A propósito de la censura a Carolina Sanín
Lloré, apoyado contra los peñascos
del duro escollo, por lo que mi guía
me preguntó: «¿Aún estás entre los lerdos?
Aquí es piedad que la piedad no viva.
Dante, Infierno, 25-28.
No me gusta mucho usar el concepto de «cultura de la cancelación». Suele confundir dos cosas, una deseable y otra reprochable: la crítica y la censura. Muchos de los que hoy se lamentan por la «cancelación» en verdad lo hacen por la existencia de la confrontación pública de sus ideas. Es una actitud infantil, es decir, incapaz de asumir la propia adultez en la esfera pública —que es, por demás, la única esfera que existe, al contrario de lo que creen muchos—. Soy un firme defensor de la crítica pública y la libertad de pluma para ejercerla. Pero existe también la censura vieja y conocida, que no es ninguna «cultura» ni nada nuevo ni contemporáneo, aunque sí parezca coextensiva a la cultura (agregaría el adjetivo «humana», pero reflexionemos sobre ese abuso de recordar que lo humano es humano y no, digamos, vegetal o animal, como se hace en la conocida «Colombia humana»): no ha habido cultura sin figuras que quieran reclamar para ellas la autoridad de decidir qué expresiones simbólicas pueden hacer parte del discurso público.
En este momento, en la mayoría de nuestra llamada «sociedad occidental», por suerte, no hay en general figuras de autoridad suficientemente fuertes para censurar efectiva y totalmente, como lo hicieran, en otras épocas, la Iglesia o el Estado. O como se hace hoy en China, Rusia o Irán. Eso no ha impedido que el espíritu censor deje de existir, pues la censura, más que un acto efectivo, es una disposición moral específica. La censura es, por demás, siempre inútil, como lo ha enseñado con suficiencia la historia. No hay texto censurado que no haya triunfado al cabo de los siglos. Sin embargo, reconocer esto no niega que los textos censurados hubieran sido censurados. Y no nos exime de reprochar activamente la censura. Recuerdo esto porque muchos de quienes hoy niegan el poder de lo que llaman cancelación se escudan en que los autores censurados —o «cancelados»— aún pueden publicar o tienen lectores. Lo dicen de los intentos de censura a J.K. Rowling o, más recientemente, a Carolina Sanín por una infame editorial mexicana. Lo recalcan como si no les molestara en absoluto que, eventualmente, se dejen de leer a esas autoras, no se vendan más sus libros, no se tengan más en cuenta en la esfera pública. Lo recalcan, claro, con el placer del censor. Porque moralmente quieren censurar a Carolina Sanín, a J.K. Rowling, a Michel Houllebecq, a Saul Kripke o a muchos más. No hago, claro, ningún descubrimiento sagaz. Solo invito a reconocer lo evidente en el deseo detrás de esas palabras y actitudes.
La censura nunca ha sido un resultado de la ignorancia, como suele aparecer para la fantasía liberal ilustrada. El censor no es nunca ignorante. Conoce muy bien aquello que quiere prohibir. Y no debe conocerlo mejor para dejar a un lado sus intenciones. La censura, insisto, es una disposición moral, no una acción derivada de un estado de información o de conocimiento disponible. Y no puede camuflarse, por la misma razón, de indiferencia, como hacen muchos cuando, para atenuar su espíritu censor, dicen que simplemente no quieren leer este o aquel texto escandaloso, que no quieren prestarles atención a las opiniones de esta o aquella autora, que no les interesa comentar o debatir estas o aquellas ideas. O peor: cuando nos recuerdan que, según el derecho liberal, no están obligados a leer. A mi madre le da igual lo que digan Carolina Sanín o J.K. Rowling y no compra sus libros, y eso no es censura. No les pasa así a sus censores. A ellos les importa sobremanera. Y no solo eso: se ven forzados por su deseo a conocer y leer lo que quieren censurar. No entienden la naturaleza de la necesidad o la libertad, y no se dan cuenta de lo muy esclavos que son de sus pasiones. No es cierto que los censores no estén obligados a leer a sus autores temidos: es que su temor, su bajeza y su ruindad los obligan a hacerlo.
A pesar de que podríamos entrar de inmediato a condenar el espíritu censor, mal haríamos si no nos ocupamos de observarlo y pensar sobre él. Tiene, como todo lo «humano», más de una cosa fascinante. El espíritu censor es aquel que identifica y redescubre un problema moral: el del pensar en sí mismo. En general, los filósofos han evitado preguntarse si eso a lo que se dedican, pensar por conceptos, es un acto moralmente deseable o reprochable. Kant no se planteó, por ejemplo, si preguntarse por los límites del conocimiento era bueno o malo (así me digan «moralista», este binarismo sigue siendo sumamente útil). No digo, valga aclarar, que solo los filósofos se dediquen a pensar, pero podemos usarlos de paradigma. En cualquier caso, a lo sumo los filósofos han simplemente creído, de forma incuestionada, que pensar es bueno: han querido ignorar si el acto mismo de pensar, independientemente de cómo se ejerza, puede ser maligno, dañar o causar efectos indeseables. Han creído en la recta naturaleza del pensamiento y, más todavía, del conocimiento. Lo consideran algo bueno. La Ilustración vive de este supuesto: nunca nos vendrá mal pensar, pues es la forma misma de ser libres.
En buena hora, el espíritu censor ha planteado este problema: ¿es bueno pensar? Y lo que importa de esta pregunta no es tanto la respuesta, sino lo que destruye de la imagen del pensamiento como algo siempre bueno: al plantear la opción de que quizás haya algo malo en el pensar, abren un nuevo campo de exploración. Además, el espíritu censor, al contrario del filósofo que se considera inofensivo por su pobreza y su soledad, entiende más bien que nadie los efectos reales del pensamiento en el mundo; sabe que las ideas pueden hacer temblar la tierra. Tristemente, muchas de las defensas de la libertad de pensamiento desconocen este hecho tan bien constatado por los censores: casi siempre se escudan en que ningún daño puede venir de escribir sobre este o aquel tema, con esta o aquella tesis, etc. Y el reproche de la censura no es siempre una defensa del pensar en su esplendor, sino un terror ante su poder, una vuelta a su imagen impotente como «mera idea en la cabeza».
Es obvio entonces que ante la imagen del poder del pensamiento hay dos reacciones: el temor o la admiración. Normalmente, la segunda viene después de la primera. El espíritu censor es el que teme eso que conoce tan bien: el pensar. E intenta prohibirlo en sus manifestaciones, que son los textos. Lo que prohíbe no es el contenido del texto, aunque se excuse en él: es el que sea texto, es decir, la no inmediatez que distingue la escritura, esa duración que les permite a unas palabras sobrevivir hasta que las encuentre otro que no es el que las profirió. Y entiende que un pensamiento puede ser no solo de aquel en el que nació, sino de aquel que lo recibió. Advierte la comunidad que pueden formar los textos, una sobre la que él, el censor, no tiene nunca poder. Entonces quiere evitar que se forme esa comunidad que es una cofradía de lectores (una de ellas es la que llamamos tradición humanista). De ahí que el espíritu censor exista desde la pregunta misma de si leer o no a un autor es algo moralmente reprochable o permisible. Es lo que hacen muchos hoy cuando plantean si está justificado ver películas de Woody Allen, por ejemplo: la sola pregunta los delata. Y es porque la pregunta viene por vivir un problema moral arraigado en la constatación de algo terrible en el pensamiento. El espíritu censor le teme al acto de pensar y al acto de escribir y leer el pensamiento. Parece obvio, pero debemos recalcarlo porque el asunto no es, insisto, algo de contenido o conocimiento, sino una actitud moral ante unos actos específicos. No se censuran libros, sino el acto de escribir y de leer: eso es lo que quisiera todo censor. Porque, al final, quiere evitar, como ya dije, el impacto del pensamiento en el mundo, su poder transformador, destructor y creador a la vez.
Lo que atemoriza al censor es la encarnación de la palabra: la corporeidad del pensamiento. El censor es un moralista del cuerpo y le teme al sexo. Si bien no ahondaré en esto, no sobra recordar que Carolina Sanín está siendo censurada por su atención al sexo y al cuerpo, cosa que no es —como dicen los censores de hoy— «biología», sino observación: el peso del cuerpo, que es, según dice ella en su monólogo brillante, el recordatorio de la muerte. El espíritu censor no es otro que el del sumo sacerdote que es incapaz de aceptar la encarnación del Verbo en Cristo. Nadie lo vio mejor que Dostoievski en El gran inquisidor, cuando reconstruyó una segunda venida de Cristo cuya manifestación era frustrada por el inquisidor. Y Dostoievski, no lo olvidemos, fue luego uno de los autores más censurados en la Unión Soviética. Pero volvamos a nuestro tema.
La censura nace del temor al poder efectivo del pensamiento, que es su capacidad destructora y dañina. Pero si se teme es porque el censor tiene algo que sabe que el pensamiento podría dañar. Es algo que quiere conservar. El censor finge que lo reconoce. Justifica su censura en la defensa de la religión, la sociedad, los valores o la familia. Siempre alega algo cuyo valor parece siempre superior al de pensar. Últimamente, en los casos que he mencionado, se saca «la vida de las personas trans». Y se recuerda, con un dominio perfecto del arte del chantaje, que su esperanza de vida es de treinta y cinco años, que muchas personas trans son discriminadas y segregadas, que no acceden a buenos trabajos, que la policía las persigue y mucho más para convertir la conversación en un espectáculo de compasión. Todo eso puede ser verdad, pero nadie se escuda en los «hechos» por ellos mismos, sino porque se erigen en valores, que es lo que defiende el censor (lo mismo que el espíritu libre, pues las disputas son por valores, no por hechos). Y se agrega, en todo caso, que el «discurso de odio» —que así se nombra aquel que quiere ser censurado— puede hacer peores esas situaciones que violentan «la vida de las personas trans». Al pensamiento temido se le acusa de destruir algo sobre lo que, sin embargo, no tiene efecto. La situación de las personas trans no es peor por los textos y el monólogo de Carolina Sanín, ni es mejor por los tuits «de apoyo» que ponen los censores de Sanín. Esto lo digo muy consciente de que el discurso de Sanín no es «de odio» ni invita a la discriminación o segregación de nadie. En todo caso, supongo que quienes insisten tanto que los tuits o columnas de Sanín pueden atacar la vida de unas personas, a pesar de que no lo hagan, lo hacen solo para sentir que salvan vidas con meros tuits. La soberbia, ciertamente, está en otros, no en Sanín. Pero volvamos al asunto principal.
El caso de Sanín nos ilustra bien lo que pasa con esos valores que enarbolan los censores, los de esta época y los de todas: la indicación de un falso efecto del pensar, para ocultar el verdadero efecto, lo que en verdad puede dañar y destruir. El espíritu censor siempre miente sobre sus motivaciones. No es cierto que a los censores de Sanín les importe «la vida de las personas trans». Quizás sí, en otras conversaciones, pero no en la relativa a la obra de Sanín, cuya mayor parte no trata, ni de lejos, de lo trans. Por demás, si se limitara a eso su molestia, limitarían también los llamados a la censura a los textos relativos al tema. Sin duda no lo hacen. La motivación para censurar a Carolina Sanín es la misma de todos los censores, la que vive en el espíritu censor: la constatación de un espíritu fuerte y libre que le recuerda al espíritu censor su propia debilidad, fuente de su resentimiento perpetuo. Lo que el espíritu censor sabe dañino en el pensamiento es que, cuando se lleva a su máxima potencia, puede destruirlo a él, a sus pasiones y los edificios que ha erigido con los huesos ruñidos del rencor. No ve, claro, que el espíritu libre ha destruido eso mismo en él y ha convertido el terror inicial en su propia muerte para ser otro. El censor se aferra a su reactividad y su dolor, en lugar de liberarse de ellos. Es como —o es— el estúpido que detesta la inteligencia porque lo obliga a no ser más lo que es. No nos sorprenda, para nuestro caso específico, que hoy se defienda la «identidad», que no es más que la definición constante de uno mismo y la postura fija del infierno de Dante, contra una escritora que defiende la desidentidad, lo cual, contrario a lo que creen sus censores, reivindica más la experiencia trans que los que insisten en vivir bajo una identidad. El censor es inevitablemente un defensor de la fijeza, que confunde con la vida, con la posibilidad de evitar la muerte, sin entender —como el censor de Dostoievski— que en el que muere —Cristo— hay otra vida, vida eterna, una vida que debe aceptar la muerte y no oponerse a ella. Y la fijeza tiene todas las formas: de la identidad a las costumbres y los valores tradicionales.
Del espíritu censor contemporáneo diré solo unas pocas cosas. Habría que desarrollarlas en otra ocasión. Este espíritu está emparentado con la obsesión contemporánea con la identidad de «víctima». Quien vive como víctima, bajo la idea de ser solo un sujeto pasivo que recibe y que jamás actúa, no hace sino renunciar a su libertad: se objetiva en el sentido más preciso. Se cosifica, como dicen muchas feministas que viven con fantasías perpetuas de victimizaciones. Y esto se asocia con la acusación de «privilegio» para toda expresión de fuerza y capacidad. Se cree, por demás, que con solo decir que algo es «privilegio» —y quizás sí lo sea muchas veces— se está explicando una injusticia que habría cometido el «privilegiado». A hacer esto, a despreciar donde se debería admirar, hoy lo llaman justicia, cuando la justicia es, más bien, el reconocimiento de la capacidad y la fuerza. De manera ulterior, se trata de una moral debilidad que cada día crece más e invita a la vergüenza de la propia potencia. Y su valor central es uno que, en una próxima ocasión, tendremos que criticar, tal como ya lo hicieron Dante, Spinoza y el mismo Jesús: la compasión, que hoy, por un desconocimiento de las palabras, llaman «empatía».
Las facultades de humanidades nos podrían dar más ejemplos de conceptillos y consignas que solo vienen de espíritus orgullosos de su propia debilidad. De esas facultades también suelen venir la mayoría de críticas a Carolina Sanín, que le envidian —porque no es otra la palabra— la precisión de su estilo, la difusión de su obra, la belleza y la libertad de su pensamiento. Eso sin contar con que la mediocridad de esas facultades es tan alta que no pueden más que aterrarse con alguien que quiere insistir en el viejo estilo humanista, insoportable para la sosería que abunda en la producción académica de la que surgen los conceptos con los que ingenuamente critican a Sanín. Es la razón por la que casi ninguno, por no decir ninguno, de sus críticos ha logrado lo que yo —que soy un lector agradecido y admirador de Carolina— más quisiera: un buen chiste sobre sus ideas o sobre ella. Pero el espíritu censor ignora lo que el espíritu libre más ama: la risa.