Fernando Vallejo, el adolescente

Con 77 años, Fernando Vallejo no cesa de ganar juventud. No es así porque viaje de feria de libro en feria de libro para insultar a los presidentes y papas de Colombia, ni porque en sus peroratas se mantenga en pie durante más de una hora sin que le flaqueen las piernas o se le fatigue la voz, siempre serena para gritar sus burlas contra Dios, Newton y él mismo. Un viejo envejecido por Alfaguara como Vargas Llosa, o como Héctor Abad, viaja a más partes a decir más cosas, aunque todas menos interesantes (y eso que, si pensamos bien, Vargas Llosa  se debió de haber olvidado de qué es viajar, si es que alguna vez lo hizo). Tampoco es un sarcasmo o una ironía, como si no bastara ver sus entrevistas de los noventa para notar los cambios de su voz. Ahí se advierte el avance de su vejez. Treinta o veinte años atrás, Vallejo hablaba con un acento paisa fuerte y definido en el que se envolvían las palabras pronunciadas con la corrección de gramático que uno imagina que tenía su admirado Cuervo. Hoy la voz de Vallejo se ha dulcificado más y resiste menos el impulso paisa a dejarse arrastrar por el devenir loco del lenguaje, que acorta las palabras y las libera del lugar definido en que las fija el buen sentido del gramático. Antes a cada palabra suya seguía un silencio duro y hermético. Los límites de lo dicho quedaban muy definidos. Ahora lo acompaña un dejo, un residuo, un cansancio que se escapa como un vapor por esa grieta silenciosa que Vallejo ha abierto durante años desde lo profundo de la lengua y el lenguaje, y que ha llegado a la superficie de su voz. Vallejo confunde cada vez más su manera de hablar con su manera de escribir. La vejez le ha sobrevenido en la forma de hablar casi de forma literaria: no por hacerlo con eso que los escritores mediocres suelen llamar ‘barroquismo’ de forma desdeñosa y equivocada, sino por hacerlo con el mismo torrente que arrastra a la lengua y al lenguaje en la escritura de sus novelas: en lucha contra cualquier fragmentación impostada, como la división por capítulos o la división de la memoria en recuerdos, con una fuerza e intensidad que exceden y recorren cada una de sus palabras y frases, así como cada uno de los temas, nombres y lugares de los que escribe y habla.

Al principio, en los años 80, la obra de Vallejo parecía ser una transcripción de su propia vida, como si fuera un memorialista o algo similar a eso que los norteamericanos han llamado autoficción, en su descubrimiento reciente de qué es la literatura. Y nunca han faltado quienes le pregunten si lo que él cuenta es real o inventado. El río del tiempo parece a primera vista una exploración de su propia memoria, tal como les parece a muchos la obra de Proust. Sus novelas parecen estar hechas de su vida, si es que confundimos esa vida que uno tiene con las cosas que uno vive. Pero cuarenta años y una veintena de libros después, es su vida la que parece estar hecha de su obra. Y esa obra es fundamentalmente una voz de fantasma en la que se revela el carácter esencial de su escritura: una fuerza incesante de juventud, de una juventud infatigable que se impone sobre la voz de hombre que se ha cansado y que repite de feria en feria y de libro en libro lo que a tantos viejos les parece la misma cantaleta de siempre, pero que no hace otra cosa que procurarse una juventud que es la creación descubridora de un espacio de soledad en el que todo ídolo es derrumbado y toda certeza es cuestionada, un espacio en el que también cualquier mundo puede encontrar su segundo origen en la forma de la escritura. Vallejo se ha encargado de trascender su propia y particular vida para escribirse una vida llena de gran salud y gran juventud, una vida segunda que se va instalando allí mismo donde la muerte lenta se apodera de la primera; no se hace viejo sin hacerse joven.

Por esto el mejor lector de Vallejo es el adolescente iconoclasta. Poco pueden hablarnos de su obra quienes valoran en ella la aparente nostalgia del pasado, el grito de un resentido contra el tiempo devorador. Confunden al yo del fantasma que narra con el yo del hombre que lleva por nombre ‘Fernando Vallejo’. No digamos que confunden al narrador con el autor porque hace tiempo Vallejo superó el entendimiento común de esa distinción. Y no sobra decir que nunca en este ensayo usamos ese mismo nombre para referirnos a algo que suele pasar por ser un hombre. Además, confunden el carácter de su literatura quienes leen a Vallejo para encontrar el consuelo de sus nostalgias y justificar los resentimientos de su vejez. Jamás literatura alguna ha tratado de los pequeños asuntos privados de las vidas personales, y mucho menos la de Fernando Vallejo. No es un existencialista de Junín, ni un memorialista nostálgico con tono de chismoso de Sabaneta. Pero tampoco pueden hablarnos de Vallejo quienes ven un cantaletoso o un charlatán, sea que les guste o les disguste (¿A quién, en últimas, le debería importar el gusto de un lector?). En general, los de la nostalgia son los mismos de la cantaleta, y es usual que en el Vallejo de Los días azules y Santa Anita vean a un “gran escritor”, pero vean a un “bufón”, algo que al parecer es denigrante, en el que le dice “culibajito” a Uribe, no apoya el proceso de paz o afirma que Newton fue un impostor de incontables aquinos. De ahí que entre los viejos ilustrados de Colombia se haya hecho común la idea de que Vallejo fue muy buen escritor, pero que ahora se ha convertido en su propia caricatura. Desde esta perspectiva, Vallejo aparece como el gran escritor puro ido a menos, como un hombre expulsado de un paraíso perdido, o, según quienes así juzgan su obra, como un viejo que ha dejado atrás una felicidad cuyo único lugar era Santa Anita. La lectura más extendida de Vallejo, o en general la más publicada en revistas y periódicos, se ha dedicado a construir lo más contrario a su obra misma: un ídolo que cae de las alturas, que eternamente pierde su juventud arrastrado por el río de un tiempo devorador.

De ahí que sea el adolescente su mejor lector, pues es el único que busca y encuentra en Vallejo la voz que aún no tiene para hacer lo que más desea su corazón: derrumbar ídolos y profanar imágenes, encontrar la libertad y la soledad suficientes para hacer etéreo a un mundo demasiado duro y opaco en el que aún no tiene cabida. Solo derrumba ídolos el joven que ama la vida, no el viejo que está resentido con ella. Se nace siendo materia indefinida y singular, y sólo con los años se ganan los huesos y las facciones definidas del rostro. Y cuando se es joven, entre la niñez y la adultez, el enfrentamiento con el mundo es de tal manera que se encuentra la vida muy gaseosa y muy caliente, pero al mundo muy sólido y muy frío. Entre uno y el mundo se abre una grieta por una fuerza volcánica que viene del corazón de la tierra. Por un momento uno es la grieta, pero también es la humareda que el volcán suelta y sobrevuela el vacío. A un lado está la niñez, y se puede volver a ella si se paga el precio de endurecerla para siempre y vivir del resentimiento, de hacer un monstruoso ídolo con el niño que se cree que se fue. Al otro lado está la adultez, atravesada por una grieta ya oculta, en la que se han perdido para siempre el vacío y la humareda. El adulto hace del presente un ídolo; se aferra a sus ideas y sus valores, a sus certezas, entre las cuales la principal suele ser la de creer que ya ha dejado atrás toda posible ingenuidad o estupidez. El adolescente iconoclasta no es un rebelde caprichoso o vanidoso que quiere imponerse sobre el mundo. Esa es la visión adulta del tema. Por el contrario, el adolescente pleno de juventud no quiere dominar ni ser dominado. Quiere ser uno con el mundo. Pero no anhela regresar a la unidad perdida, sino prolongar en el mundo esa grieta, ese vacío y esa humareda que es la juventud. Eso es Vallejo, y eso es lo que encuentra en su iconoclastia el lector adolescente: una fuerza telúrica y volcánica que abre la montaña y forma un desbarrancadero en el que todo se desliza y se hace frágil, pero en el cual también todo se libera y puede ser, por primera vez, superficie, escritura, tras largo tiempo de ser mera profundidad. La juventud, y con ella la iconoclastia, es una grieta y un desbarrancadero, una superficie de vacío de la que sale una humareda que ensucia al aire y se confunde con él.

 

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Foto encontrada en: https://www.cazavision.com/noticia/caza-mayor/brutales-declaraciones-fernando-vallejo-fusilaria-matarifes

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