volviera, como si mi avión de regreso a Medellín hubiera vendido un boleto de ida y vuelta que incluía la entrada a su concierto, tan imposible ya para mí como lo era Bogotá. El concierto de Serrat se hacía posible en una ciudad imposible: hacía real mi amor donde la realidad ya no me invitaba a amarla. Y como siempre con su música, creaba una atmósfera de alegría para los días que pasaría con mi hermano en la ciudad, en los que, a pesar de que constatara que ya nunca estaría de nuevo en mi Bogotá, podría perdonar a la ciudad que queda, donde aún empiezan las calles que terminan, sin embargo, en el pasado que busco en mi vida íntima y nocturna.

Un milagro: eso fue el concierto de Serrat. Rompió las leyes del tiempo que imponen la inmutabilidad del pasado, que dictan que lo perdido ya está para siempre perdido, y la necesidad del futuro, en el que, según el orden de las causas de mi vida, ya no estaba el acontecimiento de su música ante mí. Las dos horas que lo vi transcurrieron como un presente excesivo en cuyo acontecer era ya pasado, percibido mediante los sentidos, pero ya contemplado en mi memoria, con la nostalgia de ese momento que sabía fugaz, feliz y perdido. Oía las canciones, pero intentaba recordarlas, escribirlas en mí para no olvidar sus gestos, sus palabras, sus entonaciones. Allá estaba ya aquí. La sala del concierto era también mi habitación oscura. Serrat estaba lejos, pero a la vez más cerca que nunca, tan cerca como ahora que ya no siento la soledad entre él y yo. Con la mano sobre la pierna de mi hermano, lloraba y amaba, lloraba y agradecía que mi vida cupiera en su música sutil e ingrávida.

La certeza de que no volveré a ver a Serrat no puede con la alegría de saber que ya nunca abandonaré esas dos horas, ni esa ciudad que revivió con su música.

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