Hace años, cuando era niño, los árboles saltaban. En vacaciones de diciembre solíamos irnos de paseo a la finca de mi abuela, en Sonsón. Nos íbamos en nuestro carro, un Sprint plateado. Mi papá manejaba y mi mamá se iba en la silla del copiloto. Para no marearme, me dormía en el viaje, por lo que me acostaba de puerta a puerta en la banca de atrás del carro. Ponía la cabeza en las piernas de mi abuela; y desde ahí, por el vidrio cerrado de la ventana, veía el paisaje. Era un paisaje fugaz, que cambiaba a cada segundo, a medida que el carro avanzaba. Los árboles, lo único de la carretera que lograba ver, desaparecían apenas los veía; saltaban hacia atrás, hacia el pedazo de carretera que habíamos abandonado. Y así, arrullado por la visión de ese río verde de árboles que fluía ante mis ojos, me quedaba dormido en las piernas de mi abuela.
Por siempre pasear dormido y acostado, no conocí la carretera a Sonsón hasta que crecí. Cuando las piernas me dejaron de caber en la banca de atrás del carro, cuando mi abuela murió y no me sirvió más de cojín y cuando dejé de marearme en las carreteras, apareció el resto de paisaje que yo había ignorado durante años: los pueblos de La Ceja y La Unión; las casas de tapia que había a orilla de carretera; los niños de cachetes rosados que salían de sus casas a ver los carros que pasaban; las cercas de las fincas y las vacas que vivían encerradas en esas cercas; los cultivos de papa, cebolla y fresa; los invernaderos de flores; las montañas que la carretera bordeaba; los carros que nos sobrepasaban.
Pero no solo aparecía eso que veía en ese instante. Como mis papás ponían música en el carro, esa música me envolvía, me encerraba, y entonces me parecía ver que el resto de cosas del mundo y del universo, lo que había fuera de mi ventanilla, estaba también envuelto y encantado por la música. La imagen del paisaje se unía a la imagen de cuando mi abuela estaba viva y se sentaba en la cocina de la finca para, mientras se tomaba un tinto, contarnos alguna historia de su juventud. Y entonces yo, con mi memoria, regresaba a esas historias que ella contaba, pero ahora —por el poder de la música— no solo volvía a sus palabras, sino que esas palabras se materializaban y se proyectaban —como si salieran de mis ojos— sobre el vidrio de la ventanilla donde tenía recostada la cabeza. Un mundo nuevo, de un pasado ajeno, aparecía ante mí.
Como un fantasma, como un dios, como un narrador omnisciente, entraba en los años de infancia de mi abuela y veía un carro de escalera detenido en el centro de Medellín, en Guayaquil. Mi bisabuela, con treinta años apenas, hablaba con el conductor del carro de escalera y trataba de convencerlo de llevarla a ella y a sus diez hijos a Sonsón por un precio más barato. «Vea estos muchachitos como son de bastantes, don Eladio», le decía. «Hágame el favor, y mi Dios se lo pague». El conductor Eladio aceptaba la petición, pues ya conocía a mi bisabuela por otras veces que le había pedido el mismo favor. «Bueno, Doña Merce, yo la llevo. Hágale que salimos en media hora. Yo paso a la casa de ustedes».
Mi bisabuela Mercedes se iba y volvía a su casa. Cuando llegaba encontraba la casa atestada de costales por aquí y mochilas por allá, de almohadones y cobijas amontonados sobre los muebles de la sala, de matas que Mercedes había empezado a sembrar en Medellín y plantaría en la finca. Veía a sus hijos yendo de un lado a otro, mientras empacaban su ropa, la mayoría de la cual la había tejido ella misma y la cual, a falta de plata para comprar más, era compartida y heredada por los hermanos. Las idas a la finca de mi tatarabuelo, el abuelo de mi abuela, duraban dos meses, el total de las vacaciones de colegio. Por eso había que llevarse casi todo: la ropa, las cosas de cocina y el radio para oír noticias. Claro que no eran mi abuela ni sus hermanos ni mis bisabuelos quienes oían noticias. Para ellos no era el radio: era para las vacas de la finca, a quienes Mercedes les ponía música y les informaba del acontecer nacional. «Pa’ que no se aburran», explicaba.
En ese alboroto sólo había un rincón de la casa en silencio. Era un cuartico que había al lado de la cocina, junto a la puerta que daba al solar. Allí, mi bisabuelo José Manuel había puesto un butaquito de madera y se dedicaba a leer. Aunque solo había estudiado hasta quinto de primaria, era un hombre ávido de conocimiento, por lo que cogía todo libro que encontraba y leía en sus ratos libres. Los asuntos prácticos —como el de empacar para ir a la finca— los dejaba en manos de Mercedes, a quien, como mi abuela, la vida del campo la hacía vibrar de felicidad. Mi bisabuelo sabía poco de ordeños de vacas, de cultivo de fríjol, de siembra de flores. Él sabía, gracias a sus lecturas, cómo podía llevar la luz eléctrica a la finca o a cuántas pulgadas quedaba Plutón de la finca, pero no tenía ni fuerza ni ánimos para ponerle luz a la finca ni para ir hasta Plutón. Porque a él, como decía mi abuela para explicar su pereza natural, lo embestía la boñiga.
Media hora después tronaba el pito del carro de escalera. «¡Doña Merce, salga ya!», gritaba Eladio. Los hijos salían en tropel de la casa, cargando todo lo que se llevarían. Ponían sus bultos en la parte de arriba del carro, sobre los bultos de los demás pasajeros, y los amarraban con cabuya. Luego subían al carro. Mercedes y José Manuel se hacían en una banca pequeña, apenas para dos personas. Mi abuela y sus hermanos se sentaban, apretados, en la banca del fondo del carro, que Eladio les había reservado. Entonces el motor rugía, Mercedes se daba la bendición y el carro arrancaba en dirección a Santa Helena.
En esa época la carretera a Sonsón empezaba en Santa Helena y el viaje duraba seis horas, no tres, como me tocó a mí cincuenta años después. La carretera, que se había trazado sobre el antiguo camino de mulas de los arrieros, no estaba pavimentada en su totalidad, por lo que el carro saltaba en cada hueco por el que pasaba. Mi abuela y sus hermanos, por estar en la banca de atrás, se levantaban como disparados y volvían a caer con fuerza contra el cuero de la silla. Cuando llegaban a la finca tenían la nalga dolorida y aporreada de tanto que se habían pegado.
Pero aparte de huecos, la carretera estaba llena de curvas. Serpenteaba las montañas y les daba vueltas y vueltas. Por eso, pocos minutos después de llegar a Santa Helena, a alguno de los hermanos le empezaba la maluquera, el mareo, y pedía a gritos que pararan el carro pues tenía que vomitar. Pero el carro seguía sin parar. Mercedes sacaba de su mochila un tarro de galletas de soda que mantenía vacío para esos casos, y se lo pasaba a su hijo. «Vomite ahí y trate de dormirse, que ya casi vamos a llegar», le decía, aunque faltaran varias horas todavía. Después de ese primer hijo, los demás empezaban a pedir que les pasaran el tarro, y una vez lo llenaban de vómito, Quico —el único hermano que no se mareaba— botaba su contenido por la ventana del carro. De tan malucos que iban ignoraban los árboles que medio siglo después vería yo, acostado en las piernas de mi abuela.
Al final del viaje ya habían vomitado, según mi abuela, «hasta el primer tetero». Como le pasó a Colón, llegaban a la finca agradeciendo tierra firme. Se bajaban del carro de escalera con ganas de tirarse a la manga y quedarse ahí acostados para siempre. Desde la ventanilla del carro yo los veía con compasión. Pero entonces su imagen se esfumaba, pues mi papá apagaba el carro y la música callaba: también nosotros habíamos llegado.
Me bajaba del carro con ganas de escribir, detalle a detalle, lo que había visto. Sentía que por fin tenía un libro para escribir. Pero pronto, con el ajetreo de los paquetes de mercado que había que bajar, esos años que yo había visto como si los hubiera vivido desaparecían de mi memoria y se hacían más difusos. Las historias y novelas que había imaginado —novelas más grandes que cualquier otra— desaparecían como cuando el sol tocaba la niebla que cubría las montañas de la finca al amanecer. La vida se volvía otra vez inaprehensible; sus historias se me escapaban y se iban al olvido, como los árboles que veía saltar hacia atrás cuando era niño.
(Escribí este ¿cuento? mucho antes de que existiera este blog, en 2015, cuando aún me parecía reciente haber dejado de caber en la banca de atrás del carro).