No me gusta mucho usar el concepto de «cultura de la cancelación». Suele confundir dos cosas, una deseable y otra reprochable: la crítica y la censura. Muchos de los que hoy se lamentan por la «cancelación» en verdad lo hacen por la existencia de la confrontación pública de sus ideas. Es una actitud infantil, es decir, incapaz de asumir la propia adultez en la esfera pública —que es, por demás, la única esfera que existe, al contrario de lo que creen muchos—. Soy un firme defensor de la crítica pública y la libertad de pluma para ejercerla. Pero existe también la censura vieja y conocida, que no es ninguna «cultura» ni nada nuevo ni contemporáneo, aunque sí parezca coextensiva a la cultura (agregaría el adjetivo «humana», pero reflexionemos sobre ese abuso de recordar que lo humano es humano y no, digamos, vegetal o animal, como se hace en la conocida «Colombia humana»): no ha habido cultura sin figuras que quieran reclamar para ellas la autoridad de decidir qué expresiones simbólicas pueden hacer parte del discurso público.
En este momento, en la mayoría de nuestra llamada «sociedad occidental», por suerte, no hay en general figuras de autoridad suficientemente fuertes para censurar efectiva y totalmente, como lo hicieran, en otras épocas, la Iglesia o el Estado. O como se hace hoy en China, Rusia o Irán. Eso no ha impedido que el espíritu censor deje de existir, pues la censura, más que un acto efectivo, es una disposición moral específica. La censura es, por demás, siempre inútil, como lo ha enseñado con suficiencia la historia. No hay texto censurado que no haya triunfado al cabo de los siglos. Sin embargo, reconocer esto no niega que los textos censurados hubieran sido censurados. Y no nos exime de reprochar activamente la censura. Recuerdo esto porque muchos de quienes hoy niegan el poder de lo que llaman cancelación se escudan en que los autores censurados —o «cancelados»— aún pueden publicar o tienen lectores. Lo dicen de los intentos de censura a J.K. Rowling o, más recientemente, a Carolina Sanín por una infame editorial mexicana. Lo recalcan como si no les molestara en absoluto que, eventualmente, se dejen de leer a esas autoras, no se vendan más sus libros, no se tengan más en cuenta en la esfera pública. Lo recalcan, claro, con el placer del censor. Porque moralmente quieren censurar a Carolina Sanín, a J.K. Rowling, a Michel Houllebecq, a Saul Kripke o a muchos más. No hago, claro, ningún descubrimiento sagaz. Solo invito a reconocer lo evidente en el deseo detrás de esas palabras y actitudes.
La censura nunca ha sido un resultado de la ignorancia, como suele aparecer para la fantasía liberal ilustrada. El censor no es nunca ignorante. Conoce muy bien aquello que quiere prohibir. Y no debe conocerlo mejor para dejar a un lado sus intenciones. La censura, insisto, es una disposición moral, no una acción derivada de un estado de información o de conocimiento disponible. Y no puede camuflarse, por la misma razón, de indiferencia, como hacen muchos cuando, para atenuar su espíritu censor, dicen que simplemente no quieren leer este o aquel texto escandaloso, que no quieren prestarles atención a las opiniones de esta o aquella autora, que no les interesa comentar o debatir estas o aquellas ideas. O peor: cuando nos recuerdan que, según el derecho liberal, no están obligados a leer. A mi madre le da igual lo que digan Carolina Sanín o J.K. Rowling y no compra sus libros, y eso no es censura. No les pasa así a sus censores. A ellos les importa sobremanera. Y no solo eso: se ven forzados por su deseo a conocer y leer lo que quieren censurar. No entienden la naturaleza de la necesidad o la libertad, y no se dan cuenta de lo muy esclavos que son de sus pasiones. No es cierto que los censores no estén obligados a leer a sus autores temidos: es que su temor, su bajeza y su ruindad los obligan a hacerlo.
A pesar de que podríamos entrar de inmediato a condenar el espíritu censor, mal haríamos si no nos ocupamos de observarlo y pensar sobre él. Tiene, como todo lo «humano», más de una cosa fascinante. El espíritu censor es aquel que identifica y redescubre un problema moral: el del pensar en sí mismo. En general, los filósofos han evitado preguntarse si eso a lo que se dedican, pensar por conceptos, es un acto moralmente deseable o reprochable. Kant no se planteó, por ejemplo, si preguntarse por los límites del conocimiento era bueno o malo (así me digan «moralista», este binarismo sigue siendo sumamente útil). No digo, valga aclarar, que solo los filósofos se dediquen a pensar, pero podemos usarlos de paradigma. En cualquier caso, a lo sumo los filósofos han simplemente creído, de forma incuestionada, que pensar es bueno: han querido ignorar si el acto mismo de pensar, independientemente de cómo se ejerza, puede ser maligno, dañar o causar efectos indeseables. Han creído en la recta naturaleza del pensamiento y, más todavía, del conocimiento. Lo consideran algo bueno. La Ilustración vive de este supuesto: nunca nos vendrá mal pensar, pues es la forma misma de ser libres.
En buena hora, el espíritu censor ha planteado este problema: ¿es bueno pensar? Y lo que importa de esta pregunta no es tanto la respuesta, sino lo que destruye de la imagen del pensamiento como algo siempre bueno: al plantear la opción de que quizás haya algo malo en el pensar, abren un nuevo campo de exploración. Además, el espíritu censor, al contrario del filósofo que se considera inofensivo por su pobreza y su soledad, entiende más bien que nadie los efectos reales del pensamiento en el mundo; sabe que las ideas pueden hacer temblar la tierra. Tristemente, muchas de las defensas de la libertad de pensamiento desconocen este hecho tan bien constatado por los censores: casi siempre se escudan en que ningún daño puede venir de escribir sobre este o aquel tema, con esta o aquella tesis, etc. Y el reproche de la censura no es siempre una defensa del pensar en su esplendor, sino un terror ante su poder, una vuelta a su imagen impotente como «mera idea en la cabeza».
Es obvio entonces que ante la imagen del poder del pensamiento hay dos reacciones: el temor o la admiración. Normalmente, la segunda viene después de la primera. El espíritu censor es el que teme eso que conoce tan bien: el pensar. E intenta prohibirlo en sus manifestaciones, que son los textos. Lo que prohíbe no es el contenido del texto, aunque se excuse en él: es el que sea texto, es decir, la no inmediatez que distingue la escritura, esa duración que les permite a unas palabras sobrevivir hasta que las encuentre otro que no es el que las profirió. Y entiende que un pensamiento puede ser no solo de aquel en el que nació, sino de aquel que lo recibió. Advierte la comunidad que pueden formar los textos, una sobre la que él, el censor, no tiene nunca poder. Entonces quiere evitar que se forme esa comunidad que es una cofradía de lectores (una de ellas es la que llamamos tradición humanista). De ahí que el espíritu censor exista desde la pregunta misma de si leer o no a un autor es algo moralmente reprochable o permisible. Es lo que hacen muchos hoy cuando plantean si está justificado ver películas de Woody Allen, por ejemplo: la sola pregunta los delata. Y es porque la pregunta viene por vivir un problema moral arraigado en la constatación de algo terrible en el pensamiento. El espíritu censor le teme al acto de pensar y al acto de escribir y leer el pensamiento. Parece obvio, pero debemos recalcarlo porque el asunto no es, insisto, algo de contenido o conocimiento, sino una actitud moral ante unos actos específicos. No se censuran libros, sino el acto de escribir y de leer: eso es lo que quisiera todo censor. Porque, al final, quiere evitar, como ya dije, el impacto del pensamiento en el mundo, su poder transformador, destructor y creador a la vez.
Lo que atemoriza al censor es la encarnación de la palabra: la corporeidad del pensamiento. El censor es un moralista del cuerpo y le teme al sexo. Si bien no ahondaré en esto, no sobra recordar que Carolina Sanín está siendo censurada por su atención al sexo y al cuerpo, cosa que no es —como dicen los censores de hoy— «biología», sino observación: el peso del cuerpo, que es, según dice ella en su monólogo brillante, el recordatorio de la muerte. El espíritu censor no es otro que el del sumo sacerdote que es incapaz de aceptar la encarnación del Verbo en Cristo. Nadie lo vio mejor que Dostoievski en El gran inquisidor, cuando reconstruyó una segunda venida de Cristo cuya manifestación era frustrada por el inquisidor. Y Dostoievski, no lo olvidemos, fue luego uno de los autores más censurados en la Unión Soviética. Pero volvamos a nuestro tema.
La censura nace del temor al poder efectivo del pensamiento, que es su capacidad destructora y dañina. Pero si se teme es porque el censor tiene algo que sabe que el pensamiento podría dañar. Es algo que quiere conservar. El censor finge que lo reconoce. Justifica su censura en la defensa de la religión, la sociedad, los valores o la familia. Siempre alega algo cuyo valor parece siempre superior al de pensar. Últimamente, en los casos que he mencionado, se saca «la vida de las personas trans». Y se recuerda, con un dominio perfecto del arte del chantaje, que su esperanza de vida es de treinta y cinco años, que muchas personas trans son discriminadas y segregadas, que no acceden a buenos trabajos, que la policía las persigue y mucho más para convertir la conversación en un espectáculo de compasión. Todo eso puede ser verdad, pero nadie se escuda en los «hechos» por ellos mismos, sino porque se erigen en valores, que es lo que defiende el censor (lo mismo que el espíritu libre, pues las disputas son por valores, no por hechos). Y se agrega, en todo caso, que el «discurso de odio» —que así se nombra aquel que quiere ser censurado— puede hacer peores esas situaciones que violentan «la vida de las personas trans». Al pensamiento temido se le acusa de destruir algo sobre lo que, sin embargo, no tiene efecto. La situación de las personas trans no es peor por los textos y el monólogo de Carolina Sanín, ni es mejor por los tuits «de apoyo» que ponen los censores de Sanín. Esto lo digo muy consciente de que el discurso de Sanín no es «de odio» ni invita a la discriminación o segregación de nadie. En todo caso, supongo que quienes insisten tanto que los tuits o columnas de Sanín pueden atacar la vida de unas personas, a pesar de que no lo hagan, lo hacen solo para sentir que salvan vidas con meros tuits. La soberbia, ciertamente, está en otros, no en Sanín. Pero volvamos al asunto principal.
El caso de Sanín nos ilustra bien lo que pasa con esos valores que enarbolan los censores, los de esta época y los de todas: la indicación de un falso efecto del pensar, para ocultar el verdadero efecto, lo que en verdad puede dañar y destruir. El espíritu censor siempre miente sobre sus motivaciones. No es cierto que a los censores de Sanín les importe «la vida de las personas trans». Quizás sí, en otras conversaciones, pero no en la relativa a la obra de Sanín, cuya mayor parte no trata, ni de lejos, de lo trans. Por demás, si se limitara a eso su molestia, limitarían también los llamados a la censura a los textos relativos al tema. Sin duda no lo hacen. La motivación para censurar a Carolina Sanín es la misma de todos los censores, la que vive en el espíritu censor: la constatación de un espíritu fuerte y libre que le recuerda al espíritu censor su propia debilidad, fuente de su resentimiento perpetuo. Lo que el espíritu censor sabe dañino en el pensamiento es que, cuando se lleva a su máxima potencia, puede destruirlo a él, a sus pasiones y los edificios que ha erigido con los huesos ruñidos del rencor. No ve, claro, que el espíritu libre ha destruido eso mismo en él y ha convertido el terror inicial en su propia muerte para ser otro. El censor se aferra a su reactividad y su dolor, en lugar de liberarse de ellos. Es como —o es— el estúpido que detesta la inteligencia porque lo obliga a no ser más lo que es. No nos sorprenda, para nuestro caso específico, que hoy se defienda la «identidad», que no es más que la definición constante de uno mismo y la postura fija del infierno de Dante, contra una escritora que defiende la desidentidad, lo cual, contrario a lo que creen sus censores, reivindica más la experiencia trans que los que insisten en vivir bajo una identidad. El censor es inevitablemente un defensor de la fijeza, que confunde con la vida, con la posibilidad de evitar la muerte, sin entender —como el censor de Dostoievski— que en el que muere —Cristo— hay otra vida, vida eterna, una vida que debe aceptar la muerte y no oponerse a ella. Y la fijeza tiene todas las formas: de la identidad a las costumbres y los valores tradicionales.
Del espíritu censor contemporáneo diré solo unas pocas cosas. Habría que desarrollarlas en otra ocasión. Este espíritu está emparentado con la obsesión contemporánea con la identidad de «víctima». Quien vive como víctima, bajo la idea de ser solo un sujeto pasivo que recibe y que jamás actúa, no hace sino renunciar a su libertad: se objetiva en el sentido más preciso. Se cosifica, como dicen muchas feministas que viven con fantasías perpetuas de victimizaciones. Y esto se asocia con la acusación de «privilegio» para toda expresión de fuerza y capacidad. Se cree, por demás, que con solo decir que algo es «privilegio» —y quizás sí lo sea muchas veces— se está explicando una injusticia que habría cometido el «privilegiado». A hacer esto, a despreciar donde se debería admirar, hoy lo llaman justicia, cuando la justicia es, más bien, el reconocimiento de la capacidad y la fuerza. De manera ulterior, se trata de una moral debilidad que cada día crece más e invita a la vergüenza de la propia potencia. Y su valor central es uno que, en una próxima ocasión, tendremos que criticar, tal como ya lo hicieron Dante, Spinoza y el mismo Jesús: la compasión, que hoy, por un desconocimiento de las palabras, llaman «empatía».
Las facultades de humanidades nos podrían dar más ejemplos de conceptillos y consignas que solo vienen de espíritus orgullosos de su propia debilidad. De esas facultades también suelen venir la mayoría de críticas a Carolina Sanín, que le envidian —porque no es otra la palabra— la precisión de su estilo, la difusión de su obra, la belleza y la libertad de su pensamiento. Eso sin contar con que la mediocridad de esas facultades es tan alta que no pueden más que aterrarse con alguien que quiere insistir en el viejo estilo humanista, insoportable para la sosería que abunda en la producción académica de la que surgen los conceptos con los que ingenuamente critican a Sanín. Es la razón por la que casi ninguno, por no decir ninguno, de sus críticos ha logrado lo que yo —que soy un lector agradecido y admirador de Carolina— más quisiera: un buen chiste sobre sus ideas o sobre ella. Pero el espíritu censor ignora lo que el espíritu libre más ama: la risa.
Este es el eco de los pensamientos inexpertos que me inspiró una noche en la Sinfónica de Chicago.
El orden del programa fue el siguiente:
Danza Bacanal, de Sansón y Dalila, de Saint-Saëns
Poema para violín y orquesta, Op. 25, de Chausson
Romeo y Julieta, de Tchaikovsky
He borrado las distinciones del texto según sus partes, de tanto que, en los meses que me ha tomado escribir este texto, se me han mezclado en una sola sensación de esa noche.
***
La apertura.
Se abrió algo en mí.
Hace años no iba a un concierto de la música que llaman clásica. Suelo no oírla. No es por desinterés ni disgusto. Más bien, por la dificultad de recrear en mí, en esa pequeñez solitaria de la vida con audífonos, la atmósfera envolvente que reclaman las piezas para ellas. Debo buscar momentos apropiados, y esos hay muy pocos. Pero, Simón, no escribas más para excusarte.
Las canciones son breves y poco espaciosas. Duran lo que dura la felicidad que regalan. Caben en el espacio que dejan las dos partes del corazón antes de volver a chocar, en la amplitud del latido. Se cantan en lengua romance, la que sirve para amar y escribir.
Las sinfonías, las sonatas, los conciertos y demás se alargan. No tiene que ver con cuánto duran. El reloj no debe mirarse. Nos engañamos si medimos su duración, pues ellas son la medida de ese intervalo que va del tiempo al presentimiento de la eternidad.
Entonces desaparece el mundo. No hay cosas, tan solo vibraciones y movimientos.
No hay cuerpo individual.
Me abrazo con el abrazo de la música.
Perdemos el lugar que somos.
Nos volvemos la presencia imposible de lo que nos rodea, que somos nosotros, tú y yo, este yo que escribe y todos los yoes de la sala y el texto que, al escuchar —al leer la música—, hacen el coro de silencios.
Con las cosas y las certezas —y una cosa no es más que una certeza a la que sus dudas se le demoran— se van también las palabras y la música nos remonta a la anterioridad al lenguaje articulado. Habitamos la esfera acústica que nosotros mismos llenamos cuando, al nacer, le devolvimos al mundo su saludo con nuestro llanto.
El grito del recién nacido es la única apertura musical que existe. Las demás son ecos.
Es el tiempo primitivo o lo primitivo del tiempo, lo primero que lo hace tiempo: fluir, nadar, como el Espíritu.
Días antes del concierto, en el avión hacia Estados Unidos, había leído esto de Carolina Sanín, y me volvió a la mente en el concierto:
«La condensación es retraerte a esa pretensión de la unidad de la voz y hacerte consciente de las distintas poses para tratar de disolverlas, porque en todo caso al escribir uno sigue teniendo la ilusión de llegar a su verdadera voz, esa voz que tenía antes de aprender a hablar».
La música también disuelve sus poses: los instrumentos, las sílabas, las palabras, las divisiones de las partituras y los componentes llamados técnicos.
El verdadero conocimiento de la música no viene de saber analizarla, sino de permanecer en su unidad. Proust ya sabía esto.
Entender el movimiento musical es oír esa verdadera voz en la que no sabemos hablar. Es nuestra única manera de atender de nuevo a una ignorancia cuyo estado ya no podemos recordar.
En la música que sonaba me oía sin reconocerme. Al callarme oía mi propia expresión. O sentía, más bien, lo que era expresarse, expresarme.
¿Oír es respirar por los oídos?
La atmósfera creada iba cargada de pasiones y misterios, erotismo, pieles sudorosas.
Las figuras invisibles, recortadas en el aire por las sugerencias al pensamiento, actuaban la ópera que no se representaba esa noche.
¿El mundo de Sansón y Dalila? El nombre leído en el programa parecía volar con la música, acaso como su única relación con nuestra realidad acostumbrada.
Era el bacanal. Éramos los invitados.
Abajo, el director movía los brazos con gran fuerza, como si tirara de hilos musicales para derrumbar el techo del teatro sobre nosotros y él.
Algo se abría en mí. Algo se abrió en mí y no volvió a cerrarse.
Era una pequeña abertura en el pecho. Una herida. Una grieta. Podía poner una mano en cada lado y abrirme la piel para hacer más grande la abertura.
Había abierto una profundidad mayor entre el pecho y la espalda, una distancia en mí mismo que desconocía.
La interioridad no se siente adentro del cuerpo, sino detrás.
De muy adentro, de muy atrás, sentía venir un personajillo interior que avanzaba por un caminito de pasado que terminaba en la abertura, en el presente de la piel abierta.
Me invitaba a entrar por la abertura. Era una expresión, pero en la dirección contraria. ¿Será el significado de la palabra impresión? ¿Era aquella herida, aquella abertura la impresión que dejaba en mí la música?
Al cabo del camino por el que venía ese personajillo, en lo más atrás de mi vida, donde hay un viaje imposible para la conciencia, estaba el misterio de la música que se olvida en la vida cotidiana. Paralelo al director que había delante de mí, el hombrecillo dirigía aquel misterio para mí.
No tenía fin el camino hacia el misterio. Iba hacia adentro de mí mismo, el pasado profundo, y hacia delante, donde nacía el Bacanal. Eran dos direcciones, pero las andaba a la vez, en un espacio contrario a la lógica, las malas costumbres, del pensamiento.
Entonces se detuvieron los músicos. Vinieron los aplausos y yo me sentí de nuevo en mi silla, mi lugar.
A la música detenida no siguió un silencio, sino un ruido inaprehensible de los pensamientos liberados de todos los asistentes, vueltos, como para no revelar la herida que se les había abierto, a la conversación social de elogios.
Se oye un piar cuando escampa. Los pájaros le inventan una nueva mañana al día que no pereció en la lluvia.
Por mi camino interior, pero por la vía externa, salió al escenario la mujer del violín.
(Aún siguen en la conversación social para expresar admiración y hacer crítica. Como es en inglés y no me interesa, aprovecho para reparar en algo: es muy raro que podamos decir a la vez que se sale o entra en el escenario. O a escena. En ese intercambio de palabras, esa antonimia que funciona como una sinonimia, se cifra todo lo que podemos esperar entender de la existencia humana, de los barrocos a Heidegger y Deleuze, pasando por Hegel. Estar en escena es estar afuera. Es entrar en la salida. Es salir en la entrada de ser algo nuevo —un actor, un músico—. No es el teatro lo que es como la vida: es la escena. Es la vida interior afuera. Estar-en-el-mundo es estar-en-escena. Hegel dice siempre que las figuras del espíritu —la conciencia, el entendimiento, la razón— entran en escena. La Fenomenología, como libro y como el método que surgiría un siglo más tarde, es un teatro novelado. Es la conciencia como escena. La pregunta relevante la hizo mi amigo Constantino: ¿entra la escena en escena? ¿Sale a escena? Parece el absoluto: el receptáculo abierto, en el que siempre quedamos dispuestos a ser, el puro abrirse de la existencia que nunca se abre porque nunca se puede cerrar. Vida hay que llamarlo, como Deleuze al final poco antes de morir. Existencia es un nombre limitado. No solo cabe el existir en el ser. Dios es el nombre incorrecto del absoluto. Espíritu tampoco lo es. Solo Deleuze acertó en esta cuestión: es vida, una vida. En Vida se abre mi herida: mi interioridad no ha quedado abierta para que entre en ella y me recubra de ella, sino que, tanto más entro, más afuera estoy, en una exterioridad que no es externa a mí, sino, acaso, mi espalda sobre el suelo y la Tierra, mi atrás sobre el pasado de la humanidad, mi respiración que es el movimiento de toda la música: mi vida en la vida: una vida. Alguna vez escribí de esto como trascender a la inmanencia. Hoy es más claro: entrar en y salir a escena. Donde el en —inmanencia— es el a —trascendencia— el pensamiento no necesita más de estos conceptos filosóficos que solo tantean la cuestión. (Y bien puede decirse, por esto mismo, entrar en o entrar a. No es americanismo, como bien explica Cuervo: es lengua lúcida). Es abandonar la conciencia, pero también el cuerpo: salir del papel que llevamos y hacer que salga la escena a escena. Que entre en escena. Ni material ni espiritual, una vida es sensaciones, imágenes, vibraciones que no se fijan en un cuerpo: música que crea su escena y que ha engendrado a la violinista que ya ha empezado a tocar el Poema que solo consideré como una parte más del programa, pues nunca el nombre de Chausson me causó el menor interés. Todo esto es, como se sabe, conversación irrelevante: un paréntesis).
Bajo el día caminan los amantes posibles. También vi esta pintura en el viaje a Chicago.
Cayó la noche en el teatro.
Una luz sutil adecuaba para mí una intimidad con la mujer del violín. Era un farolito de los que guían a los amantes hasta las habitaciones de sus amados.
Siempre es por un callejón. Ni se ama ni se es amado en la gran avenida, en el bullicio de las ciudades, más sinfónicas. El farolito en el callejón está en todos los recuerdos del amor, como lo atestiguan Swann y Odette, el tango y los cuentos árabes contados por Pasolini.
Años antes había vivido una intimidad similar en Medellín con una cantante de ópera. Pero entonces estaba cerca, en la primera fila. Ahora miraba desde la lejanía platónica de los asientos baratos. Debía inventar las líneas del rostro. Son tal vez las únicas intimidades que he tenido con mujeres.
A un beso inminente de distancia, unas lucecitas esquineras me iluminaron también un rostro amado, el que más he amado. Fue hace años.
El farolito separaba a aquella mujer de la orquesta. La recortaba.
Había dos músicas diferentes: la de la habitación y la de la ciudad. Yo ocupaba el callejón: el silencio de la seducción.
Adentro, con la mujer del violín, estaba la música del poema que componía sus versos sin palabras ni escansiones.
¿Canta el amado en su habitación cuando no lo vemos y no espera que lleguemos por el callejón? ¿Qué otra cosa puede hacer?
Los celos son temor a que lo amado no sea música.
Me entristecía la soledad de aquel violín, su imposibilidad de ser de verdad acompañado por esa orquesta que le había regalado su compositor.
La riqueza despreciada: el individuo que se aleja de la sociedad y se hace poeta, el Poema.
Lejos, alejado, sin la cercanía del mundo, con el solo deseo de un abrazo prolongado.
La música era un barquito agudo que naufragaba en las olas que formaba la mujer cuando deslizaba el arco sobre las cuerdas del violín. Su movimiento le agregaba otra metáfora al poema.
Me acercaba por mi callejón y oía en la mujer del violín mis pensamientos. Eran extraños, pero los sabía míos. Los había perdido en el camino y Chausson me los había recogido del piso.
Se empezaron a escribir en mí bajo el farolito.
Aquel poema era mi poema. Aquellas frases me regalaban frases.
No capturé las frases, ni las retuve.
Las dejé ir como a mis amados, tras pocas noches que no se prolongan ni repiten, pero que me dejan una promesa de eternidad que vuelvo a buscar en frases imprecisas, imitadoras, recreadoras de las lucecitas bajo las que soñara con sus amores.
Nunca me aligero cuando el cuerpo amado se me quita de encima. Me falta su peso contra la piel, y el aire es ligero: debe llenarse de música para pesar lo que el amor.
Estuve el resto del concierto en la conciencia de las felicidades fugaces a las que me devolvió aquel violín. Me mantuve bajo ese farolito que me alumbra el amor posible y perdido, incompleto, siempre incipiente.
No conozco ningún otro amor, ni siquiera el más conocido por todos: el que siguió.
El teatro se iluminó y la orquesta invocó a los amantes más famosos con sus instrumentos en pleno. Pero yo seguí bajo mi farolito, a la busca de mi amor de violín solitario.
Ya para entonces había perdido todas mis palabras. Se me habían ido por el camino que empezaba en la abertura de mi pecho. En mi herida morían los amantes y nacía yo.
De los cuatro votos que he dado en la vida, hay uno solo del que no me arrepiento: el del sí del plebiscito del 2016. Quizás tampoco me arrepentería de votar por Santos en 2014, como habría hecho de haber sido mayor de edad. Voté por él en mi mente. Ese triunfo era indispensable. Y no tengo duda de que ese periodo de Juan Manuel Santos pasará a la historia como una de las mejores presidencias.
Apoyé las negociaciones de paz desde que se anunciaron en el 2012. Tenía quince años, casi dieciséis. Desde el principio supe que saldrían bien. Se lo dije a todos los que entonces, con sobradas razones, eran escépticos con el Gobierno y las FARC por igual. Junto a la vocación literaria y la religiosa, mis sueños de joven poeta y mis ambiciones de ser cura jesuita que encuentra y sigue la voluntad de Dios, viví la adolescencia en el deseo de la paz y el fin de la guerra colombiana (eso quizás era también deseo de jesuita).
En mi adolescencia estudié al detalle nuestra guerra, mucho mejor de lo que lo hice después, cuando pasé por una facultad de ciencias sociales en la que no dejaban de hablar del tema. Toda esa insinceridad académica me agotó. Y con los años fui profundizando mi desinterés por los temas que llaman «sociales». Olvidé mucho de lo que sabía de la guerra. Pero de adolescente lo aprendí con curiosidad apasionada, y no sin dolor. Cuando a los dieciséis tuve que oír en vivo el testimonio de un niño que había visto morir a su papá al pisar una mina de las que llaman quiebrapatas, lloré tanto que me dije que quería renunciar para siempre a la realidad.
Pero la realidad seguía ahí donde había estado siempre: al frente en el televisor y afuera, en las comunas de Medellín y en tierras lejanas de donde llegaban los desplazados. A los dieciséis creía que esas lejanías eran más reales que mi vida cercana, ligera y amorosa, resguardada en lo que llaman una «burbuja». Y no uso esta expresión como reproche, como suele hacerse y como quizás hacía yo en esa época en la que soñaba tanto con ir a conocer «la verdadera realidad», «la dura realidad», es decir el dolor. De esto ya he escrito en otra parte. Tal vez como muchos hoy, yo entonces también veía cierto mérito en ser víctima, en haber vivido lo invivible, en sobrevivir con el sufrimiento y la herida. No me juzgo, pero me equivocaba. No hay ningún mérito en ser víctima. No es un motivo de orgullo y de admiración.
Menos tristeza de muerte habría en Colombia si más vivieran en burbujas. Contrario a lo que dice el respetado padre Francisco de Roux, a este país no le ha sobrado indiferencia, sino que le ha faltado, y mucha. Acaso haya que entender la paz como un intento de hacer una burbuja nacional. Si uno sigue toda la filosofía política que se ha preocupado por explicar cómo es posible la paz en las sociedades, entre la que destaca la obra del muy mal leído Hobbes, la paz no es más que crear un orden interno de inmunidad, protegido de amenazas exteriores y sobre todo de daños provenientes del mismo cuerpo social, que, como sabía Platón, puede enfermar y fracturarse, como ocurrió en esta guerra. Esa inmunidad también tiene el nombre de burbuja o esfera. Pero en Colombia estamos muy poco acostumbrados a eso. Nuestra experiencia es romper las frágiles burbujas. Vivimos en el temor incesante, en la ocupación constante en los asuntos del otro, en las camionetas blindadas (remedo de burbujas), en la dureza del carácter y el desprecio por los mismos y la ternura. Colombia es un país del afuera, del salir, y no solo porque sea el de millones de desplazados internos y otros millones de emigrantes. Es también el país en el que los individuos no conocen el silencio para ellos mismos, la soledad que nadie les interrumpa.
Pero volvamos a mi adolescencia.
La realidad era entonces contada. Salía en los noticieros, en las crónicas de Alfredo Molano, en las columnas de Antonio Caballero, en las novelas de Fernando Vallejo y García Márquez, en los reportes del CNMH que entonces leí (como el ¡Basta ya!) y, por encima de todo eso, en las historias de mi abuela, que se había salvado más de una vez de secuestros y retenes de la guerrilla. De eso se había hablado en mi casa desde niño, en especial en los años en los que, antes de la primera presidencia de Uribe, no podíamos ir con seguridad a la finca en Sonsón, una región ocupada por las FARC. En esa primera infancia, entonces, se cruzaban dos historias sobre ese mismo lugar imaginado que era Sonsón: las de la guerra, que nos alejaban, y las de la memoria de mi abuela, narradora experta que nos acercaba mediante las anécdotas que recordaba de su propia niñez en la finca. Eran tiempos de paz. Sus relatos formaban otra burbuja de fantasía para mí y de melancolía para ella.
Por su parte, la guerra era otra burbuja, una capa de palabras que, sin embargo, me mantenían lejos de los cuerpos que la sufrían. Lo que yo llamaba la realidad era también la que llamaba irrealidad. Esa burbuja parecía no estar ahí, pero era, es, la más grande. Y recalco de nuevo su bondad: tras el cristal de meras palabras se amontonaban los cuerpos heridos, asesinados, secuestrados, violados, mutilados o enterrados sin dar noticia de su paradero. Pero el mío no estaba ahí. La palabra en mí remplazaba la cosa o, más bien, el cadáver del otro. Gracias al lenguaje, los vivos pueden buscar a sus muertos y no morir con ellos. La palabra mantiene la vida donde perece. Y entonces las sociedades pueden imaginar, entender y comportarse frente a lo que uno solo no puede vivir, lo que muchas veces inenarrable para él en su cuerpo y experiencia. Y las palabras de los otros que no sufren le sirven al que sufre para decir lo que no puede decirse ni a sí mismo.
Todo se trataba de una atmósfera literaria. Acaso se trataba de una sola vocación. La paz era una fabulación más. El anhelo del acuerdo firmado era un deseo de que se escribiera, de que hubiera más palabras en lugar de cuerpos muertos.
La paz era el deseo de poner la defensa de la dignidad humana por encima de cualquier otra consideración. Deseaba la paz porque odiaba la idea de la guerra, que solo me parecía sufrimiento, muerte y olvido de que, al otro lado del campo de batalla, había personas con una dignidad superior y universal a cualquier determinación concreta que sirviera de pretexto para querer anularlas. Para insistir en cualquier forma de la guerra, desde la guerrilla o el Estado, había que caer en ese olvido, que en verdad era incapacidad de imaginar al otro en el otro. A los dieciséis, quería creer que el hombre podía tener la suficiente imaginación para no querer aniquilar a sus enemigos. O para ponerles la otra mejilla.Pero iba más lejos: creía que el hombre podría no tener enemigos. Eso me parecía el significado de amarlos. Tal vez no quería otra cosa que la amistad. Solo a los años aprendí la importancia de los enemigos. Y la alternativa a su aniquilación: la filosofía, forma de amistad en cuyo fondo late la enemistad. Concluí que amar al enemigo implica mantenerlo como tal, como enemigo, pero hacer todo por entrar en complicidad con esa enemistad.
Pensaba todo eso quizás por una razón: quería romper con mi pasado y con mi herencia familiar, quizás con la figura de mi padre. Mi familia era muy uribista y yo mismo, hasta los trece años, me declaraba así. Admiraba —y admiro, para qué negarlo— a Uribe por todas las virtudes de guerrero que le veía: valentía, determinación, fuerza. Ocurría igual con el ejército. Cada operación contra la guerrilla me parecía gesta heroica y loable. Me alegraban las noticias de bombardeos y de comandantes dados de baja, es decir, asesinados. Me emocionaba con mi familia por cada guerrillero muerto.
Luego me topé con un profesor del colegio que me hizo ver todo distinto. Nos enseñó el concepto de dignidad humana y, con la explicación posible para un estudiante de sexto, nos habló de Kant y el imperativo categórico. No se desarrolló entonces, pero ese profesor dejó en mí un problema que quizás no he dejado de vivir: ¿cuál es el valor de la persona? ¿Es cuestionable su vida digna y su libertad? Hoy no siento que tenga respuestas buenas a esas preguntas, pero más joven sí las tuve, resumidas en una sola que quizás sigue resonando en mí: la persona tiene una dignidad que nadie tiene permitido cuestionar, a pesar de que se violenta con cada guerra, combate, levantamiento armado o revolución. No era solo una postura filosófica. Era ante todo la postura más cristiana que encontraba para vivir. Cristo ponía la otra mejilla e invitaba a amar a los enemigos, como ya recordé. Y eso no lo hacían los ejércitos, legales o ilegales, todos despreciables. En esos pensamientos que me llenaron por muchos años, la paz era el mayor anhelo y la guerra, lo inmoral en sí mismo, lo injustificable.
Yo defendía esas ideas con gran determinación. No han muerto ni dejado de resonar en mí. Pero esa fuerza y ese ímpetu no venían de las ideas mismas. El clamor de paz acusaba una guerra interior conmigo mismo, con mi pasado y con quien había sido. Me avergonzaba de la alegría por la muerte, así como de los deseos de derrotar y matar. Quería ser el más «antiuribista» para negar el uribista que había sido hasta mis trece años. Hoy podría justificarme en el ambiente en el que estaba. Pero hoy, que ya no me culpo, sí puedo entender al adolescente que sentía culpa por sus sentimientos de niño, que sabía la verdad de lo que venía de sus entrañas, no del «ambiente familiar». Y también al niño que encontraba placer en la muerte de otros, en la sensación de triunfo en una gesta que no libraba, en la admiración por el guerrero. No me interesa justificar o culpar a ninguno de mis yoes pasados. Sé que ambos conviven en mí por distintas razones. Que son hijos de diferentes miedos y deseos. Y que el niño y el adolescente expresan posibilidades de mi ser. Ni el uno ni el otro son mejores. Tampoco se limitan a las posiciones políticas que tuvieran. Es tal vez lo que podrían entender en su propio corazón todos los denominados antiuribistas que se comprenden a ellos mismos en una pura negación de un pasado propio con el que no han logrado reconciliarse. Hemos vivido con una enorme culpa solo por haber sido seres humanos. Y avergonzados de nuestra humanidad, intentamos renunciar a su dignidad intrínseca.
Y esta es tal vez la razón por la que no me arrepiento de haber votado por el sí. Hoy podría hacerle toda clase de críticas al Acuerdo. Pero eso poco importa. Hoy no quiero condenar al adolescente que fui hasta mis diecinueve años (los que tenía cuando voté). Dice la Eucaristía: «Señor Jesucristo que dijiste a tus apóstoles “Mi paz les dejo, mi paz les doy”, no tengas en cuenta nuestros pecados…». Eso significa: la paz es en el perdón. O en algo previo: en no tener en cuenta nuestros pecados, sino «la fe de tu Iglesia». Y yo diría que, en su idealismo e ingenuidad, ese adolescente, que era más de esa Iglesia que el adulto que soy hoy, tenía una fe para tener en cuenta: la de la irrenunciable e inviolentable dignidad del ser humano.
Quiero seguir creyendo que ese Acuerdo respetó y protegió la dignidad sin más. Que les dio a muchos sus burbujas y espacios de mimos y soledad. Y quiero afirmar que eso está por encima de muchos otros reparos (No tengas en cuenta nuestros pecados…).
Volví esta noche de Bogotá con un texto por escribir y el recuerdo aún sonoro del concierto de Serrat el miércoles pasado. Hoy es domingo. He esperado muchos días para sentarme a reunir las frases que se me cruzaron durante el concierto y las caminatas que di en Bogotá con mi hermano, cuando me ponía a tararear y a cantar las canciones que traía pegadas. No podía escribir en el hotel donde nos quedábamos. No era mi computador, mi hoja acostumbrada, ni era mi soledad. Había mucha luz. Serrat no me acompañaba. Es aquí donde lo hace, en esta oscuridad nocturna en la que suelo escribir, que no es un lugar físico, sino una atmósfera espiritual y amorosa a la que debo hacerme para entonar mi canto, que es escribir. A este lugar ha pertenecido siempre Serrat. También al balcón de mi casa, donde aprendí a amarlo con mi hermano en la adolescencia. Pero aquí me canta al oído en mis audífonos. Se acerca a un sitio de mi corazón al que nadie más puede llegar. Y con su voz lo hace latir a un ritmo que, inaudible en el pecho, es el que quiero para mis frases, no para que se parezcan a sus versos, sino para que expresen, si es que pueden, la verdad cuyo sentimiento único me ha regalado Serrat desde hace años: la del amor por la vida, que es una alegría que se hace fuerte en la nostalgia. En esta oscuridad, Serrat me ha llenado de luz las palabras. Ha borrado la negrura de las líneas y las letras con las que escribo, signo de un duelo, y les ha dado los colores que aquí me faltan, promesa de la alegría. Aquí conmigo, Serrat me ha mostrado con su música el único compromiso literario que podría asumir, cuyo cumplimiento, sin embargo, no tiene otro lugar que el estilo: dar fe de vida, como dice su canción. No otra cosa he querido al escribir.
La música de Serrat me envuelve con la belleza de lo que no he vivido. Y vivo como míos los inventos que monta en sus canciones. Pero al final siempre queda la soledad entre él y yo. No está en lo que les falta a las frases que dejo incompletas por el cansancio. No ha estado nunca aquí conmigo, aunque por años se me haya sentado al lado para acompañarme a escribir y, como se decía antes de que la palabra se llenara de ingenuidad, inspirarme. En las noches en las que me ha desvelado la verdad de sus canciones, he soñado con el rostro que le corresponde a su voz. Es lo inevitable cuando nace el amor, en especial ese que tanto le ha gustado en sus canciones: el imaginario o, más bien, el que siente la enorme distancia con el amado, para el que no podemos ser sino unos desconocidos, incluso si creemos que somos conocidos por él o ella. Como Merceditas, yo he buscado su rostro y, más que eso, su cuerpo: no la imagen plana que veo en sus fotos y las carátulas de sus álbumes, donde su sonrisa llega a confundirse con el horizonte del mar, sino la presencia y el peso de su carne, la vida de sus gestos al cantar, el temblor de su cabeza cuando la bendita música lo agita.
Ese sueño se cumplió el miércoles pasado: a varios metros de distancia, habitante de mi mismo lugar y mi misma hora, en la presencia que me daba fe de su vida, Serrat se me paró en frente y cantó las canciones que por años me han creado una intimidad. No hubo una sola que no conociera, ni ninguna que no me fuera especial a su manera. Por años había querido ir a un concierto suyo, solo o con Sabina, no me importaba, y siempre se me había escapado por una razón diferente: me había enterado tarde, era en otra ciudad o no había tenido plata. No haber visto a Serrat era mi mayor tristeza en la vida. La afirmación es absolutamente precisa. No era un simple concierto al que le tenía ganas, como lo sería un viaje a Londres o Indonesia, lugares a los que me daría igual si voy o no, pero que disfrutaría. Ver a Serrat en vivo significaba acercar el corazón a que se oyera a sí mismo. Podría hacerlo verdadero y sentir, en las pocas horas que durara el concierto, que la vida de Serrat compartía un propósito con la mía, que yo era el destino de su arte. Sin importar si era el del miércoles pasado o el de cualquier otra fecha en la que no estuve, el concierto de Serrat era para mí una idea platónica cuyo conocimiento se me negaba y hacía de esta vida, la que transcurre en los días tediosos del mundo sensible, una vida más triste, contradictoria con lo que, a su vez, me regalaban sus canciones: la alegría pura y pueril, la vida sentida en lo esencial, con su veracidad inconfundible, sin las conversaciones adultas de filosofía, trabajo o política. Cuando el covid, empecé a vivir con la certeza de que ya nunca tendría la oportunidad de ir a ese concierto, de que sería, en adelante, una riqueza solo reservada a otros que sí lo habían visto una y muchas veces, derrochada por esos que solo habían ido a sus conciertos para alimentar el gusto por un artista, no para asistir a uno de esos momentos, escasos en la historia de los hombres, en los que la verdad vuelve a hacerse presente.
Hasta que se anunció el concierto del miércoles pasado. Era para su última gira. Sería en la ciudad a la que me había ido a vivir por seis años, en parte movido por él, en especial por sus Cantares y su Hijo de la luz y de la sombra. Esas canciones me habían dado la alegría y las razones necesarias para tratar de hacerme poeta lejos de mi hogar, con el amor a cuestas y con la esperanza de un camino que no tenía ante mí. Me habían inspirado, si cabe decirlo, la idea de que tenía un destino en Bogotá. Pasaron casi seis años y me devolví de esa ciudad con una tristeza y un repudio que casi se confundía con el odio. No quería volver nunca. Bogotá dejó de existir para mí. Lo que había amado ya no me esperaba. Solo unos pocos amigos me quedaban allá, pero habitaban otro lugar. Mi Bogotá era una vida, una época y el olor nocturno y juvenil de las caminatas con Sebastián por Chapinero. Todo eso había sido abandonado; se había incendiado en mi mente cuando me fui. Y ahora Serrat me pedía que volviera, como si mi avión de regreso a Medellín hubiera vendido un boleto de ida y vuelta que incluía la entrada a su concierto, tan imposible ya para mí como lo era Bogotá. El concierto de Serrat se hacía posible en una ciudad imposible: hacía real mi amor donde la realidad ya no me invitaba a amarla. Y como siempre con su música, creaba una atmósfera de alegría para los días que pasaría con mi hermano en la ciudad, en los que, a pesar de que constatara que ya nunca estaría de nuevo en mi Bogotá, podría perdonar a la ciudad que queda, donde aún empiezan las calles que terminan, sin embargo, en el pasado que busco en mi vida íntima y nocturna.
Un milagro: eso fue el concierto de Serrat. Rompió las leyes del tiempo que imponen la inmutabilidad del pasado, que dictan que lo perdido ya está para siempre perdido, y la necesidad del futuro, en el que, según el orden de las causas de mi vida, ya no estaba el acontecimiento de su música ante mí. Las dos horas que lo vi transcurrieron como un presente excesivo en cuyo acontecer era ya pasado, percibido mediante los sentidos, pero ya contemplado en mi memoria, con la nostalgia de ese momento que sabía fugaz, feliz y perdido. Oía las canciones, pero intentaba recordarlas, escribirlas en mí para no olvidar sus gestos, sus palabras, sus entonaciones. Allá estaba ya aquí. La sala del concierto era también mi habitación oscura. Serrat estaba lejos, pero a la vez más cerca que nunca, tan cerca como ahora que ya no siento la soledad entre él y yo. Con la mano sobre la pierna de mi hermano, lloraba y amaba, lloraba y agradecía que mi vida cupiera en su música sutil e ingrávida.
La certeza de que no volveré a ver a Serrat no puede con la alegría de saber que ya nunca abandonaré esas dos horas, ni esa ciudad que revivió con su música.
Mi abuela murió el 2 de mayo de 2012. Ha sido la muerte más importante de mi vida: la más dolorosa y la que más me ha transformado. Desde entonces, mucho de lo que he escrito ha sido una profundización en ella, una exploración de las lecciones que me dejó. Todo lo que puedo amar en la literatura o la filosofía es una manera de volver a amarla a ella. Mi abuela es la única lectora que jamás podré tener.
Hace seis años, cuando me enseñaba a escribir y trataba de darles forma a los recuerdos aún muy vivos de sus meses de agonía, escribí este relato sobre su vida con mi abuelo. Quise rescatar su amor, tal como lo conocí, de mi niñez a mi adolescencia. Lo hice no solo con el propósito de organizar mi memoria y empezar por fin a olvidarme de lo vivido en esos tres meses en los que el dolor dilató el tiempo, sino también con el de dejarme un testimonio de la persona que era a mis diecinueve años. Me gusta pensar en los textos como en un archivo de mí mismo que escondo para descubrir después y asombrarme del que he sido.
Es un relato escrito en un estilo que ya no es el mío, pero que aún puedo amar, no sin cierta vanidad, no sin esa sonrisa que nos despierta ver la ingenuidad en las personas más jóvenes. Tiene muchas cosas que hoy corregiría, cambiaría o quitaría, pero soy incapaz de reprochar al que era entonces. Pocas veces les he mostrado a otros este relato. Lo reviso cada tanto, y lo sigo considerando algo íntimo, de mi soledad. Tiene mucho, si se quiere, de anécdota y de asunto privado. No importa: es también el principio de una expresión que no he dejado de intentar. Ahora que se cumplen diez años de la muerte de mi abuela, con ese misterio que despiertan ciertos números en el conteo del tiempo, que dotamos de un significado que quizás no tienen, quiero ponerlo aquí para, si se quiere, terminar de salir de él, expresarlo completamente y liberar un poco mi soledad, quizás hacerla menos solitaria.
Dicho todo, aquí lo dejo.
Surrunguiar
Con un suspiro seguido de una risa disimulada, después de tomar un traguito de tinto, mi abuela empezó esta historia una tarde:
—Eso fue en el bus, gordo —me dijo—. Yo iba pa la universidad y él para el trabajo. Y siempre nos veíamos, pero no nos hablábamos. Mario siempre se sentaba adelante, y muchas veces me daba el puesto porque yo me subía al bus después.
—¿Y ahí se empezaron a hablar? —le pregunté. Era una tarde de cuando yo tenía siete años; estaba en primero. En esa época mi abuela solía visitarnos a mi hermano y a mí por la tarde. Él no estaba esa vez. Lo más común era que en el camino la cogiera un aguacero y llegaba luego de que escampara, caminando por entre charcos que se formaban en los baches de nuestra cuadra y en los que se reflejaba el sol blanco y luminoso que salía después de llover. Nosotros nos asomábamos por el balcón para esperarla.
—No, gordo. Qué nos íbamos a hablar. Eso fue después que, por cosas de la vida, nos encontramos en un matrimonio, en el de Hernando Restrepo, el hijo de una amiga de mi mamá. Me acuerdo que yo estaba bailando y mi mamá me llamó y me dijo: «Lucía, venga, venga le presento a alguien». Y ese alguien resultó ser Mario, el mismo del bus. Y mi mamá me dijo: «Le presento al nieto de mi prima Mariela». Yo ni me acordaba de quién era Mariela, pero igual lo saludé. Él me reconoció del bus y me dijo: «Señorita». Y me fui otra vez a bailar. Mario se quedó sentado porque él no bailaba nada. Después sí fue que empezamos a hablarnos en el bus. Yo le conté que estaba estudiando para ser delineante en el Colegio Mayor de Antioquia y él me contó que estaba trabajando en INCOLDA —el antiguo Instituto Colombiano de Administración—. Y eso de tanto a hablar él me empezó a invitar a la casa de Hernando, el mismo del matrimonio. Que Mario era muy amigo de Hernando. Es que el mundo es un pañuelo.
—¿Y qué hacían donde Hernando? —pregunté.
—¡Ay, gordo! —dijo mi abuela con los ojos iluminados—. Eso pasábamos lo más de bueno. Hernando tenía una casa grande en La Ceja y eso era de poner música y bailar todos los fines de semana. Nos quedábamos a amanecer allá; ni dormíamos. La música de antes era muy buena. Yo sí bailaba con el que hubiera, porque cuando le decía a Mario que si bailábamos, él me decía que no. Cómo será que ya vamos para cuarentaicinco años de casados y, vea cómo es la vida, gordo, esta es la hora en que nunca hemos bailado. Pero el caso es que había un rato en el que un amigo de Hernando, Carlos Cisneros, sacaba una guitarra y empezaba a tocar pura música de finca: bambucos, pasillos, zambas. Y pa que vea cómo es la vida, con una canción, esa de Linda mi negra, dónde andará, Mario siempre se quedaba mirándome como embobado. Con esa más que con ninguna. Y luego yo también me embobé y también me quedé mirándolo. Y así fue que nos conocimos y nos casamos, gordo.
Y así se quedaron: embobados por esa canción que, siempre que sonaba en alguna borrachera de alguna fiesta, hacía que mi abuelo la buscara a ella con la mirada, mientras tarareaba la canción, y le esbozara una ligera sonrisa a la que mi abuela respondía con los ojos iluminados. Ese contacto visual no duraba más de un segundo, y en ese segundo les cabía la vida. Con los años, cuando mi abuela aprendió a tocar guitarra, nos enseñó la canción a mi hermano y a mí. «La han visto a mi negra, la han visto llorar. Si mi negra llora, la han pagado mal», decía la canción. Y agregaba: «Linda mi negra, ¿dónde andará?». Y terminaba: «Jamás habrá quién la quiera, menos quién la quiera igual. Linda mi negra, dónde andará». Pero de canciones no podían vivir. O por lo menos comer.
Al año de casarse nació mi papá y poco tiempo después mi abuelo dejó la empresa en que trabajaba. Se fue a Venezuela, donde Antonio, un cuñado suyo que le había dicho que él le podía ayudar a buscar trabajo allá. Mientras tanto mi abuela ya había terminado la universidad y se había puesto a trabajar con su hermano Jesús María en una pequeña fábrica de plásticos que él había fundado después de retirarse de la Armada. A mi papá, para cuidarlo, lo dejaba donde unas monjitas que tenían un parvulario. Lo recogía por la tarde. Todo iba muy bien: la fábrica de Jesús María despegaba, mi abuelo mandaba remesas todas las semanas y mi papá crecía sano y gordo. Sin embargo, a los pocos meses, después de dos días de viaje por carretera en la parte de atrás de un camión, mi abuelo se apareció en la puerta de su casa en Medellín. Mi abuela debió de verlo con una barba rala de varios días, la camisa sucia y el cuello y la frente empapados de sudor.
—Negra, me deportaron —le dijo a mi abuela. Ella nos lo contó otro día, un domingo que estaba en el Ley (ese viejo supermercado que ya no existe) con mi hermano y conmigo. Nos había invitado a comer helado; ella tomaba tinto.
Entró a la casa. Mi abuelo se había ido de ilegal a Venezuela y pensaba instalarse allá, en Valencia. Pero alguien lo denunció y la policía lo deportó. Lo dejaron en Cúcuta, le quitaron casi todo y se devolvió a Medellín con un camionero que le hizo el favor de llevarlo en su viaje. De nuevo en la ciudad, no tenía trabajo ni plata. Buscó y no encontró. Así que por unos meses se fue a Sonsón con mi bisabuela Mercedes, la suegra de él, a ayudarle con la finca. Ella le pagaba lo que podía. Mi abuela iba los fines de semana a visitarlo con mi papá, que tenía ya tres años. Por las tardes, antes de que empezara el frío de la noche, se iban para una tiendita que había cerca de la finca de Mercedes, de El Molino.
Mis abuelos jóvenes, enamorados
—Ahí nos sentábamos a tomar fresco con su papá. En esa misma tienda donde nosotros vamos, ¿se acuerdan? —nos dijo mi abuela. Nosotros también habíamos ido a El Molino, que ya era de mi abuela y sus hermanos. La tienda, en la que siempre daban gaseosas al clima porque no prendían la nevera donde las guardaban, existía desde hacía más de cincuenta años.
—Pero, entonces —pregunté yo—, ¿cuándo fue que se fueron pa Cali?
Mi hermano y yo le habíamos preguntado a mi abuela por qué se habían ido a vivir a Cali. Mi papá había crecido allá, pero nunca habíamos sabido por qué. Así que ese día le preguntamos a ella la razón.
—Lo que pasó, gordo —respondió ella—, fue que Jesús María me propuso que me fuera para Cali y le abriera una sucursal de la fábrica de bolsas y plásticos de él. Y como Inés —una hermana de ellos— estaba ya trabajando en Palmira, él me dijo que ella nos podía ayudar a acomodarnos. A Mario le pareció y arrancamos pa Cali. Y los que nos fuimos.
Mis abuelos y mi papá
Mi abuela llegó a buscarle colegio a mi papá y lo metió al Santa Librada. Luego se puso a trabajar con mi abuelo. Primero tuvieron que conseguir clientes para las bolsas plásticas, y después, poco a poco, con lo que les mandaba Jesús María, montaron la fábrica en una casa que alquilaron junto a la de ellos. Se la alquilaron a don Antonio y doña Belén, una pareja de esposos de la que mi papá siempre nos habló. Él era dueño de un ingenio azucarero en el Valle y su hijo fue uno de los primeros secuestrados del país. Incluso después de que don Antonio pagara la recompensa pedida, la guerrilla no le devolvió a su hijo, por lo que el mismo don Antonio se ofreció en canje por él. Se lo llevaron y tampoco lo devolvieron jamás. Doña Belén se quedó sola, sin nunca volver a saber de ellos. Mi abuela fue una de sus mejores amigas, e incluso después de ella volver a vivir en Medellín, durante mucho tiempo se siguieron llamando por teléfono una vez al año para contarse de sus vidas. Luego dejaron de hacerlo, sin proponérselo, apenas postergando día a día llamarse hasta que se olvidaran por completo de hacerlo. Pero hace pocos años, cuando mi mamá y mi papá tuvieron que pasar por Cali por un viaje a Barú que iban a hacer, él aprovechó la estancia de algunas horas en Cali para visitar a doña Belén, a quien no veía desde hacía treintaidós años. Ya vieja y lerda, doña Belén le dijo a mi papá, según contó él después:
—Usted no se imagina, Fernando, cómo he querido yo a Lucía.
La amistad de mi abuela con Doña Belén fue una excepción para la vida que llevaba en Cali. Pronto la fábrica de bolsas se llenó de pedidos y se vieron trabajando día y noche sin descanso. Mi abuela dirigía a los operarios que hacían las bolsas y mi abuelo transportaba la mercancía en un jeep. Se acostaban a la una de la mañana y a las cinco ya estaban otra vez despiertos, tomando tinto. Los supermercados grandes de Cali los habían contratado, y vendían más de un millón de bolsas. Además, por una idea que un italiano que vivía en Cali le dio a mi abuela, la fábrica de ellos fue la primera en producir guantes de plástico. No se demoraron en invadir los asaderos de pollo de toda la ciudad. Sin embargo, aunque fueron pioneros en la producción de los guantes, nunca vi a mi abuelo con un solo par de ellos. «El pollo y el marrano», decía él, «se comen con la mano». Y como yo, él disfrutaba de engrasarse. Era uno de sus pocos placeres.
Mis abuelos en su adultez
La fábrica les dejaba tanto trabajo que, cuando otro día le pregunté a mi abuela por qué solo habían tenido a mi papá, ella me respondió, con la cara roja y riéndose:
—Porque es que no había tiempo pa más nada.
Solo a veces había tiempo para otras cosas. Los domingos, mi abuelo iba con mi papá al Pascual Guerrero a ver jugar al Cali. Cuando él no podía, mi papá veía el partido desde su casa. Nunca he entendido cómo, pero él siempre ha contado que desde la terraza de su casa se podía ver toda la cancha del estadio. Así que se iba con dos o tres amigos y desde ahí veían el partido. Mi papá jugaba basquetbol con esos mismos amigos durante la semana. Lo hacía durante horas y horas, después del colegio, cuando terminaba de estudiar. El basquetbol era para él otra vida, una felicidad tan propia y tan diferente que nunca ha vuelto a sentir a nada más: ni con mi mamá ni con sus hijos. Cuando volvía a su casa, a las ocho de la noche, mi abuela le servía la comida y él se sentaba a comer, cansado, empapado de sudor. Ella pasaba a su lado y le acariciaba el pelo, una enorme melena que vi una vez en una vieja foto de él que encontró mi hermano.
—Su papá estaba roto pa comer —dijo mi abuela, cuando me habló de la época en la que él jugaba basquetbol—. Eso se comía unos platados de arroz y no paraba. Y por la mañana iba a comprar una cosa que se llamaba Amor prohibido, que era como un batido con de todo que vendía una señora.
Mi abuela, sin embargo, no se olvidaba de Medellín, y, sobre todo, de la finca de Sonsón de su mamá, donde había pasado su infancia. Con un amor por la tierra que nunca pudo superar, compró dos fincas en el Cauca, a las que iba cuando podía. Mi papá la acompañaba, así como la acompañaba cuando tenía que ir a Medellín por alguna emergencia. En esos casos les tocaba irse en avión porque el viaje en carretera duraba más de diez horas. Y eso era la hecatombe. Mi abuela, que a sus casi setenta años se seguía montando a los árboles para coger frutas, que se metió durante décadas por carreteras infestadas de guerrilleros, que una vez se salvó de un robo pegándole al ladrón con un paraguas, no era capaz de subirse a un avión. Se ponía a temblar, a sudar, a pasarse el pañuelo por las sienes. Agarraba a mi papá del brazo, respiraba hondo, se daba la bendición. Pero nada de eso la calmaba. Para poder viajar tenía que meter de agache una botella de aguardiente al avión. Así lo hizo siempre. Incluso lo hizo para un viaje a Argentina, en una de las pocas veces que salió del país.
—No, no, no, no, no… —me dijo mi abuela—. Viajar sin aguardiente es muy difícil. Porque es que sin aguardiente uno se da cuenta de que va muy alto, uno está consciente.
Es que ella, a diferencia de todos los que vuelan sin miedo, era consciente de la altura, de los riegos, de la casi segura muerte. Sabía que siempre se está al borde de la muerte, y quizás esa lucidez era la causa de su habitual tranquilidad, de que, cada vez que ocurría algo irreparable —desde que se fuera la luz en la casa, pasando por el que le robaran la mitad de las vacas de su finca hasta que alguien especial se muriera—, ella dijera con un peculiar estoicismo: «Ya estuvo». Eso mismo fue lo que debió de haber pensado cuando, luego de doce años, supo que ya era hora de volver a Medellín. Entonces tenía casi cuarenta años, mi abuelo iba por los cuarentaicuatro y mi papá cumplía dieciséis. Meses antes, la suegra de mi abuela, doña Graciela, había muerto. Y ahora su esposo Alfonso también estaba para morirse. Mis abuelos habían tenido que estar yendo a Medellín de manera constante para atender a sus enfermos. Y en esas idas y venidas, en esa nueva familiaridad con la ciudad, mi abuela debió de haber sentido en los huesos que la vida estaba pasando, que quizá pronto moriría también su mamá y que la vida en Cali ya había sido suficiente. Así que regresó con mi abuelo y mi papá. Compraron una casa en el barrio Fátima, cerca de la de su mamá, y —en la única vez en su vida que usó sus conocimientos de delineante— diseñó lo que más tarde sería un edificio construido sobre la casa original. Se fueron a vivir al tercer piso, el último, para acceder al cual había que subir una larga y empinada escalera. Mi abuela matriculó a mi papá en el Liceo de Antioquia, el colegio que entonces tenía la Universidad de Antioquia. Lo había tratado de meter al San Ignacio, el colegio donde estudiaría yo muchos años después, pero:
—Esos jesuitas jodieron tanto que por eso lo metí donde Carmenza —me dijo otro día. Carmenza era una amiga suya que era profesora en el Liceo.
Se despidieron de Cali para siempre. Solo mi papá regresó en el 2013, cuando visitó a Doña Belén. Cerraron la fábrica, mi papá no volvió a hablar casi con los amigos con los que jugaba basquetbol y se dedicó a terminar sus dos últimos años de bachillerato. En Medellín, mi abuela fundó una farmacia con Inés, su hermana, quien se había devuelto de Palmira unos años antes. Mi abuelo se dedicó a ayudarle a mi abuela en la farmacia y a manejar taxi. También, con su jeep, solía ayudarle a su suegra, Mercedes, que a sus setenta años pasados seguía yendo a sus fincas como si nada. Se sentía tan joven que —tal como había hecho desde que sus hijos eran niños e iba con ellos a Sonsón en un carro de escalera— le llenaba a mi abuelo el jeep de todo cuanto tuviera y le sirviera para la finca: colchones viejos, televisores que ya no servían, ollas oxidadas, sábanas raídas, trapos curtidos de mugre, escobas sin palo.
—Hasta marranos llevaba —me dijo una vez mi abuelo. Un día por la mañana que lo había ido a visitar porque mi abuela no estaba. Yo lo escuchaba acostado en su cama. Él me hablaba parado en la ventana de su habitación, mientras miraba a la calle. Por esa misma ventana nos saludaba cuando llegábamos los domingos a visitarlo y por esa misma nos voleaba la mano para despedirnos—. Eavemaría, doña Mercedes sí llevaba pero era de todo. Llegaba cualquier día aquí a la casa y me decía: «Mario, ¿me va a acompañar a la finca?» Y eso era de una, me iba con ella.
En esas idas a la finca con Mercedes —muchas de también con mi papá— mi abuelo debía de recordar el noviazgo con mi abuela, así como los primeros años de matrimonio. Cuando al atardecer se iba con mi papá a la tiendita para descansar luego de un día de puro trabajo, debía de ver, en esas mesas que eran las mismas de veinte años antes pero más oxidadas, algo de esos días en que se sentaba con mi abuela y se quedaban también en silencio, quizá tarareando cada uno canción que el otro no reconocía, pero que los acariciaba en lo más hondo de sí mismos. Mi abuelo tararearía su canción de siempre, su Linda mi negra, dónde andará. Mi abuela tararearía algún corrido mexicano de los que le gustaban a él. Veinte años después, mi abuelo se descubriría a sí mismo tarareando, casi en silencio, apenas como un susurro, esa misma canción. Se callaría, pero en él continuaría esa musiquita que cifraba su amor por mi abuela; se callaría hasta que llegara otro día en el que la volviera a oír. Después miraría a mi papá: lo vería hecho ya casi un hombre, haciéndose su vida con lentitud, con casi la misma edad que él tenía cuando conoció a mi abuela. Y pocos años después lo dejaría de ver en esas tardes en que se iban juntos, entre semana, para la finca. Ahora iría solo, con Mercedes o con mi abuela, pues, para ese tiempo, mi papá habría entrado a trabajar a Conavi y allí habría conocido a mi mamá.
El noviazgo de mis papás empezó siendo clandestino. Salían de sus casas sin decirles a mis abuelos dónde y con quién iban. Se veían en el estadio. Era así porque mi mamá todavía no lograba liberarse del todo de un novio, Gustavo Cárdenas, con el que llevaba casi diez años. Toda su familia quería que se casara con él, pero ella no: ella quería a mi papá y todo lo que él le prometía. Quería ir a partidos del Nacional y comer las papas criollas grasosas que vendían a la salida del estadio en un famoso Palacio del Colesterol. Para mi mamá, una niña de casa, criada en el recato y la decencia, las salidas al estadio eran como ir a un nuevo planeta, sentir un mundo que siempre había intuido que existía pero cuya existencia real jamás había comprobado. En cambio, con Gustavo era su vida de siempre: la de su casa, la de su mamá, la de sus tías. Y así como ella, mi papá también veía otra vida con mi mamá: una vida tranquila, sin el ajetreo que siempre había conocido en su casa. Cada uno trataba de irse a vivir a la vida del otro, como si el deseo último de su amor fuera que el uno terminara siendo el otro. Se casaron movidos por esa promesa de felicidad —que, creo yo, se les ha cumplido sin que se den cuenta, aunque esa es otra historia—. Ya para entonces tenían la aprobación de ambas familias. En la de mi mamá se habían olvidado de Gustavo y ahora ‘adoraban’ a mi papá. Lo mismo ocurría en mis abuelos paternos con mi mamá.
No sé cómo habrá cambiado la vida de mis abuelos después de que mi papá se fuera de la casa. Supongo que no cambió mucho, puesto que, por lo que me han contado, para ese tiempo mi papá se mantenía más en la calle que donde ellos. Sin embargo, me imagino que debían de sentir su ausencia, por ejemplo, a la hora de las comidas, cuando se sentaban solo los dos en el comedor, sabiendo que no tenían que guardarle comida a mi papá, pues, en ese mismo instante, él estaría haciendo sus primeras comidas de casado con mi mamá. Mis abuelos cocinarían cualquier cosa, sin emoción alguna, con el tedio acumulado por tantos años de hacer comida por la noche. Mis papás, por el contrario, sentirían en esas primeras veces en que cocinaban juntos una alegría ensoñadora que los haría prestarle atención a cada detalle de su comida, que los haría tratar de hacerlo lo mejor posible, que los haría tratar de cocinar platos que nunca habían hecho, que los haría entregarse a la comida de cada noche como si fuera la última de sus vidas. No obstante, la novedad no tardaría en volverse costumbre y sus comidas se empezarían a parecer a las de mis abuelos: harían cualquier cosa rápida —una arepa, un sánduche, una ensalada— y el tedio se instalaría en sus vidas. Pero sería ese tedio lo que a la larga haría que —muchos años después, cuando mi hermano y yo ya habíamos crecido y ellos se vieron a sí mismos comiendo solos bajo la luz blanca del comedor de mi casa— se miraran a sí mismos por un instante y cada uno pensara para sus adentros que había valido la pena entregar la pena a esa rutina sin gracia y sin mayores turbulencias, a ese aburrimiento feliz en que debe acabar por convertirse el amor. Y entonces, como mis abuelos debieron de haber hecho en esas primeras noches que pasaban sin mi papá, suspirarían. Suspirarían y después seguirían comiendo. Luego se irían a ver televisión.
Menos de un año después, mis papás irían a visitar a mis abuelos para decirles que serían abuelos. Mi hermano iba a nacer. Dos años después, la escena se repetiría y sería en ese momento cuando empezaran a ser mis abuelos, es decir, los protagonistas de esta historia. Sin embargo, en el intervalo entre el nacimiento de mi hermano y el mío, mi abuelo vislumbró por primera vez su vejez. No solo la vislumbró: se le vino encima de un golpe. Una tarde o una mañana o una noche, quién sabe en qué instante, le empezó una gripa como le daba a cualquier otro. Acostumbrado a no ir al médico, se la trató en su casa, casi sin prestarle atención. Fumaba como lo había hecho siempre, salía a jugar billar a Belén como todos los días, iba a fiestas y reuniones que se prolongaban hasta la madrugada. Pero la gripa se convirtió en pulmonía. Lo tuvieron que llevar a la clínica y quedó con apenas algo más de medio pulmón para respirar, luego de varias cirugías. El médico profetizó que con los años su capacidad respiratoria disminuiría. Aunque todavía faltaba mucho para eso, unos veinte años. Antes de la muerte tendría que venir la lenta vejez.
Mis abuelos con mi hermano recién nacidoMi hermano y yo con mis dos abuelas
Al principio, mi abuelo siguió con buena parte de lo que hacía antes de la pulmonía. Podía salir a la calle, jugar billar en Belén e incluso fumar. Le tocaba hacerlo lento para no alcanzarse. Pero así podía sentir su vida de antes. La vejez de verdad la sentía cada tarde cuando regresaba a la casa y veía las incontables escaleras que lo separaban de su apartamento. Subía con cortos y demorados pasos, apoyándose en la baranda metálica. Se detenía unos segundos en cada escalón para recuperar el aire que necesitaba para el siguiente. Cada uno de esos escalones, que mi hermano y yo subiríamos corriendo años después, era una conquista para mi abuelo. Entre el primer piso del edificio y el último vivía su odisea de todos los días para volver a mi abuela, quien lo esperaba siempre en la puerta del apartamento. Tiempo después, mi abuela lo esperaría con mi hermano y conmigo, que muy pequeños todavía nos escondíamos detrás de sus piernas. Mi abuelo, lo recuerdo, llegaba resoplando, en busca del aire huidizo, directo a la ventana de su habitación, la misma donde, muchos años después, él y yo hablaríamos sobre sus viajes a la finca con Mercedes, quien ya había muerto por esa misma época. Por unos cuantos minutos se conectaba a su tanque de oxígeno. Luego, más repuesto, se iba para su taller, donde se entretenía haciendo algunas actividades de mecánica y carpintería. Allá nos llamaba a mi hermano y a mí para que hiciéramos algo con unas tablas que tenía. No pocas veces yo me machuqué los dedos tratando de hacer una simple cruz. Era incapaz de darle bien al clavo con el martillo. Siempre me pegaba un martillazo en la uña, y mi abuelo se moría de la risa.
—¡Avemaría! ¡Avemaría! —decía, con su risa burlona, mientras movía la cabeza de un lado a otro—. Usted sí no.
Con el tiempo, sin embargo, las salidas se hicieron menos frecuentes, y mi abuelo tuvo que dejar el cigarrillo y encerrarse en su casa. Empezó a usar oxígeno de forma constante. Le cambiaron el tanque que antes usaba de vez en cuando por un generador eléctrico, y se amarró a la manguera de oxígeno como a una cadena. Solo se la quitaba para dormir. En todo dependía de mi abuela. Ella, con más de sesenta años, salía a la calle, le hacía las vueltas de sus medicinas, le llevaba visitas y lo trataba de entretener. Mi abuelo se levantaba todos los días con valentía para enfrentar otro día que iba a ser igual al anterior, pero en el que iba a tratar de llegar al final sin morirse de tristeza. Veía televisión, se asomaba por su ventana a saludar a la gente que pasaba o se iba a su taller a arreglarle a mi abuela algo que ella intencionalmente dañaba para dárselo a él y hacerlo sentir útil: un radio pequeño, un televisor viejo, una lámpara de escritorio. Cosas así. También lo ponía a que le regara sus matas, que ella sembraba dentro de botellas de gaseosa y ponía sobre unas pequeñas tablas que colgaban de las ventanas del apartamento. Ahí ‘prendía’ plantas que tiempo después se llevaba a su finca para que se convirtieran en árboles. Mi abuela se mantenía fuerte, a sabiendas de que la vida entera de él colgaba de ella. Para no rendirse seguía yendo a la finca que había sido de su mamá, la caminaba y se subía a los árboles a coger frutas como cuando era niña.
Mi abuela y mi papá en los últimos años en los que ella fue a la finca, ya abandonada
Pero siempre regresaba a su casa, donde él. Llegaba silbando para que mi abuelo no se asustara y supiera que era ella. Su silbido era potente y se oía desde el primer piso. Cuando nosotros —mi hermano y yo— estábamos en la casa, ahí mismo que sentíamos ese silbido corríamos a abrirle la puerta y a esperarla donde ella se paraba —años antes— a esperarlo a él, cuando llegaba de Belén. Ella, sin embargo, sí subía rápido y nos saludaba desde el primer piso, cuando veía nuestras cabezas asomarse. Y subía silbando. Solo una vez no la vimos así. Un domingo, un veinte de noviembre, subió más lento de lo normal y sin silbar. Cuando estuvo arriba, nos saludó y después, ya adentro del apartamento, se sentó en un sofá que mi abuelo tenía en su alcoba y dijo:
—Estoy como con un dolorcito aquí —y se sobó la parte baja del estómago, sobre la pierna. Agregó—: No sé. Como con un dolor ahí desde hace días.
Esa misma tarde mi papá llamó a EMI para que miraran a mi abuela. La doctora que fue la mandó a tomar buscapinas y le dijo que si seguía mal fuera al médico. Y siguió mal. Al otro día mi papá la llevó a la clínica y la dejaron hospitalizada. El dolor no paraba y se hacía más fuerte. Empezaron a buscarle la causa, a hacerle exámenes, a palparla por todas partes. Mi abuela se preocupó, aunque más por mi abuelo, que estaba solo en la casa, que por ella misma. Su hermana Inés iba por la mañana donde él a saludarlo y llevarle almuerzo. Él vivía pendiente de cualquier noticia de ella: «¿Qué sabe de la negra?», preguntaba. Los otros eran su única fuente de información, pues mi abuela le había prohibido de forma rotunda irla a visitar a la clínica. Tenía dos razones: el riesgo tan alto de él para contraer alguna de las miles de enfermedades que hay en el aire de los hospitales, pero, sobre todo, que ella no quería que él la viera con una bata verde, teniendo que pedir ayuda para levantarse de la camilla. Así que se quedaba en la casa. Algunos días, como estaba en vacaciones, yo aproveché para ir donde él y acompañarlo. Nos poníamos a ver una colección de viejas películas mexicanas en DVD que le habíamos regalado en una navidad, y entre película y película él me contaba de cuando —siendo joven— había trabajado en Cine Colombia llevando los rollos de las películas de un cine a otro. Mi abuelo se había visto casi todo lo de la época dorada del cine mexicano. Pero entonces, a ratos, mientras me contaba algún recuerdo sobre su vida, como los del cine o los de sus idas a la finca con Mercedes, se quedaba en silencio junto a la ventana, mirando la calle vacía e iluminada por el sol, como ido. Aunque, me imagino ahora que me recuerdo a mí mismo observándolo desde su cama, no debía de ver tanto la calle como el recuerdo de mi abuela. Debía de soñar con el momento en que en la esquina de la cuadra apareciera el carro de mi papá, dentro del cual vendría ella. Ese momento llegaría diez días después.
Mi abuela regresaría de la clínica con el dolorcito controlado, aunque no curado. Para eso tendría que someterse a una quimioterapia. «Tengo un linfoma, gordo», me dijo un día en la clínica. Me lo dijo con una tristeza evidente que trataba de ocultar forzando una sonrisa. Cuando el médico le dijo que la quimioterapia era la única solución al linfoma, mi abuela no dudó en someterse a ella. Confiaba en su recuperación. Hacía tiempo le había dado un derrame cerebral que la había dejado sin fuerza en el brazo izquierdo. Con ejercicios y mucha terquedad, volvió a tener la fuerza de antes del derrame, y contra todo pronóstico regresó a su finca mucho antes de lo esperado por los médicos. También volvió a tocar —a «surrunguiar», en sus palabras— guitarra, a pesar de que el neurólogo le había dicho que era casi imposible que pudiera hacerlo. Con el linfoma, mi abuela tenía la misma determinación. Tenía razones y motivos para confiarse en que podría salir bien. No estaba muy vieja —apenas había cumplido sesentainueve años—, el linfoma no era grave, ella era alguien saludable y la quimioterapia no era muy fuerte. Además, sabía que, ante todo, tenía que sobrevivir hasta que mi abuelo muriera. Después de eso se podía morir en paz. Mientras tanto era impensable. Así, pues, mi abuela decidió someterse a la quimioterapia y regresó a su casa con tristeza, aunque con plena conciencia de que lo último que podía hacer era llorar. Aceptó lo que se venía con la misma serenidad con que había aceptado todo en su vida. «Ya estuvo», dijo.
La primera sesión de quimioterapia se la programaron para el diez de enero. Mientras tanto debían hacerle unos cuantos exámenes más. Sin embargo, ese diciembre que siguió la vida de mi abuela cambió casi por completo. No podía salir y le costaba caminar, pues el linfoma le había hinchado la pierna. Por primera vez conoció la lentitud. Ella, que caminaba rápido, que andaba por trochas y montañas como si nada, que iba de un extremo a otro de la ciudad sin regatear, se empezó a demorar uno o dos minutos en ir de la sala a su habitación. Ahora necesitaba ayuda para cocinar y no podía salir de su casa. Como mi abuelo, tenía que tomarse varias pastillas por la mañana. Sin embargo, aunque el linfoma le impuso esas limitaciones que ella no conocía, siguió haciendo todo lo que pudiera de su anterior vida. Se levantaba a las seis, o antes, se bañaba con agua fría y se vestía y se arreglaba como si fuera a salir. Todos los días llamaba a Carlos, el mayordomo de su finca, para preguntarle por sus vacas y sus sembrados. Le prometía que iría a la finca ahí mismo se aliviara. Ponía la voz más fuerte que pudiera, para disimular el dolor. Pero luego de que colgaba, resoplaba, descansaba por el dolor aguantado y soltaba un gemido. A veces lloraba.
Día a día, el dolor por el linfoma aumentaba, lo que hacía que tuviera que tomar más y más medicamento para calmarlo. Mi abuelo la veía gemir de dolor en su cama. Él se sentaba a su lado, con su manguera de oxígeno colgándole de la nariz, y se distraían viendo televisión u oyendo radio. A ratos, mi abuela le decía que rezaran. Otras veces cogía su guitarra, se sentaba sobre la cama y empezaba a tocar. No era capaz de cantar ni una canción. Debía poner la guitarra sobre su pierna hinchada por el linfoma y, además, su voz se perdía en el dolor físico y tenía que callarse. Así que se volvía a la sala, a sentarse en un sillón, o a su cama a mirar por la ventana. En vano pero sin rendirse luchaba contra la pesadez de esa pierna hinchada que le impedía caminar con su ligereza habitual, con esa ligereza con que correteaba por la finca y se subía a los árboles, con esa ligereza que también tenía su memoria y que la hacía ir a su pasado y volver al presente en un instante, con la que contaba su vida con palabras precisas y propias y sin artificios ni titubeos. Y por eso, el veinticuatro de diciembre, a pesar de que se sentía cansada y, como a mi abuelo, se le hacían infinitas las escaleras de su edificio, hizo el esfuerzo de bajarlas para ir a mi casa a celebrar la navidad con toda la familia.
A diferencia de los anteriores veinticuatro, estuvo sentada todo el tiempo, junto a mi abuelo y su tanque de oxígeno portátil. Miraba la fiesta con alegría y parecía querer captar cada detalle de lo que ocurría. Cantaba las canciones que sonaban y se sabía, se trataba de enterar de los regalos que le daban a todo el mundo, conversaba con todo el que pudiera. A ratos se iba a mi cama a recostarse, pues necesitaba descansar. Pero luego regresaba, tratando de no perder la alegría con la que había celebrado todas sus navidades desde que era niña. Sonreía, con sus dientes amarillentos de tanto fumar y con sus ojos encharcados de haber estado tan viva a cada instante. Mi abuela bailaba siempre, hacía rifas entre los invitados y a veces hasta se emborrachaba. Los tragos la volvían más sentimental y amorosa de lo que era. En una de esas borracheras nos dijo a mi hermano y a mí, mientras hablaba de mi papá:
—¡Ay! —suspiró—. Los hijos son el amor más grande que hay, pero los nietos son definitivamente la confirmación.
Ese veinticuatro de diciembre lo repitió, aunque no tomó ni un solo trago. El cuerpo la obligó a dormirse temprano. Ella y mi abuelo amanecieron en mi cama. Yo dormí en el sofá. Al otro día, muy temprano, mis abuelos se fueron a su casa. Mi abuela no volvería a salir hasta el diez de enero, para su primera quimioterapia. La última semana del año la pasaría igual que las otras de ese mes. Sus amigas, en especial una que se llamaba Marta Vélez, la irían a visitar. Su hermano Antonio, que había venido de Venezuela, fue a verla con su esposa Emma y sus hijas Gloria y Patricia. Nosotros —mi mamá, mi papá, mi hermano y yo— también íbamos todos los días. Sin embargo, cada día se le hacía más largo y más difícil, y siempre la veíamos menos animada. Solo la tranquilizaba pensar que cada día más era uno menos para empezar la quimioterapia.
Una semana después del veinticuatro, el treintaiuno de diciembre, fuimos temprano en la noche a darles el feliz año a mis abuelos. No harían nada. Ninguno tenía fuerzas para celebrar como los años anteriores. Comieron solos los dos, a las seis, como cualquier otro día. Después prendieron el televisor para ver las noticias de las siete, y en esas estaban cuando nosotros llegamos. El apartamento estaba oscuro, solo había luz en la pieza de mi abuela. Ella estaba acostada en la cama y él en la silla del escritorio donde mi abuela a veces se sentaba a escribir —notas, anécdotas, intentos de poemas; era novelista en secreto— y a hacer cuentas de la finca. Nos saludamos y nos sentamos como pudimos en la pieza. Hablamos de lo de siempre, es decir, de cómo seguía mi abuela, que si le había bajado el dolor, que si esto o si aquello. Hicimos las mismas preguntas de siempre y recibimos las mismas respuestas que ya nos sabíamos. Luego hubo silencio, porque nadie era capaz de poner un tema de conversación interesante. Así que nos quedamos viendo lo que quedaba de las noticias; de pronto alguno hacía un comentario sobre lo que transmitían. Pero no era más. Después de una hora más o menos, mi papá dijo que nos fuéramos. Teníamos una comida donde una tía de mi mamá y mis abuelos ya tenían cara de cansancio y de querer dormirse.
Le di un beso a mi abuelo, él me dio la bendición y me deseó feliz año. Después me acerqué a mi abuela, que estaba acostada en la cama, y le di un beso. Puse mis labios sobre su piel seca y arrugada, y ella puso los suyos, alzando su cuello con esfuerzo, sobre mi piel barrosa. Fui consciente, como ninguna otra vez, de su olor. Era un olor que me había acompañado toda mi vida, en muchas tardes de domingo, en muchos días en la finca, en muchos besos de despedida, pero que jamás había discernido. Creo que su olor se concentraba en las sienes, o al menos así lo hace en mi memoria, porque cada vez que trato de recordarla lo primero que se me viene a la mente son las sienes, que se mantenían brillantes por un aura de sudor que la acompañaba siempre. Ella sufría de calores y todo el tiempo se pasaba un pañuelo por la frente. Aunque la noche fuera fresca como aquella del 31 de diciembre, tenía el sudor impregnado hasta lo más hondo de la piel. Era el sudor de sus caminatas por la finca, de sus trasnochadas tomando aguardiente en las reuniones de amigos y familiares, de sus andanadas por el centro de Medellín para comprarle medicamentos a mi abuelo, de sus juegos con mi hermano y conmigo, de su brazo surrunguiando la guitarra, de sus dedos apretando las ubres de sus vacas para ordeñarlas, del cansancio feliz de cada tarde cuando se reunía con sus hermanos a tomar tinto en el Ley, en suma, era el cansancio de una vida en la que había tratado de no dejar de ser ella misma ni un instante.
Tampoco dejó de serlo entonces, cuando me dio ese beso torpe. Mientras separaba mi cara de la de ella, vi que sus ojos brillaban, que se habían aclarado, que sus párpados se entrecerraban, y —al tiempo que oía un carraspeo en su garganta, el ruido de un esfuerzo que venía del fondo de su pecho— que una lágrima, una lágrima casi invisible que ella trató de evitar que cayera, resbalaba por su mejilla. Después salimos de la pieza y los dejamos a los dos. Cuando ya casi nos acercábamos a la puerta del apartamento, oí que mi abuela no era capaz de controlar más el llanto. Por un segundo miré a mi hermano y vi que sus ojos también se habían enrojecido y que no quería hablar. Nadie habló mientras bajábamos las escaleras, aunque todos debíamos de pensar lo mismo. En lo que bajábamos, mi abuela hizo un esfuerzo para levantarse de la cama y se acercó a la ventana con sus pasos lentos y pesados. Desde la calle, antes de subirme al carro, miré a su ventana. Aunque no se veía bien, alcancé a ver —o a imaginar, quizá— que ya no era capaz de contener las lágrimas. Nos voleaba la mano. Mi abuelo se había parado detrás de ella y también nos despedía. Ellos se paraban siempre en la ventana para despedirnos. Sobre todo mi abuelo, que, como no podía salir por culpa de su enfermedad, nos acompañaba con su mirada hasta que nos alejábamos de la casa. Esa vez, como siempre, los dos nos dieron la bendición. Y nos fuimos a celebrar el Año Nuevo. Ellos se fueron a descansar.
Siempre, desde que salí de la habitación de mis abuelos, me he preguntado qué pasó entre ellos esa noche. He hecho toda clase de especulaciones, y más de una vez me he visto tentado a hacer ficción sobre esa noche: a escribir un cuento sobre eso, a imaginarme su hipotética conversación, a tratar de meterme en el alma de mi abuela y oír el monólogo interior que —creía yo entonces, puesto que después me di cuenta de que esos monólogos interiores tipo Joyce no se dan en la vida real— debía de tener consigo misma. Todos mis intentos han terminado en páginas desechadas. Y ese ha sido buen final. Lo único que yo puedo contar —y que creo que vale la pena contar— es mi especulación, mi deseo de entrar invisible por la ventana de su habitación y oírlos hablar y verlos mirarse el uno al otro. Todo lo demás, todas esas páginas que ya no existen pero sin las que no hubiera podido estar escribiendo estas, es chisme. Pero ¿acaso la literatura no es la forma artística del chisme? ¿Acaso no es el chisme, el chisme de cocina, la forma literaria de la vida? ¿Acaso escribir no es especular, deambular por lo que pudo haber sido, fingir que se tiene memoria de lo que se ha olvidado (como sucede, de seguro, con mucho de lo que he dicho en esta historia)? Sí, eso es: pero también es la resignación a que lo que se lee no está hecho de carne y hueso, sino del humo de las palabras y los días. El arte, diríase, está hecho de humo, pero no: el arte mismo es humo, un humo como el del cigarrillo de mi abuela: el arte es lo que sobrevive a la ceniza que cae al piso y se confunde con el polvo; es el humo que se eleva al cielo y se pierde.
En todos estos años he especulado qué pasó esa noche entre mis abuelos. Todo, como dije, obtuvo resultados torpes. Por suerte, no hay problema literario que no resuelva la vida (o que no complique más, aunque a veces la solución consiste en esa complicación). Sucedió que, mucho tiempo después, llegué a mi casa del colegio y mi hermano me mostró un cuaderno. Era de hojas grandes, páginas amarillentas y cubierta blanda de cartón. «Adivine qué es eso», me dijo. Lo abrí. El cuaderno estaba lleno de apuntes a mano, hechos en letra cursiva con lapicero negro. Era una letra muy estilizada y muy pegada, aunque inspiraba también mucha velocidad. Había sido escrita con rapidez, con afán, con un impulso vital que era más poderoso y fuerte que los músculos de la mano de su autor. Pasé las páginas y vi que el cuaderno había sido escrito a lo largo de muchos años. Cada apunte, de dos o tres párrafos, tenía al final una fecha, que, supuse, era del día en que había sido hecho. En lo que alcancé a leer aparecían nombres conocidos para mí —incluso aparecía el mío en algunos—, y había descripciones de lugares que yo había conocido: Sonsón, la finca El Molino, el barrio Fátima, el centro de Medellín. Y había de otros que no conocía pero que me imaginaba: Cali, el Cauca, la Argentina del tango. Hablaba del tango, del bambuco, de las rancheras. El cuaderno, adiviné la obviedad, era de mi abuela. Mi hermano lo había encontrado entre sus archivos y se lo había traído sin que ella se diera cuenta. Era un tesoro, una ventana a su intimidad como nada nos lo podía dar: ahí estaba ella, más real y más ella misma que en una simple foto o en un recuerdo.
Ese cuaderno era lo que había quedado del gusto nato de mi abuela por la escritura, un gusto que siempre cultivó sin pretensiones, de una forma muy auténtica, sin querer imitar a nadie ni recibir un solo aplauso. A ella le gustaba contar por el amor mismo a contar; lo único que buscaba era decirse a sí misma lo que nadie estaba dispuesto a escucharle. Escribía porque sí. Solo una vez compartió algo de lo que escribió y lo hizo con mi hermano y yo. Hizo un pequeño libro con la historia de sus papás, anécdotas de su niñez y uno que otro poema. Se llamaba Enmochilados en el zarzo y su dedicatoria era más o menos así: «Para Juan y Simón, dos amores que la vida me dio. Espero que lo disfruten con su papá».Estaba escrito en primera persona, lleno de recuerdos e imaginaciones. Mi abuela suponía lo que no sabía de la historia de sus papás y se adentraba en sus vidas como si le fueran propias. Pero no trataba de negar que lo suyo era una mera suposición, un ejercicio de la imaginación. Ella sabía que los seres humanos somos dueños de algunos pasados ajenos, por lo que explorar esos pasados desde el recuerdo, imaginarnos y novelar lo que les falta, es adentrarnos en nosotros mismos. Y sabía que la vida propia es lo más misterioso, lo más inverosímil y lo más incognoscible que hay, y que eso solo puede ser conocido por medio de la imaginación.
La solución de mi problema, de mi inquietud, estaba en la última página escrita del cuaderno. De arriba a abajo de la hoja, se acumulaban unos garabatos apenas legibles; eran letras que mi abuela había escrito con esfuerzo, con cansancio, dejando que su mano perdiera la fuerza y la precisión más de una vez. Era un intento de poema, firmado el treintaiuno de diciembre de dos mil once. Ya no me acuerdo de él y no puedo volver a ese cuaderno; quién sabe dónde lo tendrá mi hermano. Tengo la sensación de que el poema hablaba de un arbolito de navidad, un árbol sencillo y pequeño al que mi abuela le relataba su soledad, al que le preguntaba a dónde se habían ido sus años y sus alegrías, al que le pedía una nueva navidad. Dónde estaba ella misma, me parecía que preguntaba. Me senté por un instante en la cama de mi hermano y me concentré en el poema. Mientras descifraba los garabatos, empecé a ver en mí, por medio de mi imaginación, que, minutos después de habernos ido de su casa, mi abuela le había dicho a mi abuelo que se quería dormir. Él se había parado, se había despedido de ella y se había ido a su habitación (dormían en alcobas separadas desde que le había empezado la enfermedad a él, hacía años). Luego, con la puerta de su habitación cerrada y asegurándose de que mi abuelo no volvería, ella se había parado de su cama y con un enorme esfuerzo, luchando contra su dolor, se había sentado en su escritorio. Resopló cansada. Entonces agarró su cuaderno del mismo punto donde mi hermano lo encontraría meses más tarde, buscó un lapicero, pasó las páginas como pasando años y llegó a la primera de las que aún estaban blancas. La miró: la página, aunque pequeña en relación con el vasto universo que la rodeaba, no tardó en hacerse más grande que todo lo demás. Las palabras no demoraron en acumularse en su puño y en su pecho. Quería escribir, quería anotar ese día, quería conquistarlo para que fuera de ella y no del linfoma que la esclavizaba.
¿Cuál palabra ponía primero? Todas: el universo debía caber en esas líneas. Más aún: ellas debían ser el universo. Deseaba un poema que en su brevedad fuera tan grande como las cordilleras antioqueñas; una palabra que callara y dijera todo al mismo tiempo; un instante al que vinieran a reunirse todos los demás instantes perdidos; una hora de las horas. Pero había que poner una palabra, había que empezar. La triste verdad de la escritura es que las frases se arman palabra a palabra, no de un solo tirón, como se quisiera. Y ella lo quería hacer como lo había hecho siempre: en la intimidad de su alcoba, que reflejaba la que la habitaba en su interior. Así que miró al techo, a su cama aún caliente por haber estado en ella todo el día, a la ventana desde la cual nos había despedido media hora antes. Para poner la primera palabra tenía que silenciarse a sí misma. Así sentiría la palabra dentro de sí misma como si siempre hubiera estado ahí esperándola. De modo que se silenció y calló sus recuerdos. La palabra precisa no tardó en aparecérsele. Con cuidado de no hacerse mucho ruido, puso la punta del lapicero sobre el papel, sobre el primer renglón y, antes de hacer el primer garabato, dejó su mano quieta por un segundo y suspiró.
Dejó que su pecho se ensanchara por ese suspiro que hay siempre antes de poner la primera frase de todo relato, ese suspiro que también la invadía cuando se sentaba en el comedor de mi casa y empezaba a contarme historias. Suspiró como lo había hecho en esas tardes en que ella y mi abuelo empezaron a comer sin mi papá. Suspiró como debió de haberlo hecho la primera vez que hizo el amor con mi abuelo. Y escribió, se dejó ir en esa página, soltó la cadena de palabras en la que quería entregarse, ofrendarse, sacrificarse a ella misma. Uno a uno, fueron llenándose renglones en los que reivindicaba la alegría y en los que le pedía a su arbolito de navidad que la dejara volver a sentir esa felicidad de las navidades y el Año Nuevo. En las palabras que ponía —y que yo iba leyendo— resonaban las canciones que ella había oído desde cuando era niña, las que se sentaba a escuchar con sus hermanos y primos en la finca de sus papás, en una de tantas parrandas navideñas. Y estaban, también, los poemas de Ñito Restrepo, Epifanio Mejía y Gregorio Gutiérrez González, que recitaba su papá en la cabecera del comedor familiar todas las noches. Ahí se oía todavía la voz campesina, antioqueña, de Tomás Carrasquilla, cuyos relatos mi abuela leía en una vieja primera edición de sus Obras Completas. Estaba el humor de Rafael Arango Villegas, cuyas notas ingeniosas mi abuela solía leer antes de dormirse para reírse.
Y esas palabras se articulaban al ritmo de los bambucos y pasillos que ella había aprendido a tocar en guitarra, a surrunguiar, y con los que muchos años antes se había enamorado de mi abuelo en la casa de Hernando Restrepo. La suya era la poética de su propia vida, de las voces que la habían hecho lo que era, de los libros que había leído más por amor, porque se veía en ellos, que por presunción intelectual. Mover los ojos de una palabra a otra era como caminar por esas idealizadas calles de Medellín de los años sesenta, en las que —tenía yo la idea— resonaban tangos y boleros por todas partes. Y era andar, también, por las trochas que surcaban las montañas de Sonsón, por las que ella se había perdido muchas veces con mi abuelo y sus hermanos y amigos. Era oír los ecos de los chismes, las historias y los recuerdos que se habían contado en esas caminatas, cuya esencia solo había sido rescatada por mi abuela en poemas como el que entonces leía yo. Era estar de nuevo en las noches frías de El Molino y era volver a verla combatir el frío con aguardiente y música. Surrunguiadas por la mano de mi abuela, las palabras, una detrás de la otra, la iban revelando, extraían el fondo mismo de su ser. Y ella se dejaba ir en sus líneas, se dejaba ir como el río Aures que corría por su finca y del cual Gregorio Gutiérrez González había escrito un poema cien años antes de que ella naciera. Sus palabras eran gotas de agua que abrillantaba el sol, como las del Aures del poema, como sus ojos cuando le di el beso de despedida ese treintaiuno de diciembre. En esa mirada estaba el Aures, el río de sus amores, y en ese río —cada vez que lo veía— estaba ella, y aún está, mirándome siempre.
Como el río Aures que desemboca en el río Cauca, el poema de mi abuela terminó en el último renglón de la página, pero su agua desembocó en mí, en esa tarde en que lo leí. Anotó la última la palabra, puso la fecha de ese día, y dejó que varias lágrimas rodaran hasta el papel. Y cuando ella terminó de escribir, yo terminé de leer. También suspiré, como ella después de llorar esas lágrimas, que yo podía ver secas en el papel, en esa hoja que nunca se imaginó que alguien leería. Por un momento, ambos nos reunimos en un mismo instante: ella en la soledad de su escritura, yo en la de mi lectura. Y yo me veía en sus ojos, a través de su vida: ella leía mi vida en su poema; yo la escribía a ella en mi imaginación. Agradecí —no sé a quién o a qué— ser parte de esa vida, y entonces sentí todo lo que mi abuela me quería, todo ese amor que entregaba de una forma en que jamás lo ha hecho nadie más y cuya esencia apenas aprehendía en aquel momento: contando sus historias.
Un poema: eso era todo lo que había pasado esa noche enigmática del treintaiuno de diciembre, por la que no había dejado de preguntarme. En la mitad de la noche, escondido en el ruido de las parrandas que había por todo Medellín, en la oscuridad de esa ciudad de lucecitas en las montañas, alguien había hecho silencio y había escrito un poema. Luego se había ido a acostar y al día siguiente se había levantado como siempre: a las seis en punto. Con esfuerzo había ido a la cocina a calentar agua para el tinto. Cuando lo tuviera listo, le había llevado —con mucha lentitud— un pocillo a mi abuelo, que, aunque despierto desde hacía rato, seguía en la cama a la espera de que ella le llevara con qué tomarse el coctel de más diez pastillas que necesitaba cada mañana. Esperaba, también, que ella prendiera el generador de oxígeno. La mañana del primero de enero, mis abuelos amanecieron como siempre.
Además de mi papá, desde ese primer día del año empezó a ir Marta Vélez donde mis abuelos para cuidarlos. Les cocinaba, les hacía aseo, le conversaba a mi abuela. Yo a Marta la recordaba de niño, pero había dejado de verla mucho tiempo. La conocí mejor cuando se volvió una asidua de donde mis abuelos. Era un tanto desesperante, puesto que opinaba sobre todo lo que no le pedían su opinión. Pero era una amiga excepcional. Desde que llegó se dedicó a animar a mi abuela y a tratarla lo menos que pudiera como enferma. A mi abuelo, por su parte, le hacía chistes y le recordaba cuando estaban más jóvenes y se emborrachaban en la finca de Sonsón. No descansaba. Jamás se sentaba, siempre estaba haciendo algo para ayudar a sus amigos. Y, aunque a mi papá, por puro orgullo, le molestara que lo hiciera, Marta se quedaba a dormir donde mis abuelos y estaba pendiente de lo que cualquiera necesitara a cualquier hora. Lo hacía por puro amor hacia ellos, por el recuerdo de tantos años de amistad, por la conciencia plena de que lo único que le quedaba en su vida —porque también era lo único que siempre había tenido— eran sus amigos.
Los primeros días de enero no pasaron de forma muy distinta a los de diciembre. Yo me fui con un amigo a una finca en La Dorada, Caldas, y volví el lunes antes de que le hicieran le primera sesión de quimioterapia a mi abuela. Como mi papá tenía que trabajar ese día, mi mamá, Inés, mi hermano y Marta Vélez la acompañaron a la clínica. Mi abuelo se quedó solo en la casa; un rato lo acompañó Jaidi, el esposo monumental de Inés. Todo el día, contó mi hermano, llamaba a Inés a preguntarle cómo iba su negra. «Dígale a Mario que se calme, que si no, me voy pa otra parte», cuenta mi hermano que mi abuela le mandó decir con Inés, mientras entraba por sus venas el líquido de la quimioterapia. Y así, todo el día, a cada llamada de mi abuelo, ella respondía con ingenio y buen humor. Cuando esa noche mi mamá y mi hermano volvieron a mi casa, después de dejar a mi abuela en la casa, mi mamá dijo que había salido de la clínica caminando normal, con semblante alegre, sin dolor, como si ya se hubiera aliviado. No sé qué explicación tenga —quizá era algo psicológico—, pero los días que siguieron, cuando íbamos donde ella a visitarla, la encontrábamos animada, con su alegría de siempre. Sentía el dolor en la pierna, pero era menor. Si ella no hubiera estado consciente de que tenía un linfoma, estoy seguro de que se habría ido para la finca. Se le veía hablar por teléfono con sus amigas, con sus primas lejanas, con sus sobrinos. Mi abuelo era el más feliz con verla así. Tenía casi de vuelta a su negra.
Sin embargo, el viernes después de la quimioterapia, recayó. El dolor volvió a su intensidad de antes y perdió la vitalidad ganada en los otros días. Otra vez, cuando llegué a su casa, la encontré acostada en su cama, con la mano sobre su cintura. Se quejaba, gemía, con sus ojos enrojecidos de dolor. «Qué hubo, gordo», me saludó ella con voz lánguida. Miraba a todas partes, como si quisiera escribir otro poema. Pero su dolor era físico, uno que solo podía calmar la morfina. Y eso era lo que tomaba mi abuela. Lo hacía en dosis pequeñas, porque el médico aún no la había autorizado a tomar más. «Tranquila», le decía Marta Vélez, «que de este lunes en ocho es la cita con el médico del dolor». El oncólogo que trataba a mi abuela le había advertido que lo más seguro era que —como reacción a la quimioterapia— el dolor le aumentara, de ahí que tuviera que ver a un médico del dolor. Sin embargo, cuando mi papá llamó a pedir la cita, le dijeron que el médico tenía la agenda llena y que —aunque entendían que lo de mi abuela no daba espera— solo la podían atender hasta aquel lunes del que hablaba Marta Vélez. Tocaba aguantarse. Pero aguantarse era imposible.
Desde ese viernes, mi abuela no pudo dormir casi. Mi papá se fue el fin de semana a amanecer con ella, y después contó que pasaron toda la noche en vela. Mi abuela se levantaba, se sentaba en la cama, se volvía a acostar y gemía de dolor. No era capaz de sostener la espalda ni siquiera. Así, pues, el domingo muy temprano llamaron a EMI. El médico que fue a revisarla dijo que no podía hacer nada, que era mejor esperar a la cita y que eso que le pasaba a mi abuela era normal. Tenía que aguantar otra semana: una semana infinita, en la que cada día se haría más lento que el anterior, en la que el tiempo se las arreglaría para quedarse quieto. Y una semana en la que, a su vez, le empezarían los primeros síntomas de la quimioterapia: encontraría su almohada llena de pelos suyos, que se le caerían; tendría los primeros vómitos; su debilidad aumentaría. Ella resistiría, convencida de que tenía que soportar eso para poder regresar a su finca, tocar guitarra y tomar tinto. Por eso, aunque cada día mi mamá le decía a ella que se fueran para la clínica, para que la revisaran, ella decía que no, que trataran de aguantar un día más.
Supongo que en su interior, durante breves instantes que le dejaba libre el dolor siempre en aumento, debía de pensar en la soledad de mi abuelo si se iba otros días más para la clínica. Eso era lo que la aferraba a la casa. Aunque su presencia también torturaba a mi abuelo. Él parecía querer alejarse de ella, de esa nueva Lucía que en nada se adaptaba a la imagen que tenía en su corazón, en la que aparecía una mujer robusta y animada, no un cuerpo débil y gimiente como aquel que dormía en la habitación de mi abuela. Por eso se alejaba a ratos. Se iba para su taller, donde los gemidos de mi abuela casi no se oían; miraba por la ventana o se ponía a arreglar por enésima vez los mismos radios viejos. A veces, atraída por el maíz que mi abuelo ponía junto a las matas que colgaban de la ventana del taller, entraba una paloma. Desde su silla, él llamaba a la paloma para que se le subiera al hombro. Al principio no le hacía caso, pero después de un tiempo lo empezó a hacer. Y esa paloma lo acompañaba mientras mi abuela se moría del dolor en su habitación. La paloma había empezado a visitarlo días antes de la quimioterapia y siguió haciéndolo por varios meses. Mi abuelo la alimentaba, la cargaba y la esperaba cada tarde. A veces no iba y decía con desaliento: «¡Ay! Hoy no vino la palomita». Se quedaba el resto del día mirando por la ventana. Atardecía.
Pero aunque el taller era un refugio, era inevitable que regresara a donde mi abuela. Salía de su taller —íntimo, tranquilo, ensoñador— y se iba a donde ella, que no podía hablar por el dolor. Se sentaba a su lado y enfrentaba todo lo que había imaginado en su soledad —a mi abuela fuerte y sana— con lo que la realidad le ofrecía. No había casi nada de la mujer fuerte y activa que había visto hasta hacía menos de dos meses. Ahora había una mujer débil, que suplicaba por que le quitaran un dolor incalmable, que no era ni siquiera capaz de sentarse en la cama sin que de inmediato perdiera el equilibrio. Desde la ventana, yo veía que mi abuelo se esforzaba por no llorar, pero era en vano: sus ojos estaban encharcados y enrojecidos, como los de ella. Me imagino, sin embargo, que lo que más le dolía era pensar que no la podía ayudar, porque se suponía que mi abuela era la aliviada, la que no se enfermaba, la que lo cuidaba a él. Todos los días, durante varias horas, aunque quisiera refugiarse en su taller con su paloma, mi abuelo debía volver a la habitación de ella.
Fue así hasta el jueves de esa semana. Mi abuela ya no aguantaba más y mi mamá dijo que se fueran para la clínica, que era bobada esperar hasta el lunes. Era diecinueve de enero. «No, esto no puede ser normal, Doña Lucía está muy mal», me dijo mi mamá por teléfono. «Yo sinceramente me voy a ir con ella para la clínica. Ya hablé con el papá y me dijo que nos fuéramos». Él estaba de viaje, por lo que no podía ir a ayudarla. Donde mi abuela estaban Inés, su esposo Jaidi y Marta Vélez. Todos miraban con preocupación el asunto. Coincidieron que lo mejor era irse para Urgencias. Así que llamaron a EMI, para que llevaran una ambulancia. Pero cuando los médicos de EMI llegaron y revisaron a mi abuela, dijeron que —no sé yo por qué— no se la podían llevar en ambulancia, que solo le podían dar una ambulancia para el dolor. «No, no, no, no, no», dijo mi mamá al día siguiente, cuando fuimos por la noche de una tía suya, «Eso me pareció el colmo. Una mujer que ni se podía parar, y esos médicos diciendo que no se la podían llevar».
Les tocó llamar a un taxi. Los médicos de EMI se fueron, y entre Inés, Marta Vélez y mi mamá arreglaron a mi abuela. Mi abuelo, me lo imagino, debía de mirar todo de lejos, a sabiendas de que no podía ayudar en nada. Ya lo veo caminando de un lado a otro, con una presión en el pecho, sentándose en la sala cada tanto porque se asfixiaba. Mientras tanto, a ella la prepararían de forma lenta para irse. Él la vería, con la cabeza sobre su puño, desde la sala. Ella estaría alzando los brazos con dificultad, para dejar que alguna —mi mamá, Marta Vélez o Inés— le pusiera una ropa nueva. Luego debió de ver a Inés terminar de guardar los remedios de ella y algunas cosas de aseo personal dentro de un bolso grande, parecido a una pañalera, que tenía mi abuela. Mi mamá saldría de la habitación, cogería el teléfono y pediría un taxi. Cinco minutos después se oiría el pito de un carro. Alguien se asomaría a la ventana y diría que ya bajaban. Entre Jaidi y mi mamá, los dos más fuertes, sentarían a mi abuela en una silla de plástico y la sacarían con lentitud del apartamento. En la puerta, mi abuelo se acercaría a ella y, aunque no tuviera casi alientos para oírlo, él le diría: «Lucía, cuídese mucho». Y le agarraría un brazo, sentiría su piel seca y la apretaría. Mi abuela le apretaría lo más que pudiera su brazo huesudo, y por un instante, haciendo un esfuerzo como pocos en su vida, alzaría su cabeza para mirarlo a los ojos. Balbucearía, con voz débil y temblorosa, un «Chao, Mario». En ese momento, a la vista de todos los demás, mi abuelo dejaría caer varias lágrimas, que se perderían en la tela de su ropa. Ella no lo podría ver, pues ya habría vuelto a agachar la cabeza. Jaidi, mi mamá y el taxista —que había subido a ayudar— agarrarían la silla de mi abuela y, con lentitud, empezarían a bajarla escalón por escalón.
Mi abuelo se pararía fuera del apartamento, donde siempre —cuántos años hace ya— mi abuela se paraba a esperarlo cuando llegaba de Belén y debía esforzar los pulmones para subir las escaleras. Después, cuando ya no pudiera verla más, se iría para su habitación y se asomaría a la ventana. Allí, bajo el cielo que atardecía, vería a Jaidi y al taxista alzar a mi abuela de los brazos y subirla en la parte de atrás del carro. Sentada en el borde de la banca, con la puerta aún abierta, mi abuela le volearía la mano a mi abuelo. Él le devolvería el gesto. Mi mamá e Inés se subirían con ella y Marta Vélez y Jaidi se quedarían en la casa. El motor del taxi rugiría y arrancaría. Mi abuelo lo vería alejarse y doblar la esquina, y, entonces, en todo ese tiempo, mientras Jaidi y Marta Vélez subían las escaleras, lo único que se oiría en el silencio de su enorme habitación sería un balbuceo, una débil exclamación: «Negra, negra, negra, negra, ne…» Y ya no podría hablar más. Suspiraría.
Llevaron a mi abuela a la clínica Soma. De inmediato la hospitalizaron y le comenzaron a hacer exámenes. Más o menos a las diez de la noche, mi mamá e Inés se fueron de la clínica y la dejaron sola y durmiendo en la habitación que le asignaron. Mi abuelo se quedó con Marta Vélez y con Jaidi. Hicieron comida para los tres y después Jaidi se fue para su casa, a unas pocas cuadras. Marta, como había hecho ya varios días, se quedó a dormir. Mi abuelo se acostó temprano, igual que siempre, y ella, me imagino, se quedó despierta hasta que supiera noticias de mi abuela. Desde Cúcuta, mi papá también estuvo pendiente toda la noche. Todo el mundo parecía querer ayudar con algo, hacer algo, ser útil. Incluso, mi hermano le dijo a mi mamá que si quería que él se fuera para la clínica. «No, no hay necesidad, amor», le dijo mi mamá. Solo yo no me ofrecí en nada, convencido de que lo de mi abuela no era casi grave. Sin embargo, al igual que yo, nadie podía hacer nada y todos tuvieron que irse a dormir a sus casas.
Al día siguiente, Inés y mi mamá empezaron con el trajín de las clínicas. Por la mañana, fueron a la casa a empacar más ropa para mi abuela. Le compraron cosas de aseo que les habían faltado y otras que les pidieron en la clínica, como pañales. Desde temprano, mi abuelo llamó a mi abuela para preguntarle cómo seguía. Ella, con el dolor más controlado, le dijo que iba mejor y que le seguían haciendo exámenes. Aunque no hablaron casi. Como la hospitalización anterior, cada vez que alguien entraba a la casa él aprovechaba para preguntarle por su negra. Sin embargo, el hecho de que ella no estuviera en la casa lo hacía ver más tranquilo. Cuando ese día fui a visitarlo, lo vi más calmado que antes; parecía que —con la ausencia de ella— podía olvidarse de la Lucía que había visto esa semana y centrarse en la imagen que tenía en lo más hondo de sí, la que lo visitaba cada tarde cuando esperaba que regresara de la calle, la que forjaba en la soledad de su taller, la que le gustaba asociar con la paloma que entraba todos los días por la ventana.
Por su parte, en la clínica mi abuela trataba de llamarlo lo menos posible y le pedía a todos que no le diéramos casi detalles de su estado. Porque la verdad era que ella no estaba bien. Aunque le habían controlado el dolor, los exámenes que le realizaron habían arrojado que la causa del mismo no era el linfoma, como habíamos creído, sino algo peor: una salmonela. En lo hondo de su estómago, algo que yo siempre me imaginé como un enorme gusano se agitaba y le provocaba un dolor insoportable. Nadie entendía qué había comido mi abuela que la hubiera podido infectar. Los médicos conjeturaron que se había contagiado hacía tiempo —años quizá, en una ida a finca tal vez—, pero que la infección solo se había desarrollado después de la quimioterapia, debido a que esta le había bajado las defensas. Con los casi diez días que habían pasado desde entonces, la salmonela había crecido y estaba más fuerte. Aunque pronto le empezaron el tratamiento necesario, era una infección fuerte y mi abuela tendría que aguantar muchos más dolores por muchos más días. Por ahora, un regreso pronto a su casa era improbable. Como siempre, ella aceptó todo. »No, pues, ¿qué más hacemos? Ya estuvo», me imagino que dijo. Lo único que pedía para soportar todo aquello era que no le dieran mucha información sobre su enfermedad ni a mi abuelo ni a Carlos y Aleida, los mayordomos de su finca. Ellos adoraban a mi abuela y en esos casi tres meses que no la habían visto la llamaban cada vez que podían para preguntarle cómo iba. A pesar de ser dos campesinos pobres y de vivir en un lugar donde a casi no llegaba señal de celular, se esforzaban por salir hasta donde pudieran llamar y le hacían largas llamadas a mi abuela, en las que se le iban todos los pocos minutos que tenían.
La noche del viernes, mi papá regresó de Cúcuta y se fue a la clínica a amanecer con mi abuela. Mi mamá había estado todo el día. Como a las ocho de la noche, ella me recogió y nos fuimos para donde una tía suya, Gilma. «Cuéntenme cómo está Doña Lucía», nos preguntó cuando llegamos. Mi mamá repitió el diagnóstico de los médicos, pero al final dijo: «Yo igual tengo mucha esperanza, porque Doña Lucía es una mujer muy fuerte». Yo pensaba de la misma manera que mi mamá. Me parecía apenas obvio que se aliviara y regresara a la casa. Tal como mi abuelo, guardaba una imagen de mi abuela como una mujer fuerte que se sobreponía a todo. Por eso, cuando a la mañana siguiente mi mamá me contó que mi papá le había dicho que mi abuela estaba estable y que incluso había mejorado el ánimo, me pareció apenas natural. Según mi papá, había desayunado bien y hablaba más. El dolor seguía, pero había disminuido. Incluso, a las doce y media, le dijo a mi papá que prendiera el televisor y pusieran las noticias. Desde hacía días, mi abuela no lo hacía, a pesar de que nunca se había perdido un noticiero en años. Por nuestra parte, esa tarde teníamos planeado que mi hermano y yo fuéramos a visitarla. Así, pues, a eso de las doce y media almorzamos —fríjoles, como siempre— y nos fuimos a hacer una siesta para irnos por ahí a las tres. Mi hermano se acostó en su habitación y yo me fui con mi mamá a la de ella. Mientras nos dormíamos, también prendimos el televisor y pusimos el noticiero, el mismo que, a unos cuantos kilómetros, veían mi papá y mi abuela. Aunque casi no le prestábamos atención, sino que conversábamos. Por un momento, mi mamá se paró y entró al baño. Y entonces, mientras ella estaba allí, le sonó el celular y, como viera yo que quien llamaba era mi papá, contesté.
—Hijo —dijo mi papá, la voz le temblaba—. Pásame a la mamá por favor.
—Ya voy —le dije—. Es que está en el baño —y acto seguido fui a tocarle, a acosarla.
Mi mamá salió rápido, cogió el teléfono y, con voz agitada, dijo:
—Qué hubo, amor.
Después se quedó en silencio, y yo vi, desde la cama, que arrugaba su frente, se mordía los labios y empezaba a mover la cabeza de un lado a otro, mientras me hacía caras de que había pasado algo muy grave. «¿Cómo así, amor?», decía, «Pero si estaba mejorando». Y entonces empezó a llorar y a temblar. «Bueno, bueno… Ya vamos». Colgó. Con el corazón a mil e imaginándome lo peor, le pregunté qué había pasado. Mi mamá respiró profundo, se sentó a mi lado, me cogió la mano, me miró a los ojos y después me dijo: «Llama a tu hermano y les cuento». Yo me levanté, fui a la pieza de él y lo desperté. «Jan Jan,», le dije —lo llamaba ‘Jan Jan’ desde que era niño—, «despiértate que la mamá nos tiene que decir algo de la abuela». Él, que siempre se enojaba si uno lo despertaba, se levantó de una y a gritos preguntó: «¿Qué pasó?». «No sé, vamos donde la mamá que no me ha dicho», le dije. Así que fuimos a la habitación y entonces, ya sí, después, como mi abuela cuando iba a empezar a escribir su poema o como cuando comenzaba cualquier historia, suspiró, miró al techo y nos miró a los ojos. Con la voz temblorosa nos dijo:
—Amores, imagínense que a la abuela Lucía le dio un paro respiratorio… —hizo un corto silencio, tragó saliva, recuperó la voz y siguió—. Y entonces ahorita me llamó el papá a decirme que… que se la habían tenido que llevar a Cuidados Intensivos de urgencia y que, y que… —y balbuceó un momento. Mi hermano ya estaba llorando y respiraba con fuerza, resoplaba como un animal. Yo no me lo quería decir, pero esperaba, tal como él, que mi mamá dijera: «se murió». Pero dijo—: La tuvieron que entubar y no se sabe cómo siga; la doctora le dijo al papá que tenía que tomar una decisión rápida porque era muy probable que eso fuera permanente…
Mi mamá arrancó a llorar. Nosotros nos acercamos y nos abrazamos por un rato. Entre los tres había silencio y el temor no aceptado de que mi abuela se muriera. Mi mamá dijo: «Bueno, arréglense que nos vamos para la clínica». Nos paramos sin hablar y nos pusimos los zapatos para irnos. Esa era la primera vez que iba a la clínica Soma. Cuando llegamos, mi papá estaba con Inés en la sala de espera que había fuera de Cuidados Intensivos. Era el octavo piso de la clínica. En los dos se notaba cansancio, y el sol que entraba por la ventana junto a la que estaban parados dejaba ver que no hacía mucho habían dejado de llorar. Sus rostros, brillantes por el llanto seco, parecían como una calle cuando escampa y el sol evapora los charcos que se forman sobre el pavimento; parecía que en sus rostros —aunque no lo pensé entonces de manera consciente— vivía algo de esas tardes lejanas en las que mi abuela iba a mi casa a visitarnos. Incluso, al igual que ella, tomaban tinto en vasos pequeños de cafetería: como si mi abuela —esa que llegaba a visitarnos— se hubiera metido en las miradas de Inés y mi papá cuando la habían visto hacía unos minutos.
Mi papá explicó lo que había pasado. Dijo que a mi abuela le había dado un paro respiratorio mientras veían el noticiero, y que había tenido que llamar a una enfermera del piso. Llegó una y le hizo masaje cardiaco a mi abuela. Pero ahí mismo se fue y casi de la nada apareció una doctora armada de un enorme aparato. Se presentó como la encargada de Cuidados Intensivos, y dijo que iba a conectar a mi abuela. «Y te vas a tener que preparar para lo que venga», le avisó a mi papá. Entonces, sin él poder decir nada, sin siquiera saber qué era eso que podía venir, sin que pudiera por lo menos mirar el rostro todavía limpio de su mamá, la doctora puso un enorme tubo gris en la boca de mi abuela. Desde ese momento hasta que mejorara, sus pulmones solo responderían al movimiento incesante del tubo.
Cuando acabó, mi papá nos dijo que entráramos a Cuidados Intensivos para que habláramos con la doctora. Una enfermera nos detuvo en la puerta y nos anunció que nos enseñaría cómo entrar a la UCI. Se acercó a una enorme poceta, se echó de un jabón cuya textura y color se parecían a los de la melaza, y se frotó las manos por casi un minuto. Luego se puso unos guantes de látex. Uno a uno, hicimos lo que nos habían indicado. Yo me lavé lo mejor que pude. Después nos acercamos al centro de control de la UCI, desde donde monitoreaban a todos los enfermos. Yo no podía ver a mi abuela desde ese punto. Sin embargo, sabía que en alguna de las pantallas que había en esa pequeña oficina estaban los datos de su estado. De una silla se levantó una mujer que se presentó como la médica encarga de la UCI. Era ella quien le había salvado la vida a mi abuela. Volvió a explicarnos lo que mi papá nos había dicho, pero agregó que ya la habían logrado estabilizar y que respondía bien al respirador. Sin embargo, la tendrían que mantener sedada por varios días para poderle atacar la salmonela y controlarle el dolor. Después le dijo a mi papá que debía llevarles unas cosas que ella iba a necesitar, como vinagre, el cual usarían para hacerle limpiezas especiales.
«No, pues, vámonos», dijo mi papá como poseído por el estoicismo de mi abuela, «¿Qué más vamos a hacer aquí?» Ese día no pudimos verla. Aunque tampoco nadie quería hacerlo. Salimos en silencio. Bajamos el ascensor y lo único que se mencionó fueron las cosas que había que comprar. Solo se hablaba de problemas prácticos, de cosas que no despertaran ni amor ni miedo ni nostalgia. El viaje de regreso hasta mi casa fue en silencio, aunque, en su interior, cada uno tenía consigo mismo la conversación que debía tener con los otros tres. Pero a medida que nos alejábamos de la clínica y mi papá nos llevaba de vuelta a la casa, se hacía más imposible de eludir el tema. Fue mi hermano, entonces, quien dijo, cuando casi llegábamos:
—Papi, ¿qué le vamos a decir al abuelo?
—No sé, hijo —respondió mi papá—. Ahorita me va a tocar mirar.
No habló del tema con nosotros. En los días que seguirían, tampoco lo haría. Afrontaría solo todo el asunto, como si nadie más que él estuviera autorizado a hacerlo. Me daba rabia que fuera así, pero lo comprendía. En verdad, él era el llamado a cargar con el peso de la vejez de mis abuelos. A nadie más le correspondía, y él no quería mentirse en eso. Por eso, cuando llegamos al apartamento, mi mamá, mi hermano y yo nos quedamos, y él se fue en el carro a donde mi abuelo. En el camino debió de haber pensado una y otra vez en lo que diría a su papá. Ya lo imagino practicando para sí las palabras que usaría; ya lo veo dejando cada frase a la mitad por distraerse en la última imagen que le había quedado de mi abuela. Cuando en pocos minutos llegó al edificio de sus papás, no tenía todavía nada qué decir. Se bajó del carro, abrió con sus llaves la puerta de la calle y se enfrentó a la escalera por la que todos alguna vez habríamos de subir a empujones: igual que a mis abuelos, ahora le tocaba a él sentir su longitud, la pesadez de cada peldaño de piedra, el tiempo que se subdividía de forma infinita en cada escalón, en cada paso retrasado, en cada pensamiento incompleto sobre cuáles palabras usaría. A él la escalera le ofrecía la esperanza de que había tantos puntos que cruzar antes de llegar al apartamento de mis abuelos, que era imposible llegar a él; la esperanza de que el movimiento y el tiempo no existían. Pero antes de lo que creía, mi papá se vio abriendo la puerta de la que había sido su casa. Mi abuelo, me imagino, lo esperaba en la ventana. «Qué hubo, mijo», le debió de haber dicho.
—Yo le dije: «Papá, mi mamá no está bien». Y solo le dije que la habían internado en Cuidados Intensivos y que estaba en observación, que teníamos que esperar a ver qué pasaba. No le dije más.
—¿Y cómo lo tomó él? —preguntó mi mamá. Estábamos comiendo, luego de que mi papá regresara de donde mi abuelo.
—No fue nada fácil, nada fácil —respondió él y se paró del comedor y fue al balcón. Al rato fui a buscarlo. Con una mano se cogía de la baranda del balcón, con la otra sostenía un cigarrillo y miraba al cielo. Lejos se veían las montañas invadidas de lucecitas amarillas. Lejos, en alguna parte de ese mar de luces sin dirección, mi abuela dormía. Mi papá me hizo señas de que me fuera, de que quería estar solo. Pero no le hice caso y me acerqué a darle un abrazo. Lo agarré por la espalda y le presioné el pecho. Él se dejó aunque no hizo nada. Luego me alejé. Esa noche, según me contó mi mamá al otro día, mi papá no durmió. Me imagino que mi abuelo tampoco lo hizo.
En la semana que siguió, mi hermano y yo volvimos al colegio. Cada tarde, cuando regresábamos a mi casa, preguntábamos por mi abuela. Yo pensaba en ella todo el día, aunque no me asustaba. Lo que me decían lo interpretaba siempre para bien. Si mi mamá o mi papá me contaban que mi abuela estaba estable o que no presentaba complicaciones con la droga que le daban para la salmonela, yo lo interpretaba como que ya casi saldría de Cuidados Intensivos. Mantenía la esperanza de siempre, a pesar de que en las primeras dos semanas mi abuela siguió sedada casi todo el tiempo y sin mejorar. No había habido avances significativos. Tampoco nada empeoraba: todo se mantenía igual. Mi abuela dormía el sueño profundo de la anestesia. Mi papá vivía la rutina sin fin de irla a visitar y solo saber que estaba viva porque su pecho se medio alzaba por efecto del respirador y porque un monitor junto a la cama pitaba e indicaba sus signos vitales. Y mi abuelo vivía la rutina de tenerla que imaginar, de crear en él otra Lucía, una más fuerte y en mejor estado que la de verdad, una cuya ausencia no le doliera tanto.
Su vida era la que más había cambiado. Desde el momento en que despertaba, a eso de las seis, cuando los primeros pájaros del árbol frente a su casa empezaban a piar, ya sentía que a su lado, en su nochero, no lo esperaba un pocillo de tinto sin azúcar. Tanteaba con su mano la mesita, tocaba su pastillero y su radio viejo, en el que oía las noticias, pero no encontraba ese pocillo que había sido durante años la primera presencia de ella. Si a su lado había café, era porque se lo ponía Marta Vélez, que siguió yendo a cuidarlo todos los días. Pero el café de ella no era como el de siempre. Marta y mi abuela debían de tener ligeras diferencias respecto a cuánto café usaban, a cuánto calentar el agua o a en qué pocillo servir el tinto. Esos detalles eran los que la costumbre de vivir juntos casi cincuenta años había impuesto. El café que mi abuelo ya no encontraba en su nochero sabía al que los dos se tomaban en las mañanas de cuando vivían en Cali y debían organizarse para atender su fábrica de plásticos. Sabía al que preparaban, también muy temprano, en sus idas a la finca, donde hervían el agua en ollas viejas y oxidadas sobre una estufa de leña. Se sentaban en una banca de madera y se calentaban con el tinto, que les sabía no solo a café, sino también a la neblina que entraba por pequeños huecos de las paredes de tapia, así como a los cacareos de las gallinas que ya caminaban alrededor de la casa; les sabía a la ceniza de leña que salía de la estufa y volaba por la cocina. Y ni a Cali, ni a la finca, ni a las mañanas de esos últimos años en los que mi abuelo la había necesitado a ella más que nunca, sabía el café que Marta Vélez le empezó a llevar desde que mi abuela había entrado a la clínica.
Como en los últimos años, mi abuelo no hacía casi nada en todo el día. Oía las noticias de la mañana en su radio viejo, le regaba las matas a mi abuela, se iba para su taller a hacer alguna cosa. Si mal no recuerdo, en esos días se puso a armar alguno de sus viejos rompecabezas, que había mantenido guardados durante años. Se pasaba por la pieza de mi abuela y se aseguraba de que estuviera bien tendida y organizada para cuando volviera de la clínica. Al medio día veía las noticias y esperaba la llamada de mi papá en la que se enteraría de cómo la había visto él en su visita de las doce. Mi papá no le decía casi nada, pero le decía lo suficiente para que mi abuelo, que había perdido mucha lucidez en tantos años de encierro y dependencia de mi abuela y de su oxígeno, creyera que poseía todo el panorama de la situación. Eso lo tranquilizaba un poco. Marta Vélez trataba de distraerlo conversándole de temas que no tuvieran que ver con mi abuela. Le contaba chismes de alguna vecina de su casa en Belén, le decía que rezaran un rosario juntos, se ponían a ver El Chavo del 8 en un canal mexicano. Su vida se sostenía en mentiras, chismes y conversaciones banales.
Pero siempre, aunque se distrajera con algo en su taller o conversando con Marta en los ratos en que ella estaba en la casa, mi abuelo se encontraba a sí mismo, en un instante imprevisto, pensando en mi abuela. En alguna esquina polvorienta que nadie había barrido en días, en una mirada rápida a la ventana, en algún ruido de la calle que lo hiciera girar la cabeza para oírlo mejor, en un vistazo que diera a la alcoba de ella mientras caminaba hacia su habitación, en algún adorno que viera sobre alguna repisa, la ausencia de mi abuela le tendía una trampa en la que él no podía no caer. Cuando en algunos fines de semana fui a hacerle compañía por unas horas en la tarde, veía que, de repente, perdía su mirada un segundo, observaba dentro de sí mismo, confirmaba que no podía hacer nada para que mi abuela estuviera mejor. «Ay, mijo,», me decía cuando yo veía que se distraía, «es que me agarra la pensadera en Lucía».
Lo único que le hacía pensar en mi abuela con alegría era la paloma que había empezado a visitarlo semanas antes. Con los días, la paloma dejó de ir a cualquier hora y empezó a hacerlo casi con horario. Iba por la mañana y por la tarde. Mi abuelo mantenía sus dos cocas con maíz y agua. La paloma —o la palomita, como le decía él— se quedaba un rato en el apartamento. Caminaba por el piso del taller, volaba hasta la pieza, se metía por donde quisiera. A veces —y hay fotos que lo comprueban— se le montaba a mi abuelo en el hombro. Él la perseguía como un niño; ella se quedaba con él como una vieja conversadora. Y esa relación, que en el fondo no se debía a nada distinto que al instinto natural de un animal que había encontrado una fuente constante de alimento, no tardó en ser interpretada por todos de las más diversas formas. Hubo quienes, como mi mamá y yo, que era muy creyente, creímos ver en esas visitas un regalo de Dios, que buscaba mandarle una compañía a mi abuelo. Hubo otros, como Gloria, una sobrina de mi abuela que creía en cuanta técnica de adivinación existiera, que aseguraron que la paloma tenía dentro el alma de mi abuela, la cual salía de su cuerpo inconsciente en la clínica y volaba hasta su casa. Cuando días después mi abuela despertó y la paloma siguió yendo, los defensores de la teoría de la metempsicosis dejaron de dar su explicación. Todos, sin embargo, asociábamos a la paloma con mi abuela. Nos gustaba hacerlo y lo necesitábamos.
Y así pasaba mi abuelo todo el día. Marta Vélez, que podía o no haber estado durante la tarde con él, le servía la comida por la noche. A veces lo acompañaba; pero la mayoría de veces se iba a esa hora al Ley a tomar tinto con Inés y Jaidi. Mi papá encontraba a mi abuelo en el comedor, comiendo solo. Las luces del comedor eran débiles y opacas. Mi abuelo se veía como chamuscado cuando mi papá abría la puerta del apartamento. Lo visitaba cada noche, después de salir de la clínica, para informarle de su negra. Llegaba sudando, tras haber manejado casi una hora por calles atestadas de carros, cansado del trajín del día. Tan pronto lo veía, mi abuelo interrumpía su comida y se paraba, pero mi papá le decía: «Tranquilo, papá. Quédese ahí. Siga comiendo». Mi papá iba a la cocina, se servía un vaso de agua o de Coca—Cola y se sentaba en el comedor. Y entonces le contaba lo último de ese día, lo que había visto en la visita de las cuatro de la tarde. Mi abuelo escuchaba con atención, tratando de captar detalles que mi papá no incluía en sus relatos. Él no especificaba nada. Le decía cosas como: «Hoy le pusieron una droga nueva», «Está respondiendo mejor al medicamento» o «Le hicieron nuevos exámenes y hay que esperar a ver qué sale». Y así, todos los días mi papá debía inventarse una nueva mentira para explicar lo mismo de siempre: que mi abuela estaba inconsciente, que cuando la trataban de despertar seguía con mucho dolor, que parecía que el antibiótico le hacía efecto contra la salmonela: para explicar que la vida se repetía y se repetía sin ninguna vergüenza, que todos los días perseveraban en ser iguales entre sí, que al otro día tampoco lo esperaría el pocillo de tinto de mi abuela.
Se quedaban un rato juntos. Luego mi papá, cansado de haber estado yendo de la oficina a la clínica y viceversa, se iba para mi casa y descansaba. A nosotros sí nos contaba todo lo que los médicos habían dicho. Por su parte, mientras nosotros comíamos en el comedor, mi abuelo se preparaba para acostarse. Para entonces Marta Vélez ya estaba con él. Veía el noticiero de las siete —en el que repetían las mismas noticias del mismo día que él ya se sabía— y cuando acababa de verlo iba por última vez a la alcoba de mi abuela. En la puerta de su clóset, dentro del cual se iba acumulando el polvo de varios días de no ser abierto, colgaba un calendario con fotos de fincas y de vacas que a mi abuela le regalaba una amiga todos los años. Cuando ella se fue para la clínica, mi abuelo empezó a anotar en el calendario, en el día respectivo, una frase que resumiera lo que mi papá le había contado. Escribía, por ejemplo: «Le dieron medicamento nuevo». Y en la esquina del recuadro de cada día ponía cuántos días completaba de estar en la clínica. El martes de la primera semana de febrero, anotó: «Despertó». Esa misma noche, después de contarle la noticia a mi abuelo, mi papá nos dijo en el comedor: «Mi mamá despertó». Y después, mirándonos a mi hermano y a mí, agregó: «Y le pregunté: “Mamá, ¿usted quiere que Juan y Simón vengan?” Y ella me hizo así», dijo mi papá, moviendo la cabeza de arriba abajo para imitar el «sí» que ella le había dado a la idea de nuestra visita. En todo ese tiempo no habíamos vuelto a la clínica. El viernes siguiente, mi papá nos recogió a la salida del colegio.
Llegamos a la clínica diez minutos antes de que abrieran la UCI para las visitas. Había gente en la sala de espera que cuchicheaba entre sí. O creo que la había, porque en realidad no me acuerdo de haberme fijado en esos detalles en los que sí me fijé otros días. Estaba ansioso y concentraba toda mi atención en cuánto tiempo faltaba para que nos dejaran entrar. En el colegio, apenas había prestado atención a la última parte de la última clase, desde cuando caí en cuenta de que en menos de dos horas volvería a ver a mi abuela. Por eso no tengo casi conciencia de qué ocurrió entre cuando mi papá nos recogió a mi hermano y a mí y esos minutos previos a la visita. Incluso si ahora doy estas explicaciones innecesarias, que alargan el relato de forma indebida y que me ponen ansioso por contar lo que sigue, es en parte para tratar de llenar esa distancia y esos minutos que tuve que recorrer entre el colegio y la clínica. Como si escribiendo, como si fingiendo que recuerdo lo que no recuerdo, como si poniendo gerundios, pudiera crear ese tiempo que me hace falta, darle vida a esos minutos que me salté, llenar esas distancias que otro recorrió por mí: como si en un párrafo cupiera la vida. Lo que recuerdo es que estaba en la puerta del colegio y que, de pronto, estuve dentro de la UCI. Los minutos que pasaron fueron una cosa corta e innecesaria, una simple dilatación de lo quería y no quería al mismo tiempo. De pronto, oí que mi hermano me decía que ahora me tocaba entrar. Él lo había hecho primero. «Vas al fondo a la derecha», me explicó mi papá antes de entrar.
Repetí el mismo lavado de manos de ese primer sábado. Un vigilante me dio las mismas instrucciones que mi papá para encontrar a mi abuela. Me dijo que me debía poner una bata para entrar a la habitación. Caminé lento, miraba cada una de las habitaciones. Por la gravedad de los enfermos, todos debían poderse ver desde afuera. Ninguna pieza tenía puerta, tan solo unas cortinas que se corrían y descorrían. Como en un teatro, carecían de esa cuarta pared que es la esencia de la intimidad. Detallé a cada uno de los cuerpos que descansaban sobre las camillas. Algunos podían hablar, otros dormían o estaban anestesiados, unos más tenían encima caretas de oxígeno sobre la cara. Mi abuela me esperaba en la habitación del fondo. Creo que ella me vio antes de que yo la viera, porque cuando mis ojos se cruzaron con los suyos, ya me movía la cabeza de arriba abajo y me abría los ojos lo más que podía para saludarme. No la había reconocido porque, aunque mi papá me había descrito su nuevo aspecto, yo había llegado a la clínica con la misma imagen que siempre había tenido de ella. Así me la esperaba encontrar. Pero cuando la vi, cuando casi no reconocí su mirada, sus ojos color miel, sus sienes brillantes, cuando identifiqué en su expresión apenas un esbozo de la misma energía con la que me saludaba cada vez que iba a visitarnos a mi hermano y a mí, vi que me esperaba una persona muy distinta a la que yo conocía. De repente, tantos años de verla, mi vida entera, perdieron su valor. Ahora debía conocer a otra persona y tratar de creer que era la misma de antes.
—¡Qué hubo, Luci! —la saludé, parado junto a las cortinas que separaban a su habitación del corredor principal.
Mientras me ponía la bata, ella trató de alzar su mano, a la que habían conectado no sé cuántos tubos y cables, y moverla para saludarme. Apenas logré ver que movía sus dedos. En su garganta tenía un enorme tubo gris: el respirador artificial. El que le habían puesto el primer día, conectado a su boca, se lo habían movido a su tráquea para no lastimarle la boca, pues los médicos sabían que lo tendría que usar por mucho más tiempo. Podía mover los labios, pero sin emitir sonido. Tampoco podía levantar su torso. Le habían subido el espaldar de la camilla. Parecía sentada, pero ella misma no se sostenía. Y sin embargo, con esas manos que no podía mover, con esa voz que no tenía, con ese torso inmóvil, mi abuela trató, consciente de lo imposible de su empresa, de volearme la mano como cuando nos despedía desde la ventana de su casa, de decirme el mismo «Qué hubo, gordo» de siempre y de alzar sus brazos y su pecho para abrazarme. Fue ese intento fallido, su insistencia en seguir su vida a pesar de todo, lo que me reveló que todavía tenía frente a mí a mi abuela, la que subía a los árboles a coger limones. Pero en su cuerpo había poco de ella: había perdido masa muscular, la quimioterapia le había quitado el pelo, sus ojos no brillaban igual. Y ella era también ese cuerpo.
Entré en la habitación. La saludé, le dije que me alegrara que mejorara y que todo iba bien. Me senté a su lado, en un banquito. Usando sus labios, pálidos por efecto de la quimioterapia, trató de gesticular palabras. Al principio, no las entendí. Pero, con la marcha de las semanas y la repetición de esas visitas, aprendí a interpretarla. En el mes que siguió, descifré lo poco que mi abuela me trataba de decir. Sus gesticulaciones eran para preguntarme cómo iba en el colegio, cómo estaba mi abuelo o para decirme cómo se sentía. También me pedía tinto. Alimentada por sonda, no podía comer ni tomar nada. Pero eso no le importaba tanto: solo quería un tinto, uno como el que le hubiera preparado a mi abuelo, como el que se hubiera tomado en su finca tras haber hecho una larga caminata. Estiraba sus labios hacia los lados y luego los estrechaba, como si fueran un pico. Yo interpretaba esos movimientos como «Tinto». Pero no decía mayor cosa. Ella, que siempre me contaba, que siempre estaba hablando, que siempre tenía un comentario ingenioso para comentar la vida, ella, que se había pasado la mitad de la vida forjando ilusiones y la otra mitad recordándolas sin lamentar no haberlas realizado, que se había hecho a sí misma entre tintos, aguardientes y cigarrillos, que era la que más bailaba en las fiestas, ella, que se sentaba con su guitarra y su ruana en el corredor de su finca a cantar, que había escrito un libro de su vida con la única pretensión de alegrar a sus nietos, que siempre tenía una historia para contarme y contentarme cuando yo le relataba algo malo o triste que me había pasado, ella ahora solo podía oír y creer que sus labios blancos y mudos comunicaban lo que quería decir.
Era a mí a quien le tocaba hablar. Pero yo no tenía nada que decir. Aparte de algún comentario de política, de alguna mención a mi abuelo, de alguna anécdota boba del colegio, casi siempre me quedaba callado, mirándola a los ojos y suspirando de tedio. La media hora que solía pasar con ella la pasaba casi toda diciendo: «Y sí. Te vas a aliviar, Luci». Eso era todo. Le agarraba la mano, sentía su piel seca y le daba dos o tres palmaditas. Cuando salía me arrepentía, porque pronto me daba cuenta de todo lo que podía haberle dicho. Ningún tema estaba prohibido. Podía haberme inventado un monólogo sobre cualquier cosa, que podía ser incoherente incluso. Podía haberle vuelto a contar todas las historias que ella me había contado en quince años de vida. Camino de regreso a mi casa, con la cabeza recostada contra la ventanilla del carro, armaba en mi mente todas las conversaciones posibles a las que había renunciado por un silencio tedioso. Me mentía al prometerme que al día siguiente llevaría a cabo alguna de esas conversaciones. No solo no lo hacía, sino que mis imaginaciones se desviaban y empezaba a pensar, con más placer que tristeza, en cómo podía escribir algo sobre mis visitas a la clínica. Me entregaba a la idea de hacer un cuento sobre eso que me ocurría, como si no quisiera a nadie ni a nada por lo que eran, por el amor mismo al amor, sino por lo literario que hubiera en ellos. Aunque nunca escribía nada.
Nada me hubiera costado conversarle más: ella no me evaluaba como en el colegio, ella no quería aprender nada profundo, ella no esperaba de mí un gran cuento. Solo quería que le alegrara el rato, que estuviera a su lado y la tratara como a mi abuela de toda la vida, que la salvara de su muerte diaria al atardecer. Poco hice de eso. En cada visita me entregué al tedio de cada tarde, al cansancio que traía del colegio o de mi casa, a la idea de que no tenía nada que decir. Y no le dije nada. Fui yo, y no ella, el que se encargó de acabar con mi abuela: de quitarle su voz, lo único que era, lo único que ya no resuena en mi mente, lo único que me gustaría que fuera este cuento. Pero es imposible que lo sea.
En los tres meses que siguieron, la vida se mantuvo en función de mi abuela. Todos adoptamos nuevas rutinas por su enfermedad. Incluso mi abuelo se acostumbró a la situación. Y, aunque no del todo, nos olvidamos de cuán diferente había sido mi abuela. En mi caso, una vez me sorprendí de ver una foto de ella en la navidad anterior, cuando ya le había empezado la enfermedad. Apenas dos meses antes, mi abuela tenía un par de piernas fornidas, un pecho amplio y unos cachetes gordos. En mis recuerdos de su vida anterior a la clínica aparecía una abuela más parecida a la enferma que a la sana. Todo lo que había sido lo perdía poco a poco, sin que lo notáramos casi: sus piernas se hacían huesudas, su cuerpo se encogía y su cara perdía color y volumen. Lo único que con conciencia me esforzaba por no olvidar era el tono de su voz. Usaba algún recuerdo arquetípico, alguna de esas frases que ella me había dicho mil veces, y me lo repetía para sentir su voz en mi mente. Temía olvidarla. Años antes, mi otra abuela, la mamá de mi mamá, había muerto y me dolía no haber guardado en mí el registro de su voz. No quería que eso me pasara con mi abuela Lucía. O no mientras esperaba a que se aliviara. Yo no perdía mi esperanza de que se recuperara. Los primeros dos meses, aunque siguió en la UCI, los médicos registraron lentas pero significativas mejorías. Y yo, como mi abuelo, me aferraba a esas escasas buenas noticias.
El linfoma disminuía su tamaño y casi desaparecía (las sesiones de quimioterapia se las siguieron haciendo en la UCI). Poco a poco, los médicos iban poniendo a prueba la capacidad de mi abuela para respirar por sí misma. Apagaban el respirador a ratos cada vez más largos, esperando que sus pulmones hicieran todo el trabajo. Cuando pudiera hacerlo bien la sacarían de la UCI. Mi abuela, consciente de la situación, pedía que le apagaran el respirador y trataba de aguantar lo más que pudiera. Sabía que tenía una vida afuera, que no podía dejarse derrumbar, que mi abuelo la esperaba. Su determinación asombraba a los médicos, pues, según decían, cualquiera ya se habría muerto con todo lo que le había pasado. Y dos meses después de entrar a la UCI, mi abuela salió de ahí y volvió a una habitación normal. Eso fue un viernes y mi papá se fue todo el fin de semana a estar con ella. La fui a visitar el sábado por la tarde.
La encontré con una bata blanca, acostada en la camilla. Mi papá estaba su lado. Ambos veían televisión. En su garganta tenía la cicatriz que le había quedado de la cirugía en la que le habían quitado el respirador. Pero ahora estaba libre de eso y podía hablar. Cuando la saludé, ella, por primera vez en dos meses, me devolvió el saludo con su voz. Hablaba de forma débil, pues tenía resentidas las cuerdas vocales. Pero hablaba. «Esta mañana», me susurró con su voz más fuerte, «hablé con Mario». Luego me contó que, después de que mi papá y una enfermera la bañaran, habían llamado a mi abuelo para que los dos hablaran. «Se puso feliz», explicó mi papá. Imaginé que no debía de haber sido una conversación muy larga, no solo porque ella se cansaba hablando, sino porque mi abuelo podía ponerse nervioso y no soportar la llamada. Luego, en las dos horas que estuve, hablamos de otros temas, aunque sin hilar ninguna conversación. Desvariamos. El punto era celebrar la voz recuperada de mi abuela. Era verla sin ese aparato que la había esclavizado por dos meses. Era ver que a su lado, en el nochero de la clínica, tenía un tinto que se podía tomar a sorbitos luego de soplarlo mucho para que no le quemara la lengua por lo caliente que debía de estar.
Al otro día, el domingo, no fui donde mi abuela, porque tenía tareas que hacer, pero por la noche fui un ratico donde mi abuelo. Fui con mi hermano y mi mamá. Le pregunté, como es natural, por la conversación telefónica. Él se sonrió y no dijo casi nada. Muy en línea a como habían vivido él y mi abuela, no se entregaba a una alegría fervorosa. Y creo que no lo hacían tanto porque no pudiera sentirla o porque temiera una decepción, sino porque él —como ella— entendía la necesidad de la moderación en la alegría. Sacarla, explotarla, volverla ruido, era ponerla en riesgo, era quitarle mucha de su sinceridad. Su única verdadera esperanza era la que podía sentir en silencio mientras miraba a través de su ventana la calle por la que, dos meses antes, había visto alejarse a su negra. Por eso se limitó a una sonrisa inevitable y a una respiración profunda de tranquilidad. El veinticuatro de marzo, el sábado, anotó en su calendario: «Hablé con Lucía».
Pero dos días después, a mi abuela la volvieron a meter a la UCI. Una ligera complicación, nada muy grave, algo con lo que era mejor tener cuidado antes de que se volviera peor. Y otra vez el respirador conectado a su tráquea, así como la alimentación por sonda. Lo bueno, resaltaron los médicos, era que más temprano que tarde volvía a salir. Sin embargo, esa semana que siguió estuvo en la UCI, ahora en otra habitación. El viernes, mi mamá nos recogió a mi hermano y a mí para que nos despidiéramos de mi abuela. La semana que seguía era Semana Santa y mi hermano y yo nos iríamos hasta el domingo de resurrección a una actividad que hacía el colegio en Amagá para, en teoría, ‘celebrar la Semana Santa con campesinos’. La actividad se llamaba Campamento Misión, pero pocos iban por darle un sentido espiritual a sus vidas o por conocer mejor la realidad social del campesinado. Casi todos iban para hacer vida social. Así, pues, el viernes fuimos a despedirnos de mi abuela. Era treinta de marzo.
Cuando llegamos, mi abuela estaba despierta y a su lado le habían encendido un viejo estéreo que mi papá le había llevado para que oyera música (también le había llevado un televisor). Sonaba un CD de música colombiana instrumental que le había comprado Inés, su hermana. Mi hermano y yo entramos juntos. Esa vez, como pocas, hablamos de forma fluida, sin casi silencios. Ella asentía y sonreía a lo que le decíamos; a veces gesticulaba una palabra que, para interpretarla, le pedíamos que repitiera varias veces. Como era usual, dijo que quería un tinto. Se notaba cansada. Por instantes cerraba los ojos y parecía quedarse dormida. «Duérmete si quieres», le decíamos. Pero ella levantaba su cabeza y la movía de un lado a otro, diciéndonos que lo haría cuando nos fuéramos. Así que seguimos hablando, cada uno parado a un lado de la cama. Cada uno, también, le cogía una mano. Era una conversación cualquiera, olvidable, acompañada por una música de fondo a la que ninguno le prestaba mucha atención.
Pero, de pronto, luego de que se acabara una de las canciones, un rasgueo suave y lento, un punteo de una sola guitarra que daba inicio a la nueva canción salió de la bocina del estéreo e invadió la habitación. El rasgueo se hizo más fuerte y a lo que al principio parecía ser una sola cuerda sonando se unieron otras más. La débil canción se hizo fuerte y no tardó en estar por todas partes. A diferencia de las otras canciones, interrumpió nuestra conversación. De repente, fue como si el estéreo hubiera subido su volumen de manera automática, pero no: era solo que el mismo recuerdo nos había invadido a los tres. Nos miramos un instante, no nos dijimos nada y seguimos escuchando. Mi abuela sonrió; mi hermano le apretó la mano y miró a otro lado para que no viéramos sus ojos enrojecidos. En mi caso, aunque no recuerdo con todo detalle lo que recordé ni cómo lo recordé, sé que tuve la sensación de que a la luz blanca que iluminaba la habitación de cuidados intensivos se superponía una luz amarilla y cálida. Me distraje de lo que ocurría ante mí y me volqué a las imágenes que ahora invadían mi mente. Y en un instante tuve ante mí la alcoba de la UCI y la alcoba de mi abuela en su casa. Un recuerdo arquetípico, hecho de muchos días olvidados, se me apareció. Fue un recuerdo débil, una imagen borrosa, pero con fuerza suficiente para que me distrajera de lo que tenía ante mis ojos.
Era uno de los domingos cuando, muy niños, íbamos a almorzar con mis abuelos. Casi siempre llevábamos pollo asado de Kokoriko. Nos sentábamos los seis en el comedor, junto a una de las ventanas en las que mi abuela ponía sus matas. Yo era el más lento para comer, y a las doce y media mi hermano, mi papá y mi abuelo me dejaban solo para irse a ver las noticias. Mi abuela y mi mamá se quedaban conmigo hasta que acababa. Cuando por fin terminaba, nos íbamos a la pieza de mi abuelo a ver el noticiero. Pero después, cuando se acababan las noticias ‘serias’ y comenzaban las secciones deportivas y de entretenimiento, mi abuelo anunciaba que haría una siesta, a lo que mis papás se sumaban. Él se acostaba en su habitación; ellos se iban para el taller de mi abuelo, donde se tiraban en una cama que él tenía para hacer siestas entre semana. Mi abuela nos decía a mi hermano y a mí que nos fuéramos para su pieza. Allí prendíamos el televisor, veíamos media hora de noticias banales y conversábamos con mi abuela. Y por ahí a las tres de la tarde, cuando el sol empezaba a bajar y entraba fuerte por la ventana de la habitación, dibujando un rectángulo perfecto en el piso, mi abuela sacaba su guitarra del clóset, la desenfundaba y nos decía: «Vamos a tocar guitarra». Ponía un cancionero sobre un atril pequeño que le habíamos regalado nosotros en un cumpleaños, y buscaba una canción. «Bueno», nos decía, «ustedes me van siguiendo», y señalaba la letra de lo que iba a tocar para que la fuéramos cantando con ella.
Se ponía la guitarra sobre las piernas y comenzaba a surrunguiar. Ni mi hermano y yo nos sabíamos las canciones, pero nos quedábamos atentos a que ella empezara a cantar para seguir el ritmo y la letra. Con el pasar de los domingos nos fuimos aprendiendo las canciones. Casi siempre cantábamos las mismas o, qué digo, la misma. Podíamos variar en las tres o cuatro que tocábamos, pero había una que siempre aparecía, no sé si porque nos gustaba, porque era fácil de tocar o por simple y puro azar. Esa canción era Cenizas al viento, que era sobre el olvido. «Yo me voy hacia el monte mañana. Yo me voy a cortar leña verde. Para hacer una hoguera y en ella, y en ella echar a quemar tu cariño». Y luego decía: «Todos esos dolores, que en el alma dejan, los viejos amores solamente se curan de todos sus males con nuevos amores». El coro iba así: «Para que no quede, para que no quede, de ti ni siquiera el recuerdo». Se acababa la canción. Y así repetíamos esa canción cada domingo, mientras los demás hacían siesta. Luego cantábamos otra o salíamos al Ley a comer helado. Volvíamos casi a las cinco, cuando ya el día se acababa y mis papás estaban listos para irse y decían: «Bueno, nos vamos para misa».
El tiempo pasó, mi hermano y yo crecimos y perdimos la costumbre de cantar con mi abuela. Pero años después, esa tarde que fuimos a despedirnos, la canción salió por azar del estéreo de mi abuela y nos devolvió de forma borrosa a esos domingos. Fue algo corto, que se perdió sin siquiera acabarse la canción, pues pronto, después de recordar por un momento esas tardes, volvimos a otros temas. Regresamos a nuestra conversación de tarde, de esas de las que se componen casi todos los días de la vida. Ese era un día más de la costumbre que habíamos adquirido de ver moribunda a mi abuela: una costumbre adquirida con tanta facilidad como la de cantar los domingos. Y era, por tanto, otro día cuyos detalles podría perder por completo. Los demás días de esos meses, excepto algunos especiales, se empezaban a homogenizar; mi recuerdo de todos se volvía arquetípico; pensar en un día de esos de febrero o marzo era pensar en una idea que tenía de día, en un falso día construido con sobras —una luz, una palabra, una sensación— de los días que sí había vivido y que había olvidado y que he olvidado para siempre. Con ese podía pasar lo mismo. Una canción en medio de una visita tampoco era algo muy extraordinario.
Sin embargo, esta vez, camino a mi casa, mientras recorríamos la inmensa Avenida Oriental, con la cabeza recostada en la ventanilla, pensé más de lo normal en esa visita. La recordé con todos los detalles que podía y, a medida que volvía a ver lo que había hecho hacía menos de una hora, reflexionaba sobre cada uno de esos detalles. Un cuento, una historia, una anécdota, se empezó a escribir en mi mente. No quería perder ese día: lo quería escribir; tenía un impulso, una ansiedad, que jamás había sentido. Cuando entré a mi casa, busqué mi computador, creé un archivo en Word y empecé a tratar de poner las frases que se me habían ocurrido en el carro. Pero, aunque las tenía claras en mí, no era sino que las empezara a teclear para que las cambiara, para que las juzgara y las borrara, para que la escritura se detuviera y se fuera mermando mi impulso vital. Así que traté de no distraerme y de escribir contra todo, de no parar por las correcciones, de rescatar esa visita por encima de todo: de la buena redacción, de la demora necesaria para hacer todas las frases palabra a palabra, de las distracciones que tenía en mi habitación, de la idea de que un escrito sobre eso no valía la pena. Acostado en mi cama con el computador sobre las piernas, escribía por primera vez por necesidad y por amor, y no por ambiciones vanas. No lo hacía como lo había hecho hasta entonces con los cuentos que escribía cada tanto, a los que me entregaba más por el placer de soñar con ser escritor que por gusto por lo que escribía. Ahora era diferente. Cada palabra que ponía me hacía sentir más real esa visita que acabábamos de hacer; recordaba con más claridad y con más nostalgia las tardes de los domingos; amaba con más profundidad a mi abuela. A diferencia de mis demás cuentos, este no era fantasioso ni trataba sobre otras vidas y otros mundos: era sobre mi propia vida, que era más real —o que solo era real— cuando la hacía ficción y la volcaba al lenguaje, que solo era mía en la intimidad de mi alcoba, mi imaginación y mi memoria.
En ese momento intuí por primera vez algo que solo elaboraría mejor después: que si quería ser escritor, quería escribir de momentos como aquellos domingos en que íbamos a almorzar donde mi abuela o como los paseos a la finca de los que siempre volvíamos sanos y salvos. Presentí que quería que mis cuentos e historias dieran la sensación que tenía cuando estaba en el carro durante un paseo a la finca o incluso en los viajes de regreso a mi casa desde la clínica, mientras tenía la cabeza puesta en la ventanilla y veía los carros, los árboles y las calles pasar ante mí con la velocidad y el ritmo de la música que salía del radio del carro. De mi vida aburrida y común, de mi vida igual a la de casi todos los antioqueños, de mi vida que pasaba sentado en mi casa, de esa vida quería escribir. Ni siquiera me interesaba tener muchas experiencias, conocer muchos lugares y hacer muchas cosas: eso no era vivir. Vivir de verdad, tal como lo hacía mi abuela acostada sin moverse de su camilla en la UCI, era sentir y gustar las cosas en el interior. La idea de una vida activa desconoce la idea misma de vida: vivir es observarse. Y la escritura había de ser eso: una forma de mirarse, quizá la mirada misma, mi única posibilidad de vida. Tal vez, ni siquiera había de ser esos hechos o esas vivencias, pues si algo noto cuando releo ese texto que hice ese día, es que lo único que puedo escribir no es lo que quiero escribir, sino el deseo de escribir eso. La ficción literaria es siempre una utopía; es un fracaso y un triunfo: el fracaso de contar lo que no existe (pues el escritor nunca puede alcanzar las otras vidas, siempre vuelve a la suya) y el triunfo de lograr aprehender —o por lo menos de esbozar, de dar una pincelada— lo real que es ese fracaso.
En la distancia que me ofrecía la escritura de ese relato, en la soledad inevitable en que nos encierra el lenguaje, me sentía más real, era de forma más verdadera. Escribiendo, inventando mi memoria y uniéndome a un pasado incierto podía creer que yo era más que un haz de sensaciones en un instante, que aquel niño que ocho años antes se sentaba con su abuela a cantar era el mismo adolescente que después se sentaría a escribir sobre el niño, en quien, sin embargo, pensaría con extrañeza, del mismo modo como yo —cuatro años más tarde— pienso en el adolescente. Porque, aunque sé —o creo saber— que ese viernes treinta de marzo me sentía sobrecogido por lo que hacía, cuando releo lo que escribí soy incapaz de sentirme de nuevo en mi alcoba, de ser otra vez el Simón de quince años. Las palabras que usaba ese adolescente ya no son las mías. Él, por ejemplo, decía ‘Luci’. Ahora yo ya solo soy capaz de decir ‘abuela’. Debo fingir y creer en mi memoria, aunque también hago bien en dudar de ella. Siempre cambia, se transforma y ofrece un relato diferente. El pasado es irrecuperable porque no me pertenece: solo soy este ahora que cree que fue antes y que se entrega a esa mentira para poder vivir o, mejor dicho, para ser ahora. Quizá ni siquiera pueda pretender que sigo siendo el mismo que hace unos meses puso las primeras frases de este relato. Yo soy solo este instante en que pienso las palabras que quiero y debo poner. ¿Y a quién le atribuirán estas páginas en un futuro, cuando otro con mi mismo nombre las relea? Porque la vida seguirá, así como siguió ese día cuando terminé mi relato. Yo soy el que quiere fijarse en estas palabras, pero soy también el que debe terminar ya y seguir y dejarse ir como el río Aures.
Me olvidé del relato —apenas me acordé de él hace poco— y seguí mi vida. Al otro día, mi hermano y yo nos fuimos para Campamento Misión. Durante la semana, llamábamos a mis papás a preguntarles por mi abuela. Pero ellos no decían nada. «Bien, pero todavía en Cuidados Intensivos», respondían siempre. Tuvimos que esperar a regresar. El domingo de resurrección llegamos de Amagá a Medellín a eso de las once. Mis papás nos recogieron en el colegio. En el corto camino a mi casa preguntamos por mi abuela y por si podíamos irla a visitar a las doce. A lo segundo, mi papá contestó que sí. Pero luego respiró profundo, alzó los hombros y, mientras entrábamos al parqueadero de mi edificio, dijo: «Nada bien. Nada bien. El martes pasado le dio una peritonitis a mi mamá». Después contó que, al inicio de la semana anterior, mi abuela casi se había recuperado y los médicos decían que pronto podría volver a una habitación normal. Sin embargo, la noche del martes, a eso de las siete, luego de haberla visto bien en la visita de las cuatro y de decirle a mi abuelo que mi abuela iba muy bien, llamaron a mi papá a pedirle que se fuera rápido para la clínica pues necesitaban su autorización para entrarla a cirugía. La sonda con que la alimentaban, explicaron por teléfono, se había movido y le había hecho un daño en el estómago. Nadie lo esperaba. Mi papá salió de inmediato de mi casa. Sin embargo, cuando entró a la UCI halló a mi abuela viendo las noticias.
—«Qué hubo, mamá. ¿Qué pasó?», le pregunté cuando llegué —contó mi papá—. Ella me movió la cabeza así —él agitó la suya de un lado a otro—, diciéndome que ella no sentía nada. Y yo le pregunté: «Mamá, ¿usted quiere que la metamos a cirugía». Y apenas me alza las manos y me dice que sí con la cabeza, como diciendo: «Pues sí, ¿qué se le va a hacer?».
Así que mi papá firmó la autorización y se la llevaron. Regresó inconsciente horas después. Los médicos le dijeron a mi papá que se fuera porque ella solo despertaría hasta el otro día. Se fue con mi mamá para donde una tía de ella, y en su casa se tomó unos aguardientes. Al día siguiente fue a la clínica pero encontró a mi abuela tal como la vimos nosotros ese domingo, después de que dejamos las maletas en el apartamento y salimos para la clínica. Cuando llegamos estaba despierta, pero, a diferencia de los días anteriores, se notaba cansada y con dolor. En la media hora que estuve, se quedó dormida varias veces sin luchar contra el sueño, como lo había hecho ese treinta de marzo. Era incapaz de sostener la cabeza, tenía los brazos hinchados debido a problemas con la albúmina —o eso creo recordar que ocurría— y casi no veía televisión ni pedía que le pusieran música. La cirugía la había debilitado y aún no se recuperaba de la peritonitis, a pesar de que, por ejemplo, el linfoma ya casi desaparecía y la salmonela ya estaba controlada. Empezamos a ver mi abuela cada vez más cansada. Mi papá nos contó que ya nunca le preguntaba por la finca (de la cual se había encargado él en esos dos meses y medio). Antes se esforzaba por respirar sin el respirador, por estar despierta y enterarse de lo que ocurría en el mundo. Ahora solo luchaba por no quedarse dormida durante nuestras visitas, no tanto por interés en lo poco o mucho que dijéramos, sino por el mero hecho de vernos y por valorar nuestro tiempo. Pero ya no tenía interés. Su mirada se perdía y apenas si luchaba. Los ojos cansados nos confirmaban cada día una verdad que habíamos querido negar por mucho tiempo, engañados por una obstinada esperanza: que mi abuela iba a morir.
Mi abuelo también parecía darse cuenta de ello y, las veces que acompañé a mi papá a visitarlo después de las visitas, apenas alzaba los hombros y decía: «Será esperar». Todos, con las actitudes y reacciones que teníamos, parecíamos creer en nuestro interior que la muerte ya era inevitable. Sin embargo, eso solo lo parece cuatro años después. El tiempo y la escritura, que tienden a ser lo mismo, revisten los hechos con una apariencia de destino; como si desde siempre, desde aquel domingo en que mi abuela terminó de subir las escaleras en su última salida normal a la calle, o incluso desde aquellas remotas tardes en que nos visitaba en mi casa, todo hubiera seguido una lógica secreta para que llegara ese instante en que mi papá se pararía detrás de mi abuelo para informarle que los médicos le habían dicho que ya mi abuela era insalvable. El veintitrés de abril, tras dos semanas de estar peor cada día, de empezar ya no a solo quedarse dormida sino a de verdad perder la consciencia a ratos, llamaron a mi papá de la clínica para ofrecerle los dos únicos caminos que quedaban. La primera opción era pararle todo tratamiento a mi abuela, pues ya eran inútiles, a pesar, sin embargo, de que el linfoma y la salmonela estaban curados. Esperarían a que muriera pronto y le asegurarían no tener ningún dolor. La segunda opción era continuar algunos tratamientos y darle un mes más de vida, también sin dolor alguno.
Sabiendo que mi abuela habría hecho lo mismo, mi papá eligió la primera opción. Eran contados los días de vida que le quedaban. No se podía hacer nada. Lo único que se podía decir era lo que, cuenta mi papá, dijo mi abuelo cuando, esa misma tarde, se encerró con él en su habitación para explicarle —sin las imprecisiones y vaguedades a las que había recurrido en esos tres meses— lo que había decidido con los médicos. «Pues, mijo. ¿Qué se va a hacer? Ya estuvo», dijo mi abuelo, quien de seguro había estado mirando su ventana todo el tiempo y se habría volteado para mirar a su hijo a los ojos y decir lo mismo que —quizá— ya había pensado mi abuela en alguno de sus pocos momentos de consciencia en la clínica. Al igual que su alegría por las pocas buenas noticias, lloraría en silencio. En el almanaque solo pondría el número de días que mi abuela completaba en la clínica. Y cuando esa noche yo fuera con mi mamá a recoger a mi papá, nos recibiría con la mirada iluminada, la sonrisa de los resignados y la tranquilidad de quien lleva mucho tiempo pensando en la muerte. Y es que, cuántas veces, en alguno de sus muchos momentos de soledad, él no debía de pensar en lo posible y en lo cercana que estaba su muerte. Mi abuela siempre lo hizo, desde joven, e incluso siempre conversó del tema con nosotros. En sus borracheras de las navidades o de los paseos a la finca, decía que quería que tiraran sus cenizas al río Aures. Aunque esa es otra historia, de paso he de decir que mi papá cumplió su voluntad y fuimos a tirar sus cenizas al Aures.
Volviendo a mi abuelo, creo que él solo empezó a pensar en su muerte desde su primera pulmonía, que lo debilitó de manera lenta. Ya lo imagino —quizá en alguna de las mañanas que pasaba solo, cuando mi abuela se iba a hacer vueltas al centro— pensando en cómo sería su casa sin él, en cómo viviría mi abuela en su ausencia, en cómo lo recordarían sus nietos. Debía de ver a su casa con el piso libre de su manguera de oxígeno, con su cama tendida y siempre perfecta, con su taller intacto o, incluso, con todas sus herramientas recogidas. Y supongo que imaginaba a mi abuela madrugando sin irle a llevar sus pastillas, así como sin preparar tinto para dos, sino solo para ella. Siempre su muerte antecedería la de ella: y ahora llegaba la vida a decir que no, que era él quien tendría que enterrarla. Y aunque podría decirse que esos tres meses le mostraron cómo sería una vida sin ella, la diferencia entre esos meses y los que siguieron —cuando mi abuela ya hubo muerto— fue la falta de esperanza que lo obligaba a recordarla cada día. En adelante, mi abuelo trataría de sobreponerse a la ausencia irrevocable de ella, y eso implicaría olvidarla a ratos, a ratos muy largos. Así como en la canción que cantábamos los domingos con mi abuela, él fue quemando sus recuerdos de ella, no porque lo quisiera, sino porque no podía no hacerlo, pues así como mi abuela no podía no morir, él no podía no olvidarla. Tenía el deber de vivir a pesar de sus esperanzas desgastadas, de su olvido reconfortante y de su amor eterno a ella. Claro que ese olvido progresivo de mi abuela se compensó con un olvido casi total de sí mismo y de su mundo, pues fue perdiendo la memoria y la lucidez desde que ella murió hasta cuando lo hizo él, dos años y medio después.
Sin embargo, antes de que ocurriera todo eso, mi abuela debía morir, y antes de eso, incluso, eran necesarios los rituales, las despedidas y las promesas que nunca se cumplirían. Esa semana del veintitrés, cuando todo el mundo se enteró de la muerte segura y próxima de mi abuela, a la clínica empezaron a llegar distintas personas para despedirse. Llegaron Inés y Jaidi. Llegaron Rodrigo y Olga, dos sobrinos de ella, hijos de su entonces ya fallecida hermana Mercedes, que vivían en La Ceja. Llegaron Quico y su esposa Rocío, un hermano de mi abuela que vivía en Bogotá. Llegó con ellos el Arzobispo de Ibagué, hermano de Rocío, a hacerle los Santos Óleos a mi abuela. Llegó Manuel, su hermano menor, que vivía en Montería y que fue quien administró la finca de Sonsón luego de que mi abuela muriera. Llegó Patricia, su sobrina venezolana, quien había estado en Colombia en diciembre y se había devuelto a Venezuela pero que, al enterarse de la noticia, tomó el primer vuelo que pudo. Llegó Matilde, una muy querida prima suya que de vez en cuando iba a la finca con mi abuela. Llegaron varias de sus compañeras de un grupo de guitarra al que iba los miércoles. Llegó Marta Vélez, su amiga más especial. Llegaron también varios de los sobrinos con los que ella nunca hablaba y que se aparecieron en esos últimos días solo para ver si podían ganarse alguna herencia. Llegamos mi mamá y yo, para despedirnos por siempre de ella y prometerle que todo iba a estar bien. Llegó también mi hermano, quien esa semana había tenido que irse para un evento del colegio programado desde hacía semanas —él, sin embargo, no pudo volver a verla consciente. Llegó a mi papá a darle los últimos besos, a darle las gracias por la vida y a pedirle que se fuera en paz. Y llegó más gente que yo nunca supe quién era, pero que había conocido a mi abuela. Solo no llegó mi abuelo, que se mantuvo en su promesa de no visitarla, como ella quería.
No obstante, luego de insistirle mucho, mi papá, mi mamá y yo logramos que accediera a hablar por teléfono con mi abuela. El veinticuatro de abril, cuando fui a la clínica con mi mamá, mientras mi papá estaba en la casa de mis abuelos, llamamos por teléfono a mi abuelo, pusimos el altavoz junto al oído de mi abuela, que estaba despierta y medio podía mover la cabeza, y esperamos a que él hablara. Hubo una pausa larga, como todas las de esta historia, luego de la cual mi abuelo tomó aire y dijo, casi gritó: «¡Lucía! ¡Lucía! ¡Negra! ¡Lucía!…». Su voz se quebró y se detuvo un instante. Yo miré a mi abuela, que con los ojos nos indicaba que oía y entendía a mi abuelo. Al rato, él recuperó la voz y volvió a hablar: «Negra, la quiero mucho. La quiero mucho». Y luego no pudo hablar más, pues, contó mi papá, se entregó a llorar en su habitación. Mi abuela movió los labios como para decirle: «Mario, ya estuvo». Y sí: ya había estado todo, y había estado bien. Y ahora solo quedaba el silencio tedioso de amor triste de los últimos días de vida de mi abuela. En esa semana que siguió terminó de perder la conciencia. El domingo, cuando fui con mi hermano y mi papá a visitarla, fue la última vez que la vi viva. Ya solo respiraba y no oía ni reaccionaba al mundo exterior. Sus pulmones, incluso, funcionaban sin el respirador. Su poca actividad hacía que no necesitara nada: se había perdido para siempre y solo quedaba que su cuerpo se detuviera de manera lenta.
Aunque tampoco era su cuerpo el que había de detenerse, pues la enfermedad lo había moldeado y desfigurado, y era un cuerpo ajeno. Con los años, mi abuela había hecho de su cuerpo, bajo y delgado, un vivo reflejo de lo que era. Sus pies eran duros y flexibles, formados desde su niñez en muchas correrías por su finca. Ahí estaban los rezagos de las muchas veces que había atravesado el Aures saltando de piedra en piedra, al tiempo que se dejaba mojar por su agua helada. Y en sus piernas, a su vez, estaba la fuerza de las caminatas por los abandonados caminos de los arrieros, que aún sobrevivían en las montañas de su finca y sus alrededores. Sus piernas eran las tardes en que salía a caminar con mi abuelo, cuando eran novios y se sentaban sobre las cercas de los potreros, sobre troncos delgados pero firmes, para descansar y mirarse sin sospechar que pasarían su vida juntos. Y sobre sus piernas, su vientre destruido por la cirugía de peritonitis era el mismo en que había llevado a mi papá, donde lo había cuidado y lo había hecho crecer con la misma fertilidad con que hacía crecer sus matas. Su vientre, que se abultó con la vejez, era el mismo que, de niños, mi hermano y yo abrazábamos mientras nos escondíamos detrás de sus piernas para ver a mi abuelo subir asfixiado las escaleras, cuando llegaba de jugar billar en Belén. Y sobre su vientre estaban sus senos pequeños, con los que también había alimentado a mi papá del mismo modo en que lo hacían sus vacas con sus terneros. Siempre siguió la fertilidad de la naturaleza, con la que nunca trató de luchar y de la cual, por el contrario, quiso llenarse siempre, para que cuando muriera fuera una sola con sus montañas, que en verdad no eran suyas, sino de todos.
Por eso siempre pensó que lo más noble que había era usar los brazos para trabajar la tierra, no con máquinas ni con ánimo de lucro, sino solo con amor por ella, pues amar la tierra era amar la vida, y si algo amó mi abuela, más que a su hijo, a su esposo o a sus nietos, fue a la vida misma: una vida que miraba con sus ojos color miel, que se veían cansados cada tarde cuando volvía a su casa después de hacer vueltas en la calle, o cada vez que regresaba de una caminata por la finca y que le pedía a Aleida un tinto para refrescarse; una vida que narraba cada noche, sentada en la cocina de la finca, con una ruana encima. En esos relatos ponía todo lo que era: se paraba, hacía mímicas, dramatizaba su pasado. Su cuerpo era amor puro. Nada distinto a eso. Seis meses demoró la muerte en acabarlo, desfigurarlo y volverlo un amasijo de huesos y piel seca, un muñeco inerte que nunca más pudo volver a ser. Se ha perdido para siempre. Ni siquiera estas palabras pueden ser ese cuerpo, pues también el lenguaje es cosa inerte: lo que de verdad habla son las guitarras, los tintos y los cigarrillos. Y ya nada de eso está: solo está mi lucha inútil con las palabras, mi obstinación tonta en recordarla y en creer que escribiendo puedo tenerla a ratos conmigo.
Pero ella ya se fue y no va a volver. Se fue, para siempre, el miércoles dos de mayo de 2012, a las 9:41 de la noche. Estábamos en mi casa, haciendo lo de cualquier noche, cuando de la clínica llamaron a mi papá a decirle que mi abuela tenía los signos vitales muy bajos. De inmediato mi mamá, mi hermano y él se fueron. Yo me quedé en mi casa, pues no me interesaba verla morir. Me quedé con Gilma, una tía de mi mamá que se había fracturado un brazo y que por esos días se quedaba en mi casa. Ambos nos sentamos en la pieza de mis papás a esperar la noticia de la muerte. Por fin, a las 9:52 —recuerdo bien la hora que aparecía en la pantalla luminosa del teléfono— mi mamá llamó a avisarnos. Acepté el hecho con calma. Me mentí diciéndome que ya lo había llorado en los días anteriores y que ya lo había aceptado. Sin embargo, cuando casi media hora después llegué a la UCI y vi el cadáver de mi abuela, lo único que pude hacer fue darle una última mirada y salir a la sala de espera, donde arranqué a llorar sin aceptar el consuelo ni el abrazo de nadie. Se había ido para siempre: había muerto, a pesar de que había dado todas sus fuerzas para recuperarse. Y ya nunca me volvería a hablar ni a contar; ya nunca tendría sus historias y sus frases ingeniosas; ya nunca nadie me diría ‘Gordo feo’, ni a nadie yo le volvería a decir ‘Luci’. Su boca había sido cerrada con unas vendas para que no se abriera y así se mantendría para el resto de la eternidad: callada, inexistente. Ahí, tirado sobre una mesa metálica, su cuerpo amarillento e inerte mostraba sin atenuantes toda su muerte; carecía de todos los adornos que en los funerales permiten no pensar en todo lo que significa morir y que invitan al recuerdo y a la esperanza en una falsa vida futura.
Pronto los de la funeraria recogerían su cadáver y lo echarían desnudo en una funda negra. La habitación en que había pasado el último mes y medio quedaría vacía, sin ninguno de los aparatos que la habían mantenido viva. Pero eso solo sería por unas horas, pues luego llegaría otro enfermo a ocuparla, a prepararse para su muerte, y en la clínica se olvidarían de mi abuela. Todos lo haríamos: el tiempo reanudaría su marcha después de los días de duelo, y nuevas alegrías y nuevos amores harían vivible la vida. En mi caso, tendría que esperar a que la vida y el tiempo, por sí solos, sin que yo los forzara, me alejaran lo suficiente de ese día para poderlo escribir, es decir, para cumplir la promesa que me hice esa noche, cuando me senté a llorar en la sala de espera: que escribiría su historia, que siempre me habitó y que me seguirá habitando, pero que solo he podido rescatar una vez: esta vez. Escribir para amarla, para contarle lo que no le conté en tantas tardes, para recuperar aquello que me contó sin que le prestara atención.
Decidí escribir una historia que, sin embargo, no acababa de acabarse cuando me propuse contarla por la mera necesidad de no perderla. En mi abuela, en su energía y en su voz, estaba la esencia de lo quería ser y hacer. Al mismo tiempo que estaba en las sillas de la sala de espera, mientras sentía en mi pecho a mi abuela más viva y presente que nunca, mi papá salía de la clínica para informarle a mi abuelo la noticia. Cuando llegó a la casa de sus papás, luego de subir con más determinación que nunca las escaleras, encontró a mi abuelo aún despierto, como si hubiera presentido que esa noche no debía dormirse tan temprano —aunque, para hacerle justicia a la realidad, esos días mi abuelo había empezado a trasnochar, agobiado por el insomnio—. Supongo que desde que sintió que alguien subía las escaleras y abría la puerta de su casa, mi abuelo debió de haber sabido que solo podía ser alguien que fuera a darle la ya esperable noticia de la muerte de mi abuela. Mi papá lo vio en su cama sentado, con la piyama. «Mijo, ¿qué pasó?», cuenta que le preguntó mi abuelo. Era una pregunta inútil. Mi papá se sentó a su lado y lo abrazó. Los brazos del viejo, arrugados y huesudos, temblaron cuando sobaron la espalda de su hijo. Y así se quedaron un rato. Mi papá, con la cara enrojecida y sudando; mi abuelo, con los ojos quebrados como cristales, brillantes como los ya cerrados de mi abuela, buscando en el aire, en esa habitación que había construido con ella hacía casi treinta años, el rostro perdido y cada vez más olvidado de su negra.
Lo debía de buscar como hacía en las borracheras, cuando giraba su cabeza para ver dónde bailaba ella sin él. Borrosa, su cara debía de aparecérsele como la de un fantasma. Pero debía de aparecérsele una cara que nunca tuvo, una en la que se juntaban todas las de todos los años: la de la muchacha pelinegra que había conocido por azar en un bus y que le habían presentado en un matrimonio; la de la mujer que tuvo a su primer y único hijo; la de la mujer con unas pocas y primeras canas con quien se devolvió a Medellín luego de haber vivido doce años en Cali; la de la mujer con más canas y más arrugas que lo había acompañado en su pulmonía; la de la mujer que lo esperaba al final de la escalera cuando llegaba asfixiado de Belén; la de la mujer que volvía sudando de hacerle sus vueltas cuando él ya no podía salir; la de la vieja que —a pesar del dolor del linfoma— se levantaba cada mañana a hacer café; la de la moribunda de dolor que vio alejarse por la calle el diecinueve de enero. Y a ese rostro, hecho de muchos instantes de muchos días olvidados, construido por su imaginación y su memoria defectuosa, debió de haberse entregado toda esa noche, luego de que mi papá lo dejara al cuidado de Marta Vélez, que esa noche también lo acompañaba. Esa noche anotó en el almanaque: «Lucía murió». Era el día ciento cinco.
Mi abuelo apenas durmió. Mi papá y mi hermano estuvieron en vela toda la noche. Solo yo descansé. Al día siguiente, muy temprano, nos alistamos para ir al velorio, que era en Campos de Paz. Llegamos donde mi abuelo, que ya se había puesto su mejor ropa. Apoyándose en mi hermano y en mí, mi abuelo bajó uno a uno los escalones de su casa. Temblaba, pero trataba de sostenerse lo más fuerte que pudiera, de bajar con todo su honor. La escalera se hizo de nuevo eterna, ya no imposible de subir, sino de bajar. Tardamos casi diez minutos, pues mi abuelo se detenía para tomar aire. Bajó tranquilo y estuvo calmado en el camino al cementerio. Pero al llegar, cuando vio el ataúd cerrado dentro del cual yacía mi abuela, se le tiró encima, forzando incluso su manguera de oxígeno a estirarse más de lo debido. Abrazó la madera y se aferró a ella por un rato largo. Ahí acababa su vida con ella y eso sería lo más cercano que volvería a estar de ella, o al menos de lo que podía asociar con su vida. Luego, en silencio se separó y se sentó en una silla junto al ataúd, de la que no se movió en todo el día.
Veló a mi abuela como un caballero que vela armas, lo cual no es una comparación insulsa si se piensa que, en los últimos años, mi abuela había sido todo para él, su único y verdadero bastón vital. Durante el día, mucha gente distinta se acercó para darle pésames, falsos y sinceros, que él recibió con gratitud pura, sin importarle si eran por compromiso. Recibió varias llamadas de aquellos que no podían ir al velorio, como Carlos y Aleida, los mayordomos de la finca. Rezó varios rosarios, acompañado de un séquito de viejitas amigas de mi abuela. También se dio lugar para la alegría. Contó más de una anécdota feliz de sus cuarentaisiete años de casado. Más de uno se acercó a intentar consolarlo con un: «Por lo menos Lucía descansó». A esos mi abuelo les respondió siempre: «Sí, y se murió enterita». Al final del día, cuando se acababa el velorio y llegaba la hora de la misa final, mi abuelo había reído tanto como había llorado, sin ocultar su tristeza, pero sin querer negar que, de esos cincuenta años con mi abuela, casi todos habían sido felices. Si la muerte era inevitable, reírse de ella, recordando la vida con alegría, era la única forma de ser libre de ella, de no dejarse esclavizar por la idea de que tarde o temprano había de llegar.
Poco antes de las cinco, la gente empezó a irse de la sala de velación para la iglesia de San Joaquín, donde se le daría la última despedida a mi abuela. Había una misa. Yo me fui con mi hermano y mi abuelo, y nos sentamos juntos en la iglesia. Varios amigos míos y de mi hermano fueron a acompañarnos. Fue una misa solemne, en la que yo no hice sino llorar y durante la cual mi abuelo me puso la mano en el hombro para calmarme. Mi papá leyó un discurso para recordar las distintas facetas de mi abuela. Hizo un recuento de su vida y de esos tres meses de enfermedad. Mientras lo hacía, yo pensé en la forma como se habían ido los años. Los primeros, los que pasaban sin tragedia alguna, los que eran solo costumbre, habían pasado rápidos e inadvertidos: cada navidad no tardaba en ser reemplazada por otra. Eran años a cuyos detalles no les había prestado mucha atención, que habían corrido de domingo en domingo, de visita en visita, de ida en ida a la finca; todo eso sin que lo notáramos. Mi abuelo había dejado de salir a la calle, pero de una manera lenta, lenta lo suficiente como para que nos acostumbráramos a solo verlo en la casa, resignado a que su mundo terminaba en la ventana de su alcoba. Pero el tiempo se había ido acumulando sobre nuestra espalda. Con toda su pesadez, se había hecho pasar por ligero en rutinas que se transformaban en otras rutinas, en días que se repetían tanto hasta hacerse por completo diferentes entre sí, en los esfuerzos que cada uno hacía por perseverar en lo que era. Y, de pronto, no fue sino que mi abuela dijera un domingo, después de subir la escalera de su edificio, que tenía un dolorcito en la pierna. Los meses que siguieron se volvieron más largos y pesados, como el linfoma. La conquista alegre de la vida al final del día se volvió en nuestra única regla moral. La ligereza de los días de antes, de los días alegres, se fue, y esos días se convirtieron en recuerdos que se acumulaban en cada visita a mi abuela. Los años no habían pasado en vano. Y ahora esa intensidad y pesadez de esos meses amenazaba con volver a su ligereza, a su engaño de eternidad. Cuando acabara la misa, la vida volvería a su normalidad y a su apariencia de que nada la amenazaba y de que era eterna.
Y, sin embargo, eterna sí era la vida. Lo era como la canción que cantaron al final de la misa. Mientras sacaban el ataúd de la iglesia, escoltado por mi papá, la cantante que habíamos contratado cantaba esa vieja canción de Juan Gabriel, casi siempre cantada por Rocío Durcal, que a mi abuela le fascinaba: Amor eterno. «Amor eterno e inolvidable. Tarde o temprano estaré contigo para seguir amándote», decía. Mientras oía la letra de la canción, que yo desconocía, y caminaba también hacia la puerta de la iglesia, pensaba que todo lo ocurrido, que tantos años tan felices, era fuerte lo suficiente como para no morir con mi abuela. Miré a mi abuelo, que se había quedado en su banca, y pensé que ella vivía en él, así como creía que lo hacía en mí. Pero pensé también que si la vida era eterna debía soportar también al olvido. Porque lo eterno de ella no estaba en los milagros de la memoria, sino en los instantes en que había sido superior al tiempo, como en aquellas fiestas en la casa de Hernando Restrepo, en las cuales se habían enamorado, cuando los dos se buscaban por una cancioncita que empezaba a sonar por azar de la guitarra de alguien. Entonces, cuando recordé esa canción, me di cuenta de que ella acontecía en esos minutos finales de la misa. Aunque no sonaba en la iglesia, sí sonaba en mi interior, y yo creía que también lo hacía en el corazón de mi abuelo. «Linda, mi negra, dónde andará. La han visto a mi negra, la han visto llorar. Si mi negra llora, le han pagado mal. Déjenla venir llorando, que yo la iré a consolar (…) Jamás habrá quien la quiera, menos quien la quiera igual». Imaginé la mirada de mi abuelo, ya calmada ya feliz, sintiendo dentro de él que sus años se surrunguiaban como esa canción. La había encontrado, a su negra, estaba ahí junto él o, mejor, en él: era él. En eso había consistido todo. Y, entonces, mi abuelo debió de haber suspirado, y esta historia acabó del mismo como empezó: con un suspiro largo, acompañado del recuerdo de una canción surrunguiada en el que podía y puede caber la vida.
Marzo de 2016
Mi abuela en la finca: es la imagen que más recuerdo de ella
He terminado de leer el Purgatorio. Así como Dante se separa de Virgilio al final de esta segunda cántica, aquí también me separé de la guía de Carolina, pues, salvo por los primeros cantos del antepurgatorio, no estuve en las sesiones en las que lo trató. Mientras lo leí tuve siempre la sensación de estar demorándome de más, de que este canto me tomaba más tiempo del que me tomara el Infierno. Creía que llevaba un mes en él. Cuando lo acabé me di cuenta, sin embargo, de que me había demorado unos quince días, más o menos lo mismo que con el Infierno. El tiempo se había dilatado más en los primeros cantos que en los últimos, que leí, como diría Dante respecto del rostro de Beatriz que lo guía en la virtud, prendido de sus versos, tal vez en uno de los pasajes más emocionantes y absorbentes, evidentes, de la literatura.
Digo esto porque, cuando me sentía frustrado por mi propia lentitud, mi consuelo era pensar que ese era el efecto inevitable del poema. Dante ve y nos hace ver, pero, mediante la fuerza de su composición poética, nos hace vivir y viajar con él. Y el camino por el Purgatorio es, como se sabe, más largo que por el Infierno. Se tarda tres días y medio. Dante duerme y, sobre todo, sueña. Es además una montaña empinada, situada en las antípodas de Jerusalén.
Para hacernos ver un lugar, Dante crea una específica sensación de tiempo: la de la espera. Eso es lo que habrá de quedarme incluso cuando olvide todos los detalles de los cantos. Es inevitable, pero es también el arte de los mejores escritores: hacernos sentir un modo específico del tiempo. El Infierno está entre el instante y la eternidad: los horrores se suceden sin cesar, Dante los ve de pasada, pero se renuevan perpetuamente para los condenados. Todas las imágenes se coexponen, y por eso ocupan un lugar tan especial en nuestra imaginación.
En el Purgatorio no sucede así. Allí se sufre, pero no se muere, como le dice Virgilio a Dante sobre el fuego que purifica la lujuria: se espera, se purga, se va lento. Aunque abundantes, en especial al final, hay quizás menos imágenes y, si se quiere, más pensamientos, que son también imágenes, pero de las que forma la poesía para explicar un concepto o una idea; es decir, de las que compone el que ha regresado del viaje y, ahora más introspectivo, intenta explicarnos lo que allí vio. Las imágenes aparecen espaciadas, pero este espaciamiento es el del camino que va forjando el caminante, el de su propio tiempo al pasar. Es el tiempo el que nos separa de las cosas, que incluyen a Dios y el Cielo. Pero el paso —o la huida, como dice Dante a veces— del tiempo no es siempre igual. Hay muchas sensaciones al respecto. Una de las descripciones y reflexiones más logradas está en el canto IV:
Cuando un gozo o dolor nos sobrecoge,
haciendo que una facultad de él penda,
el alma, que sobre ésta se recoge,
parece que a otra facultad no atienda;
y esto niega al error que admitir osa
que más de un alma en nos su luz encienda.
Por eso, cuando el hombre oye o ve cosa
que hace presa en el alma de esta suerte,
no ve que el tiempo pasa y no reposa;
porque una facultad el paso advierte
del tiempo y otra embarga el alma entera:
libre, aquélla; ésta, atada en lazo fuerte.
Y como este pasaje podemos citar otros en los que Dante atiende a la forma en la que se siente el tiempo, que está condicionada, como se ve en este pasaje, por el placer. Hay siempre un tiempo externo, el que nos indica astrológicamente, y un tiempo interior, el de su subjetividad. Es un precursor de la filosofía moderna en este sentido. Al observar su interioridad, Dante también mira su tiempo, y lo despliega en la sensibilidad —en algo que puede ser sentido, que se da a sentir en las facultades mismas, como en los versos citados—, la memoria —tanto en los recuerdos de su viaje como en los recuerdos que intervienen en su viaje— y el pensamiento —siempre en torno a la fugacidad y la eternidad—.
En los tres casos, se trata de plantear la experiencia como resultado de un tiempo que transcurre en nosotros y en el que transcurrimos, de un despliegue temporal del ser que a su vez da lugar al lugar. Lo que hace que exista el Purgatorio es que el hombre debe purgarse, debe tener la experiencia purificadora que no es otra que la del tiempo.
Así las cosas, el arte del Purgatorio para recorrer el Purgatorio está en cómo puede el alma poética llevar a cabo la experiencia, y vivir y producir el tiempo necesario para alcanzar lo que se le aleja: esperarlo, pero, en la espera, acercarse. Todos los que purgan, igual que Dante, buscan el Cielo. La esperanza engendra un tiempo para ellos: como los vivos, a diferencia de los condenados, aún tienen futuro. Pero este no es algo vacío, indeterminado, sino que tiene un contenido: algo que esperan y anhelan los que van subiendo el monte santo.
Esto implica mirar lo que se aleja (el objetivo u objeto) y disponer el modo de alcanzarlo, esto es, el movimiento del alma hacia su anhelo, al tiempo que debe explicarse cómo es posible ese movimiento. De eso se trata el Purgatorio: de producir y reproducir —en la rememoración— un movimiento del alma que, como no está condenada, se dirige al Paraíso, bien sea el alma de Dante, aún vivo, o de cualquiera de los penitentes, ya muertos. Es este movimiento el que produce la sensación de tiempo, la espera. Y en esto radica lo que más me inquietó del Purgatorio, lo que he tratado de exponer de distintas maneras: la producción del tiempo —que despliega el tipo de experiencia que tiene Dante— por el deseo.
Dante serviría para elaborar una crítica a Kant: la forma del tiempo, la intuición pura, no está solo en la estética de la experiencia posible, sino que ella misma tiene su génesis, su producción, en la facultad de desear. Aunque quizás no sea tanto una crítica, sino una invitación a leer con más atención cómo la imaginación y la intuición libres, que Kant va intercambiando en la Crítica del Juicio, tienen no solo su génesis, sino que —en el Juicio, por el sentimiento de placer o displacer— hacen posible el sentimiento de lo bello. Sigamos.
El Purgatorio es el lugar en el que el hombre conoce el deseo. Purgarse es entrar en el propio deseo, pero esta propiedad no es la particularidad, sino de la universalidad, es decir, del deseo que le es propio como ser humano, esto es, como criatura o hijo de Dios, que no elimina, sin embargo, la singularidad de cada alma. El ascetismo del Purgatorio no es una eliminación del deseo o el placer, sino una aclaración del mismo.
Pensemos esta claridad en varios sentidos. Es lo claro de la idea, del conocimiento que adquiere el hombre. Es la autoconciencia. Es conocimiento de sí: es la claridad del escalón en el que Dante se refleja al entrar en el Purgatorio. Es todo un proceso por verse a sí mismo, que empieza cuando Virgilio, instado por Catón, le limpia a Dante el rostro con un junco que deja a Dante ver cómo ha salido del Infierno: «así, al lavar, me puso al descubierto/el color que el infierno me ocultara». Pero al final ya no es limpiado por una planta, sino que Dante mismo es la planta que florece en el jardín del edén: «Yo regresé de la santísima onda/ nuevo como las plantas cuando ellas/ han vuelto a renovar su verde fronda/ puro y presto a subir a las estrellas».
La claridad del conocimiento es también la claridad del agua o, en este caso, de los ríos del jardín del edén, al final del Purgatorio:
Las corrientes más claras de este mundo
turbias son al par de ésta, que ninguna
turbieza esconde en su caudal profundo;
Si bien, aunque relimpia, corre bruna
bajo sombra perpetua, que ni un rayo
permite entrar del sol o de la luna.
Estas aguas sin turbiezas son también las que limpian el alma. Y limpiar significa aquí devolver al alma al deseo que sí la mueve, no a sus desvíos o distracciones. El alma se hace consciente de su propio deseo porque no se pierde en falaces objetos, en espejismos, sino que sigue sus verdaderos objetos, sus espejos —los que la reflejan tal como ella es y ha sido creada por Dios—. De ahí la importancia de la teoría del deseo que le expone Virgilio a Dante en el canto XVII:
Y siguió: «Ni a creador ni a criatura
el amor faltó nunca, ya instintivo,
ya electo: una verdad que sabes pura.
El primero es a todo error esquivo;
mas triple error admite el otro aspecto:
tender al mal, ser falto o ser excesivo.
Mientras que al Sumo Bien tiende directo
y ama el bien secundario con mesura,
no puede perseguir placer abyecto;
mas si se tuerce al mal o desmesura
pone, en menos o más, a su querencia,
contra el propio Hacedor obra su hechura.
De aquí debes sacar en consecuencia
que es el amor de la virtud semilla
y de cuanto merece penitencia.
Acto seguido, Virgilio explica los distintos pecados (soberbia, envidia e ira) según la desviación del amor que les corresponde (el mal, el exceso o la falta). Como todo cuanto hay, el hombre es también movido por un amor, por el deseo, pero puede moverse a lo que se desvía de su verdadero objeto, el Sumo Bien. Las leyes tienen incluso sentido como formas terrenales de conducir al hombre en su deseo. Dante ya ha descubierto el principio del placer de Freud, pero también el principio de realidad, sin el que no hay vida social. Del alma dice:
Nace inocente y al saber ajena;
mas, dócil a su autor alegre y bueno,
corre hacia lo que de placer la llena.
Busca su goce en todo bien terreno
primero y, engañada, a ese bien corre
si no tuerce su impulso guía o freno.
A la la ley como freno, pues, se acorre
y al rey cual guía, que avizore, erguida,
de la eterna ciudad siquier la torre.
Purgarse es redireccionar el deseo, pero no se trata de cambiarlo, sino de clarificarlo. Y es lo que ocurre al final, cuando Beatriz reprende a Dante por haberse desviado de ella en otros amores. Sus pecados son todos de turbiezas que le hicieron olvidar el deseo por el Sumo Bien, que guardaba Beatriz. Pero su presencia logra recordarle el deseo que ha habido siempre en él, y por tanto la posibilidad de la gran satisfacción que le espera al final del Purgatorio. Dice Dante de sí:
Y el alma mía, que ya hacía tanto
no sufrió, temblorosa, en su presencia
del estupor del dolorido encanto,
sin tener de los ojos de la evidencia,
por fuerza oculta que no hay quien resista,
sintió del viejo amor la gran potencia.
Y luego Beatriz le dice: «¿Cómo osaste subir esta pendiente?/ ¿No sabías que aquí es feliz el hombre?». Es una pregunta plena de sentido: ¿cómo puede el alma enturbiada saber que hay una felicidad que no se corresponde con su objeto falaz o, como le dice Beatriz, con los objetos cuyas promesas no cumplen? ¿Cómo puede el sujeto, a pesar de su entrega a falsos placeres, reencontrar el objeto del deseo, el del placer completo, y esforzarse en él, como hacen todos los que están en el Purgatorio?
Con aquello que les permite estar en él y no ser condenados al Infierno: con arrepentimiento.
Contra la retahíla que ve la culpa y el arrepentimiento como dos elementos despreciables del cristianismo, Dante sabe ver su valor. Arrepentirse es sentir el dolor de sí mismo por lo hecho. Pero no es un simple dolor con el que se condena algo que, si no lleváramos las ideas de la culpa, no nos causaría ningún problema. Es un dolor inherente al pecado, que surge cuando su placer se revela insuficiente. Es un signo de un exceso del deseo respecto a la poquedad de aquello que lo satisface. Es un vacío en el objeto, pero una abundancia en el sujeto, que no es capaz de salir de sí mismo. Incluso si el pecado parece una entrega a lo que llamamos mundanidad, implica una ruptura radical del hombre con el mundo, una imposibilidad de sumergirse en él: es una soledad, un extravío en una selva oscura. El condenado al Infierno se mantiene pleno en la fuerza de su querer. Quiso el pecado y no pudo querer nada más. Su condena es un deseo fijo e inmóvil, y por eso mismo insatisfecho, como dice Virgilio de los que están en el primer círculo. Esa es su eternidad. Es la razón de que no conozcan el tiempo: porque el deseo no puede cambiar, no puede producir lo diferente de sí mismo.
Solo el arrepentimiento puede «descongelar» el deseo, hacerlo fluir: «el hielo que apretaba mi alma estrecho/ agua se hizo y vapor, y con gran pena/ por boca y ojos me salió del pecho». Al volver a correr como un río claro, el deseo puede buscar un nuevo objeto, así como examinar el que antes buscaba y, mediante ese examen, que es la autoconciencia o la culpa, descubrir la posibilidad de un placer superior, de la beatitud (la que da Beatriz). Al arrepentirse, el alma conoce su deseo, su desvío, pero puede convertir su mayor dolor en el testimonio del mayor placer.
De ahí que sea el dolor el que haga caer a Dante en el Leteo («El dolor fue en verdad tan excesivo/ que en desmayo caí; del accidente/ razón dará la que le dio motivo»), el claro río que elimina el recuerdo del pecado, es decir, que hace imposible volver a desear el espejismo. Para decirlo con el lenguaje del eterno retorno de Nietzsche, es el Leteo el que selecciona lo reactivo, lo que no puede volver, lo que no puede afirmar el deseo, sino que, por insuficiente, niega la naturaleza misma del deseo, que busca siempre lo suficiente, no lo carente, esto es, lo pleno. Y es el río Eunoé el que le recuerda al alma el bien que ha hecho, es decir, lo que hace que vuelva lo activo, lo que ha mantenido el deseo en el Sumo Bien, en lo que no es carencia, sino completitud, producción pura. La suficiencia no es moderación sin más: es la negación de toda carencia, pues solo en lo carente tiene sentido algo como el exceso, que es otra cara del pecado.
Purgado el hombre, purificado el deseo, podemos entonces acceder al goce eterno, esto es, el Paraíso. El deseo se despliega con toda su fuerza, sin interrupciones ni carencias, sino en la permanencia, confundido con la totalidad del tiempo o de la duración interior del ser. Esta es la clarificación: convertir el tiempo en eternidad, mediante lo que produce el tiempo mismo, a saber, el deseo.
Cuando clarificamos el deseo, podemos volar. A medida que Dante sube el Purgatorio y que el camino se va haciendo menos empinado y difícil, descubrimos que todo se trata de alcanzar el vuelo. Desear es volar, pero no lo hacemos porque aún no hemos conocido nuestro propio deseo. Habitamos la Tierra, o la tierra, porque no volamos. Pero el ángel dice: «oh humana grey, para volar nacida,/ ¿por qué a un soplo de viento en tierra tocas?». Y completa Beatriz:
Hace casi un mes terminó el curso de Carolina y yo seguí leyendo a Dante. Volví a empezar el Infierno, en la edición que me regaló un buen amigo que tomó conmigo el curso, y apenas ayer lo acabé. Para no dejar el camino empezado, quiero escribir algo sobre mi lectura —sobre el poema hay muchos y mejores análisis—. Fue una lectura difícil por las formas sintácticas poco habituales del poema, pero también por el vocabulario y las referencias de Dante.
Como todos los textos que escribí durante el curso, avancé en el poema a altas horas de la noche, las cuales, en este caso, deberíamos llamar horas bajas, pues fueron horas infernales, las últimas del día y de la Tierra, por las que no hacemos más que descender de oscuridad en oscuridad. El Infierno también era oscuro y duro para mí. El paso por cada terceto me exigía también detenerme y preguntarle a Dante qué o quién había en él. Pero, cuando me hablaba, no me alegraba por sentir la familiaridad de la propia lengua, como les pasa a las almas condenadas.
O no al principio: sabía que era mi lengua, pero encontraba en ella palabras desconocidas, nunca leídas u oídas, y debía interrogarlas para hacer trasparente el texto. A la vez, todas las palabras extrañas usadas por los traductores me hacían alegrarme de mi propia lengua, que reconocía, por lo mismo, mayor que yo mismo, capaz de expresarme en formas que yo aún no he descubierto, gracias a las que sé, sin embargo, que soy más de lo que crea que soy: que soy más que mis pecados. Y ahora quiero explicar por qué la alegría por mi lengua es la alegría por mi ser. Del Infierno de Dante he salido alegre de mí mismo.
Dante es reconocido por su lengua. Que el Infierno parezca solo lleno de florentinos y personajes grecolatinos tiene en ello su explicación: es lo que Dante puede oír en medio del caos. Es lo que ha leído y oído en su vida. El Infierno es un bullicio eterno, un ruido sin fin en la oscuridad:
Diversas lenguas, ayes y querellas,
palabras de dolor, acentos de ira,
voces roncas, con palmas al par de ellas,
hacen un gran tumulto, que se estira
por el aire siempre hosco, cual la arena
que al son del viento en torbellino gira.
¿Por qué hay entonces poema y no bullicio? ¿Por qué versos en lugar de ayes? ¿De dónde vienen las palabras que el poeta puede llevar a sus cantos? De la lengua en la que Dante oye hablar a los condenados, que pueden, al descubrir un vínculo común, contarle su historia. Aunque el Infierno sea el lugar sin esperanza, Dante la lleva en su paso y la provoca gracias a su «hablar honesto» («vivo ten vai così parlando onesto»), como le dice Farinata en el canto X, cuando llegan a las tumbas de los herejes.
Y debo detenerme en esta palabra: Farinata califica de «honesto» el hablar de Dante justo después de que Virgilio, que conoce y se mete en el pensamiento de Dante, acusa a Dante de estar ocultándole un deseo, además de haberle hecho una pregunta. Virgilio advierte en Dante no un hablar, sino un callar o un hablar poco. Pero Dante le dice: « “Nada oculto, señor, si no es por esta cosa”, le respondí, “de hablar prudente, como más de una vez se me amonesta”» o «Y yo: “Querido guía yo no escondo nada en mi corazón, solo hablo poco, como tú mismo me has recomendado”».
De inmediato habla Farinata. Y con esto Dante nos ha dicho casi todo lo que deberíamos pensar acerca de la relación entre la lengua y la verdad. Virgilio ha acusado algo que no se dice, que se oculta: un deseo que acompaña una pregunta, que es a la vez la petición de que algo se desoculte y se muestre. Es el deseo sobre lo que el hombre puede mentir, pues son deseos los que hay en su interior. Incluso cuando ocultamos un pensamiento, este no es otra cosa que un querer. Pero este canto se trata no de ocultar, sino de desocultar: de abrir las tumbas y saber qué o quién hay adentro —qué hay dentro de Dante—.
Virgilio empieza por pedirle a Dante que se abra, y su seguidor quiere probar que no está ocultando nada, sino que es, al contrario, prudencia o hablar poco. Y para eso no calla, no muestra la trasparencia de su callar, sino que habla: es mediante el habla que puede exponer, develar, lo que hay en él. Ese es el primer momento de la honestidad: que Dante exprese su deseo o su falta de él. Es destaparse en su tumba. Pero la manera de expresarse implica una segunda honestidad: que hable en su propia lengua, que es la que reconoce Farinata cuando le dice: «Toscano que recorres, aún viviente, del fuego la ciudad con porte honesto, en este punto, por favor, detente» o «Oh toscano que vivo te paseas por estos fuegos con tu hablar honesto, haz el favor de detenerte un poco».
Pero esto no es solo un apunte geográfico o lingüístico, como el de un antropólogo infernal que reconociera una lengua en la selva. En medio de la oscuridad, desde su tumba, Farinata ve a Dante mediante su lengua: el toscano lo manifiesta y lo expresa, bien en su deseo, bien en la historia que lleva en él (que es también deseo). Por eso agrega: «De tu hablar aparece manifiesto que en una noble patria eres nacido a la que acaso resulté molesto» o, la traducción que más me gusta para esto, «Tus vocablos traslucen claramente que eres hijo de aquella noble patria para la cual sin duda fue nocivo».
Dante es honesto porque habla en su lengua. Y la lengua es primero una forma de manifestar y hacer trasparente algo. Antes que engañar, la lengua sirve para mostrar y exponer. Pero no cualquier cosa: al hablante en sí mismo, que es una interioridad que debe expresarse. Tanto más nos expresemos, más verdad tendremos al hablar; menos ocultaremos y menos nos encerraremos en la tumba en la que el hablar deshonesto —como la herejía— nos esconde. No es casualidad que la herejía consista en negar el alma: es justo el alma la que se manifiesta en la lengua cuando habla honestamente. Y hacerlo es no solo decirse a sí mismo, sino decir el propio deseo. La lengua vulgar es honesta porque es la lengua del deseo —o, como dice también Dante, la que la amada puede entender—.
Como es la lengua del deseo, de la lengua vulgar viene también esa esperanza de los condenados cuando, por un instante de la eternidad, oyen a Dante pasar cerca de ellos. Esta esperanza hace parte de que el poema se llame Comedia. A diferencia de la Eneida, que Virgilio llama «mi alta tragedia», la Comedia está escrita en lengua vulgar. Y dice Abilio Echeverría, el autor de una de las traducciones que cito: «En Dante, la tragedia se caracteriza por el estilo alto y noble; la comedia, por el estilo humilde y sencillo: clasico, aquél; vulgar o popular, éste». Para seguir la distinción conocida de Aristóteles en la Poética, no es un poema sobre héroes o almas nobles, como los reyes tebanos, sino sobre él mismo en su pura humanidad, sin la dignidad de los reyes, que solo les pertenece a unos pocos. Ese es el sentido de la comedia.
La lengua vulgar es en cambio lo común, lo que compartimos con el otro de modo tal que —en la soledad, la eternidad o el Infierno— no se nos puede arrebatar. Gracias a la lengua salimos al encuentro del otro y el otro sale a nuestro encuentro: más que la comunicación, lo que hace posible es que hagamos preguntas —que desarrollemos nuestra curiosidad y sigamos nuestras sospechas— y recibamos respuestas —que agrandemos nuestro entendimiento—. Como dije, permite que seamos honestos: que accedamos en nosotros mismos a la verdad.
Ya en el noveno círculo, Dante y Virgilio pasan junto a Nemrod, y dice: «“A sí mismo éste se acusa; es Nemrod, el que armara el alboroto por el cual tanta lengua el mundo usa. Mas deja al hombre, que en el habla es boto, pues resulta para él nuestro lenguaje como es el suyo a los demás: ignoto». El castigo de quien dividió las lenguas, del responsable de Babel, es no poder encontrarse con nadie: es no oír ninguna voz familiar en el Infierno. No hay Otro para Nemrod, aunque tal vez nunca lo hubiera habido, en el tiempo en el que la lengua era lo Mismo.
Son los hablantes de lenguas diversas los que, aunque estén castigados, pueden entender a otros, esto es, salir de su mismidad o exponerse a sí mismos ante otros. Pueden, por ejemplo, contarse su pecado entre pecadores o contárselo a Dante. Esto significa que entre la diversidad de las lenguas —la divergencia— y lo común —la convergencia— hay una alianza esencial: es la singularidad de cada quien la que lo abre a la posibilidad de la comunicación y la universalidad. No hay una identidad que prime: hay más bien una diferencia cada vez más elaborada —en la lengua, en la región toscana, en el deseo propio, en el pecado— que va constituyendo el discurso de cada uno, su «hablar honesto», no elevado ni noble, sino, ante todo, «honesto». Ocurre en los condenados, pero en especial en Dante, que mediante su lengua va ofreciendo su verdad.
En la lengua vulgar o común está, por tanto, la dignidad humana. Ella es baja y cómica, y no establece una nobleza superior o jerárquica. La dignidad es también un descenso. Cuando Dante conversa con un pecador y lo recuerda, no hace más que rescatar la dignidad que merece incluso en el Infierno, donde ha quedado condenado por su pecado. Trae el pecador a nuestro mundo y lo hace famoso. En sus versos honestos pone el hablar honesto de otro. Una y otra verdad son posibles en la lengua vulgar.
Cuando les ofrece la fama a los condenados, Dante hace que la lengua vulgar sea no solo esperanzadora en el lugar sin esperanza, sino salvadora en el lugar de la condena eterna. Al poetizar, Dante no se trae el pecado, sino al pecador, que se expone a sí mismo al confesar su pecado. Pero el sentido de la confesión es decir el propio ser con la mayor honestidad: no es confesar, sino confesarse. Aunque en el Infierno se esté condenado por un pecado nada más, en un castigo idéntico y eterno, aunque los círculos estén dispuestos para el pecado, Dante salva al pecador que debe sufrir bajo su pecado. Cuando piden fama, los pecadores piden ser más que su pecado.
La condena en el Infierno consiste en no separarse del pecado que se ha cometido. Pero este no es un castigo externo, impuesto por una ley ajena al hombre. Esa es la naturaleza del pecado: dominar por completo al ser humano, fijarle una forma de ser que elimina todas las demás, acomodarlo en una posición que se hace ley. De ahí que el castigo se ajuste al pecado, pero, más profundamente, que el Infierno sea un lugar que expresa el amor divino: no es Dios el que condena, sino el pecado que ha condenado ya al hombre, quien, al vivir en él, se da una identidad en la que se anula a sí mismo y no puede ya expresarse.
Pero Dante es la posibilidad de la expresión. La fama que ofrece en su Comedia es salvadora porque reconoce el exceso del hombre respecto de sus actos, esto es, su dignidad incondicionada. Y solo hay una manera de hacer esto, que ya la dijimos: hablar con honestidad, expresarse y confesarse.
Esa es la potencia de la escritura autobiográfica. Dante me invita a decir mi propio pecado. O más bien: a examinar todos mis pecados. La expresión se vuelve confesión, pero, por ello mismo, arrepentimiento y salvación. Cuando me digo, cuando hablo con honestidad, cuando me muestro ante el que me escucha o me lee, dejo de estar atado a un solo aspecto de mí mismo y puedo explorar mi propia pluralidad. Al expresarme puedo ser como Dante, el vivo, que recorre todos los pecados y, mediante el acto poético, saca a los pecadores de sus lugares, les devuelve lo propio de la vida, que es la movilidad, la falta de fijeza, la incompletitud hasta la muerte, el no tener que ser siempre el mismo.
Y es esa esperanza del otro en nosotros mismos, o del otro que oímos hablar como nosotros, la que forma la suma ciencia y el amor primero.
Hoy terminó el curso sobre Dante. No tengo mucho más que decir. Porque quizás ya he dicho más de lo que debía y podía decir, visto que, a este punto, ni siquiera he terminado de leer lo que leímos. Pero lo sigo haciendo, con lentitud y amor, leyendo a través del recuerdo de las clases. Y sigo escribiendo. Incumplo mi promesa de no escribir mucho.
Solo sé que a Dante no voy a dejar de leerlo nunca. Ni va a ser posible que sea solo lectura o, más bien, observación prudente, lejana, como la de él a Beatriz. De la lectura abundan las imágenes equivocadas. Se le suele reducir al libro, cuando leer es una actividad humana que ocurre siempre que tomamos conciencia de que todo está lleno de signos. A veces se le toma como actividad meramente intelectual, con la palidez que, en nuestra enfermedad de creer que pensar es antihumano, ha cobrado esta palabra. Pero leer es más. Es intelectual, pero en la verdad del intelecto, esa que Dante, no nosotros, sí conocía.
Leer es ante todo una transfiguración. Al final del texto no somos los mismos que al comienzo. Tenemos otra figura, otro semblante, pero el más nuestro, el que expresa lo mayor que somos. Es la razón de que no entienda mucho a la gente que hace listas de libros, que no considera que, al final de un libro, tendría que reconsiderar la lista, e incluso si sigue leyendo libros. Tienen mucha fe en su permanencia, esto es, en el sentido común que nos espera detrás de la página, cuando cerramos el libro y volvemos a la habladuría lejana. Pero la lectura es una lucha contra el sentido común o, más bien, es el extrañamiento de lo común y del sentido: es la constatación de que es rarísimo —y hasta milagroso, como es Beatriz un milagro— que haya algo como un sentido común. La lectura es un desfallecimiento y una muerte, una de las muchas que tenemos en la vida, pero entre las cuales, igual que Dante, accedemos a una vida nueva, a una vida más allá. Por eso Vida nueva y la Comedia son libros de un lector —como lo es Don Quijote y como lo es En busca del tiempo perdido—.
El primero lo es no solo porque, según sus palabras, lea en el libro de su memoria: cada soneto, cada párrafo, es una manera de leerse. En Dante nace —aunque quizás no, pero quiero creer que sí— la equivalencia entre el lector y el amante. Porque es Amor el que crea la promesa de esa vida más allá que habita en una esfera propia, diferente —como el cielo, en el que leemos las nubes—: es Amor el que escribe el libro que Dante debe leer, tanto en él mismo como fuera de sí mismo, en Beatriz. Amor es el que produce los signos: los de Beatriz y su mundo —como la sobredicha ciudad—, pero, más importante aún, los de Dante, sus síntomas, esos que delatan su amor, pero sobre los que él miente
El segundo libro, la Comedia, es también de un lector. Lo es en los sentidos ya dichos, y en otros que aún no voy a profundizar, pero en uno que me importa: es una lectura de Virgilio, que no es un personaje que se finge persona, sino, justamente, un alma, la fuerza de su estilo, el alma de sus libros, los que Dante ha estudiado con entrega. Así, pues, al hacerlo hablar, Dante en verdad lo hace escribir versos nuevos y, al oírlos, vuelve a leerlo, aunque sea por su artificio. Dante no finge que Virgilio le ha dicho unas palabras que luego él convirtió en versos. Porque tampoco distingue entre lo dicho y el decir, entre el libro y su contenido: afirma el plano poético como lo que está más allá de la vida; se sostiene en la superficie de la página o del cielo. El único viaje suyo es escribir y, por tanto, ir leyendo a su maestro, impresionarse con sus propias palabras como si fueran las de Virgilio. Como dice Carolina en Tu cruz en el cielo desierto:
«Mientras tanto, se escribe para impresionarse con lo escrito. Para que su línea tenga un efecto impresionante en alguien, y entonces suprimirse en ese otro y salir un poco, dar un paseo, vivir en una soledad menos compacta».
Dante escribe para volver a impresionarse como lo hacía con los versos de Virgilio. Para impresionarse de Virgilio, pero también de sí mismo, al encontrarse como el autor de su autor.
De todo esto es muy importante lo que dice Virgilio en el Infierno, cuando se encuentran con los suicidas y Dante le arranca una rama a uno:
«Le dijo el sabio mío: “Alma vejada,
si él hubiera creído de primeras
lo que ya conocía por mis versos,
sus dedos no te habrían desgarrado (…)»
¡Mis versos! Dante dice: Virgilio me habló en versos, como solo puede hablarse en la escritura. Es algo de lo que hablamos esta noche, que recalcó Carolina: Dante escribe en la lengua en la que se habla, pero a la vez en otra. Como dice Proust, inventa una lengua extranjera en la suya propia o, más bien, inventa una lengua para poder ser extranjero, errante, caminante, el que llega a Comala o al Paraíso. Por eso su camino es en el poema mismo. En Dante también se trata, para volver a otra idea frecuente en Carolina, de estar en dos lugares a la vez, de estar en la otra parte que no puede ser nunca esta parte, sino la siempre otra (al respecto, vuelvo a decirlo, hay que leer Los niños).
Solo la lectura nos permite ese estar en otra parte sin hacerla nuestra parte. ¿Leer al otro es acaso considerarlo como ese otro absoluto del que dicen que habla Levinas? Quizás. El otro en su otredad no es visto ni tocado, no es recordado ni aprehendido: es leído. Aunque no franqueamos nunca la distancia que nos separa de él, el camino hacia él nos transforma, nos extravía: nos hace también otros, nos regala parte de lo que él —sin ser, en el exceso divino de su ser— es.
Es lo que hace Beatriz con Dante: le da el Amor mediante los ojos. Si él se mantiene alejado de ella, si procura no acercarse mucho, es por lo que le ocurre cuando lo hace y ella se burla de él: porque se transfigura. Pero no por alejarse se destransfigura. Muy al contrario, cerca o distante, que se haga lector o amante de Beatriz opera en él una transfiguración irreversible, una herida eterna, una muerte definitiva y una vida nueva. Así les pasa también a Pedro, Santiago y Juan: no es solo Jesús el que se transfigura (blanco como Beatriz), sino ellos los que lo hacen o, para ser más precisos, a los que les pasa. Es el secreto que se llevan. Es el temor que pierden ante la divinidad. Es la dignidad que ganan por haber podido ver a Jesús como Dios.
La transfiguración recibe la burla de Beatriz, pero es también el premio de Amor: es lo que nos espera después de la vida. Es la afirmación del más allá que no niega el más acá, que no desprecia la vida.
El destino del lector —que es el amante en su plenitud, sin que dependa de un hombre o una mujer— es ser transfigurado por la transfiguración que habría de operar el libro. Ese es el motivo de que la lectura engendre la escritura: quien ha amado un libro quiere seguir escribiéndolo, así como don Quijote, que se sienta a continuar las aventuras de los caballeros. Todos los autores son primero lectores apasionados. Y llevan consigo lo que les han dado los ratos de lectura. Hacen de la escritura una forma de seguir leyendo —solo en ese sentido leer ayuda a escribir mejor, que bien vemos que no es así en muchísimos «lectores» que pasan por los libros sin desfigurarse, deformarse o transfigurarse—.
Si pudiera señalar la transfiguración que Dante está empezando a operar en mí, diría que me ha hecho escribir como pocos autores (estas entradas son quizás la prueba). Hay más. Seguro no advierto la mayoría. Los efectos nunca son del todo conscientes. Solo soy otro, pero en la plenitud de mi propia figura, en la deformación en la que llego, sin embargo, a la verdad de mi forma (es lo que distingue la transfiguración de la simple transformación). Y eso incluye algo que no esperaba: soy autor de un soneto, algo que solo una vez había escrito, hace años, y que nunca pienso en escribir. Soy un entusiasta del soneto como forma de expresión, y quizás escriba más.
Pero, ya para acabar estas entradas sobre un curso que fue sobre escribir más que sobre leer, dejo aquí el soneto —me abstendré de condenarlo o celebrarlo— que le escribí a Dante y que hoy llevé a la última sesión. La explicación de sus partes, por supuesto, no la haré. Eso será en una vida nueva.
Cuando vamos en el carro hacia algún pueblo colombiano, me recuesto contra la puerta, con un buzo doblado en la ventanilla como almohada, y me pierdo en la fugacidad del paisaje. Es lo primero que se me parece a un sueño. Veo el paisaje que se descorre, como el infinito telón de la naturaleza que nunca revela su obra, con una luz nueva a cada instante, ora un sol intenso que me obliga a cerrar los ojos, ora una sombra que advierto tras los párpados y por la que vuelvo a abrir los ojos, ora el brillo blanco de la neblina cuando vamos por tierra fría, ora la luz de otro carro que pasa al lado cuando nos coge la noche. No retengo nada. Las montañas son como las nubes: están hechas de mi olvido. Para no marearme, según me ha pasado desde niño, me duermo en la visión del del tiempo puro que se presenta en la ventanilla del carro, en la que el paisaje pasa.
Antes me dormía el viaje entero. Pero hace unos años dejé de hacerlo. Me despierto por ratos más largos. Entonces, al abrir los ojos, me encuentro perdido a la mitad de una canción, en algún punto de la carretera que tampoco sé cuál es. La música ha llenado el carro y se desborda al paisaje de afuera, como la otra parte del aire. Desorientado, como un ciego que palpa un objeto para reconocerlo, toco la canción con mi pensamiento y empiezo a identificarla: primero el cantante, después la letra o, con más precisión, la palabra con la que se finalizará la frase siguiente, en la que intento ya no estar extraviado, y por último el nombre, en el que siempre creo, aunque acierte, que estoy equivocado. Por eso nunca digo cómo se llama una canción. Pero hay una voz más: la de mi mamá.
Ella canta adelante, junto a mi papá, que maneja. Lo hace duro, «a grito herido», según sus palabras, que tan suyas no son, pues es una vieja expresión cuyo origen nadie recuerda ya, pero que usamos en esta lengua para hablar de una voz que se eleva más allá de sus posibilidades, de un grito que rompe su origen, que hiere la garganta que le da vida, pero que no es otra cosa que el espíritu puro, liberado en el canto. Mi mamá se pega al ritmo de quien canta, entona como él o ella y, porque así habita el sentimiento de la canción, entrecierra los ojos y mueve la cabeza de un lado a otro, con suavidad. Se hunde en su corazón cantor. Y si no se sabe la letra, tararea hasta que vuelva a una frase que sí conozca. O hasta que empiece la siguiente canción. Se impone al olvido.
A veces sigue una canción del mismo artista. Otras veces sigue una del mismo género. Pero casi siempre empieza una canción muy diferente. Días antes de viajar, mi papá organiza una lista de reproducción en el celular de mi mamá, que le dice que no se le olvide «llevar nuestra música», así como no debe olvidar llevar ropa o cepillo dientes. Y la música es tal como lo dice: la de ellos, la «nuestra», la que han ido acumulando en treinta años de vida compartida. Antes la tenían en CD, en una torre de discos que guardaban en la guantera del carro. Ahora acumulan descargas de Youtube. Y así como el carro pasa por tierra fría y tierra caliente, del norte al sur y del oeste al este de Colombia, también ellos van pasando por distintas épocas y regiones de sí mismos. Cada canción guarda la sensación de otros paisajes y otros viajes, de otras personas con las que no van en el carro. Es un clima interior que se apodera del carro, y gracias al cual mi hermano y yo volvemos a estar dentro de mi mamá.
De pronto suenan Helenita Vargas y María Dolores Pradera, y mi mamá se vuelve mis tías abuelas, por quienes ella se unió a esas canciones. Busca para ella la fuerza de su voz, en especial la de Helenita o, como le dice mi tía abuela Gilma, Helena Vargas, cual si la conociera en la intimidad de la amistad, más allá de la fama. O suenan canciones de Charlie Zaa, de sus primeros años de matrimonio. O pone mi papá a Roberto Ledesma y Felipe Pirela, de los que mi mamá siempre le pide que le ponga los mismos dos o tres boleros, pero de quienes él siempre lleva más en la lista, pues le pertenecen más a él que a ella: guardan sus años de soltería. O van aún más lejos en el tiempo y ponen música que suena a mi abuela, a su tiple en la finca, que así suenan todos los instrumentos y las voces de Los Cuyos, Los Visconti, Los Pamperos o los tangos de Alfredo de Angelis o Lalo Martel. O ponen a los Hermanos Arriagada, Roberto Carlos, Juan Gabriel, Luis Miguel, Vicente Fernández, José Luis Perales, Serrat, Juan Arvizu y Margarita Cueto, Otto Serge, Leo Marini, Sandro. Y así podría seguir: la lista es interminable como la carretera, a cuyo final nunca llegamos. Es la constatación de la finitud, el recuerdo de los muertos, y la promesa de la infinitud, la posibilidad de la vida. Por eso, una vez que íbamos en el carro con mi tía abuela Nena, que no se sabe las letras y tararea con ella, mi mamá dijo, al finalizar una canción de Antonio Aguilar, que tanto le gustaba a mi abuelo:
—Se nos fue la vida cantando en un carro.
Y yo diría: se me fue oyéndolas. Nunca me he unido a sus cantos. Nada me da tanta vergüenza como cantar. O al menos hacerlo con mi voz física, pues lo hago con mi voz mental, esa misma con la que leo. Cuando ella canta, voy repitiendo en mí las canciones y me dejo caer en la música. Mi hermano y mi papá sí cantan. Mucho tiempo, todos creyeron que yo conocía menos nuestra música, que la miraba a respetable distancia. Y no se equivocaron varios años: como no oía esas canciones más que en los viajes en carro, muchas me sonaban igual, sin que distinguiera sus intérpretes o sus letras. Tampoco preguntaba. Las carreteras fueron mi aprendizaje.
Es que la atmósfera de esa música es la plenitud de la vida. Es la vivacidad indubitable. Es el tiempo aclarado. Es la ensoñación más real. Me embargan la precisión de su poesía, la verdad de su lengua amorosa y la belleza de su nostalgia, incluso cuando no recuerda a nada pero que me hace oír el pasado en su pureza. Entonces, abrazado por esa sensación, junto las frases de las canciones con las de mi mente y, haciendo de su ritmo el ritmo de mi corazón, imagino un texto que lleve la esencia de ese viaje. Quiero guardarlo, como quisiera guardar la visión de cada montaña o árbol, e intento componer un texto que describa el paisaje tal como está en ese instante, pues es la mejor imagen de la vida que me llena. Sueño con una literatura que nunca he realizado, pero que sería como la de mi mamá: una forma de completar canciones, de llenar la experiencia del olvido. Y eso es justo lo que pasa cuando nos bajamos del carro: no me acuerdo de lo que escribí. Luego no volvemos a oír música juntos. Ellos se retiran al silencio cotidiano y yo, a mis audífonos.
Hay algunas canciones que, sin embargo, han quedado para después, a través de las cuales mi mamá me ha leído. Cuando me fui a vivir a Bogotá, a inicios de 2015, mi mamá se pasó el fin de semana oyendo a José Luis Perales, que siempre me gustó gracias a ella. Con mi partida, sin embargo, le dio un nuevo sentido a una de sus canciones: Un velero llamado Libertad. De pronto, el personaje indeterminado, que tomó sus cosas y se puso a navegar, llevó mi nombre. Y aunque en Bogotá no hay mar, allí también mi corazón buscó una forma diferente de vivir. Mi mamá lo supo cuando me fui. Lloró tres días mi partida, envuelta en mi canción. Luego volvió a su alegría. Pero en cinco años nunca dejó de sonar en ella esa canción, nunca dejó de soñar su final: que también una noche yo pensara que debía regresar. Así lo hice hace casi un año. Igual que en la canción, ella me preguntó cómo estaba y yo miré unos ojos, no azules como el mar, sino entre verdes y miel, como la tierra que se ve entre las montañas, como Bogotá o Antioquia, hechos de lo mismo que me había ido a buscar a la ciudad.
Son los ojos que sigo mirando y que, a pesar de que no los vea desde la parte de atrás del carro, los imagino entrecerrados adelante, a mitad de una canción. No hacen parte del pasado, ni lo harán, ni siquiera cuando le llegue la muerte: los seguiré viendo cuando ponga nuestras canciones, no en el pasado del recuerdo, sino en el presente eterno de la música, desde el cual veo que, más allá de esta vida, mi mamá seguirá cantando estos versos de Sandro:
«No quiero que me lloren, cuando me vaya a la eternidad, quiero que me recuerden como a la misma felicidad».
Estos textos sobre Dante y el curso de Carolina son una lucha contra el cansancio. Pero son también lo que cansa. Los escribo a medianoche, cuando los ojos poco resisten la luz, las ideas no se me encadenan como tercetos en el pensamiento, y empiezo a desfallecer ante la página, sobre la cama. Despierto solo me mantiene el deseo, la voluntad —más fuerte que las fuerzas o, como decimos, los alientos— de no dejar de escribir al final de la noche de lo que ocurrió al comienzo. O mejor, lo que me lleva del comienzo —la clase de Carolina— al final —el sueño—. En el intermedio están Twitter, las conversaciones con mi mamá y mi hermano, la telenovela de El Capo.
Cada noche debe ser un viaje inmóvil en el pensamiento. El cuerpo busca reposar, pero la mente se pone en marcha, en camino. Es la noche de Descartes o Proust, que hacen que el pensamiento, que ha perdido su día, vaya a la búsqueda de uno nuevo. Es el sendero de la vigilia al sueño, y por eso el insomnio es siempre actividad de un soñador. Pero el principal peligro de pensar es el abandono, la pérdida, el extravío de quien, como Dante, cree que llegar al límite del cansancio y desfallecer es lo mismo que descansar.
El cansancio es el Infierno y el descanso es el Paraíso.
Hoy terminamos de repasar los círculos del Infierno. Yo no los he leído, pues espero una mejor traducción para seguir con el texto. Hoy leí, entonces, a través de Carolina, siguiéndola como Dante a Virgilio (y me perdonará el lector que me ha seguido que vuelva a sugerir esto, ahora sin la sutileza o el pudor de hace unas semanas).
En el recorrido de hoy, volvimos a ver lo que he leído y visto en las semanas anteriores: que el Infierno es la fijeza del gesto o, para usar lo que dijo Carolina en Twitter después de la clase, la imposibilidad de la variación en la expresión. O en palabras de Dante: es la ley de quedarse siempre igual. Twitter ha sido, en este camino de la noche, el desarrollo del mismo Infierno. Muchos de quienes hoy se han ido contra Carolina por un comentario sobre los memes y la fijeza del gesto que suponen, la pobreza expresiva, son como esas almas que viven el castigo por su pecado, a la vez que se complacen en dicho pecado. Es la complacencia no en la ignorancia, sino en la renuncia a saber y pensar. Es el orgullo explícito por actuar contra lo que se es, esto es, contra lo que se puede ser. Hacen parte de los que se violentan a sí mismos, en especial de quienes derrochan y desprecian sus propios bienes (como el pensar).
En el Infierno están los cansados, los que ya son incapaces de la variación, y por tanto quedan en la misma posición. Son los actores que no pueden cambiar de personaje. En su poema, Dante incluye el teatro porque el Infierno no puede no ser un teatro: es la versión aterradora de la equivalencia barroca —que también Dante, como enseñó hoy Carolina, predice el barroco— entre teatro y vida, como entre vida y sueño. Deberíamos pensar, entonces, que el barroco es también la esperanza del bien que hay en el mal, que es un tema que también tratamos hoy: la posibilidad de encontrar el bien en el mal, incluso contra la enseñanza de los maestros, como Virgilio, de que no tengamos piedad por los pecadores condenados. Pero Dante dice, al comienzo de la Comedia, que va a hablarnos del bien que allí encontró.
Siempre hay un bien que nos puede esperar. Siempre está la posibilidad del Paraíso y el descanso.
Los condenados al Infierno son, como decía, los que han caído en un lugar y ya nunca vuelven a levantarse. Casi todos los problemas del hombre vienen de eso: de dejarse vencer del cansancio —y ojalá reparáramos en ese verbo: vencer, ser vencido—, pero sin encontrar el descanso. Ese es el problema del trabajo, por ejemplo. Todas las promesas divinas son de descanso.
Si intento escribir todas las noches, es porque quiero creer que puedo encontrar esa variación, incluso contra el cuidado pleno de la forma que, quiero creer, tengo en otros textos que medito, borro y corrijo más. Pero en estas noches la escritura no es forma, sino deformación (aunque eso es justamente variar: deformarse). Tal vez lo es en todas las noches. Tal vez la página es el descanso.
La literatura es la lucha contra la forma. Así es en Dante, aunque use una forma superior, la tercia rima y los tercetos encadenados, que van variando aunque pueda pensar que está condenado a la misma rima, a la ley de la rima. Obediente de su ley, Dante logra también romperla y acercarse al autor de las leyes que, por lo mismo, puede no someterse a ellas: Dios.
Es así como Dante logra ver, a diferencia de los escritores de fórmulas y formas. La lucha contra el cansancio, escribir o vivir, es el intento de ver: de que los ojos no se me vayan cerrando ante la luz fuerte del computador. Dante parte del Infierno, de las leyes de la poesía, pero, como es un vivo entre los muertos, puede hacer hallazgos poéticos más allá del cálculo silábico o de la cuidada escansión. Por eso nos presenta a los condenados y al Infierno como lleno de vida, con tanta vida que hasta los muertos se asustarían de saberse tan vivos en Dante.
Esas son sus visiones. Y la literatura trata de contar lo que se ha visto. Por eso es en tiempo pasado, como dijo Carolina hoy en respuesta a una pregunta mía. Igual en el Apocalipsis, libro al que acudió Carolina para responderme, se cuenta lo que pasó no en el mundo, sino en la propia imaginación —no es de acciones, sino de pensamientos que deben estar hechos los relatos—. Es siempre un relato de viaje, como lo es la Comedia o como lo son estos textos de mi viaje del ocaso a la medianoche. Pero, por esa razón, la literatura usa el tiempo pasado para hablar del futuro. Porque el viaje es siempre al más allá: a América (como se habló hoy), al Infierno, al lector, el otro más allá del autor. Como dijo hoy Carolina, se cuenta una visión para este tiempo, para los lectores con los que nos encontramos, pero los llevamos a otra parte (y sobre esto les recomiendo que lean Los niños, de Carolina).
¿Qué tiempo podríamos ver? Tal vez el del sueño, al que ahora fingiré que me retiraré, aunque solo esté un rato más en la cama releyendo este texto y descubriendo errores y cambios que, mañana, voy a querer hacerle (acaso quite los gerundios que acabo de usar).
Yo quería hablar del cansancio para excusarme en no escribir mucho. Parece que lo hice igual o más que las otras veces.