El pasado viernes 11 de octubre me gradué de filósofo en la Universidad del Rosario. Recibí el regalo de dar el discurso de grado. Y aquí quiero compartirlo.
Amigos míos, amigas mías,
Quiero saludarlos así: como amigos. No conozco a todos los que hoy asisten a esta ceremonia. A algunos sí, menos de los que quisiera, con los que me he encontrado en estos años en la universidad. Somos extraños que se han reunido por una alegría común, por una alegría que quizá nos desborda más allá de la sobriedad que ordena el protocolo; que excede incluso nuestro presente, y que llega ya a nuestra muerte, a un recuerdo de esta mañana que nos acompañará toda la vida. Esa alegría está ya en el fondo de nuestra memoria. Y tal vez sea más fuerte que todo lo que aquí se diga u ocurra, sin excluir este discurso, cuyas palabras, no tengo duda, se olvidarán también. No lo lamento. El olvido es inevitable, pero no es una resignación. Y acaso porque por encima de este discurso está ese sentimiento que no quiero dejar de celebrar una y otra vez, al que le debo cada una de estas palabras: la alegría, la alegría de sabernos amigos, la que nos ha hecho amigos por unas horas y que ya nunca nos separará. Sé que hay padres de familia, hermanas, abuelos, novias, así como hay directivas, profesores, decanos, secretarios, etc.. Todos esos títulos y parentescos pueden ser suspendidos por un momento, para que solo nos llamemos por una palabra: amigos. A ustedes, amigos míos, amigas mías, los saludo.
¿Y por qué quiero hablar de la amistad, cuando hay un repertorio de temas que siempre son urgentes en un discurso de grado? Todos lo sabemos. Hay enormes problemas: la paz, la inequidad, la crisis ecológica, cada uno más grave que el anterior. Y está escrito en la ley que graduarse es asumir una responsabilidad enorme con el mundo, por no hablar de la vida laboral que se viene encima. Es seguro que tendremos que enfrentar algo más desagradable que el desempleo, y es tener que trabajar. Pero quizá hoy la alegría nos permita aligerar toda esa carga. Hoy no hay deberes, ni entregas, ni responsabilidades. Y es que la esencia de todo lo que hemos hecho estos años en la universidad no está en nuestros saberes, ni en la pertinencia social o en la utilidad económica de lo que hemos estudiado: está en la amistad. Así como ocurría en el colegio, uno viene a la universidad no más que a hacer amigos. Y solo vuelve a eso si uno hace un posgrado: a hacerse más amigo. Venimos a hacer amistad con el saber y la ignorancia; a dejar que el pensamiento de otro nos interpele y nos ponga en cuestión, y que así haga mejor el nuestro: esa sutil amistad por medio de la confrontación, no siempre valorada como se debe. Y también venimos a disfrutar lugares y a crear recuerdos de, por ejemplo, excursiones indebidas, a hora de clase, a tiendas de medio pelo para tomar cerveza. Todos lo hicimos alguna vez, aunque jamás les hayamos contado a nuestros padres aquí presentes, a quienes quizá dijimos que, cómo no, estábamos en clase, con mucho estudio. También hoy ha llegado la feliz ocasión de confirmar sus temores y decepcionar sus certezas.
A la amistad debemos la persistencia en la universidad, a pesar de todas las dificultades. Cada uno sabe aquello por lo que pasó: problemas emocionales, económicos, de salud, familiares o académicos. Pero también otros problemas que parecen no tener la misma magnitud: desde las luchas cada mañana con una impertinente alarma que nos levantaba luego de una noche en vela haciendo un trabajo, hasta la frustración de habernos tardado un segundo más en llegar a un paradero donde acababa de pasar el bus que ya no nos llevaría a tiempo al más difícil de los parciales con el más estricto de los profesores. Y sin embargo aquí estamos, en la celebración de que todo ello fue superado, de que se quedó atrás, de que, quizá, lo importante en sí nunca fue el parcial, sino nuestra voluntad de persistir, de mantener la fortaleza a pesar de tantos quebrantos. Y es cierto: tal vez no recordamos nada del tema del examen de aquella mañana frustrante, pero, sin duda, nos acordamos de eso que tuvimos que ser para no perecer: o de eso que el fracaso, a veces inevitable, nos enseñó.
Puesto que la universidad pertenece al mundo real, aunque no siempre lo parezca, el saber tiene poca importancia frente a la capacidad de sobreponerse a los problemas de la experiencia, es decir, frente a la capacidad de actuar en situaciones inciertas, en la casi plena ignorancia. Creo que lo que hemos vivido hasta aquí me permite afirmar algo con toda seguridad: no es tan importante actuar desde el conocimiento, desde el saber, como aprender a hacerlo desde la ignorancia. Y esa creo que debe ser la principal función de la universidad: formar en aprender en la ignorancia. Quizá me sirva, por única vez en este discurso, un cliché que no deja de ser cierto por ser un lugar común: el avance veloz del conocimiento hace que casi todo lo estudiado vaya a ser poco menos que irrelevante en un par de años. Pero tal vez no haya que recurrir a las revoluciones diarias de la tecnología: tanto como la memoria se extiende con nuevas vivencias para ser recordadas, el olvido va tomando para sí todo lo que no muestra su relevancia en las ocupaciones cotidianas. Solo pensemos en la mayoría de los temas y lecturas que vimos en primer semestre: apostaría a que el 80% de todo aquello ha sido olvidado. Y sin embargo, nuestra ignorancia hoy tiene un cariz diferente al que tenía antes de habernos enfrentado a ese saber que ya no tenemos: esa ignorancia es, ahora, una nueva disposición para aprender, pues lo único que nos ha quedado de entonces es aquello en lo que tuvimos que convertirnos para saber algo. Nuestra ignorancia viene hoy precedida por un aprendizaje. Y ese aprendizaje es lo que nos hace, según el diploma que esta mañana recibimos, profesionales, esto es, personas capaces de profesar, de, como lo indica la etimología de la palabra, decir ante otros: no profesar la vanidad del saber, sino la grandeza de la ignorancia, no con falsa modestia, sino con profundo orgullo.
¿Cómo aprendimos a vivir en la ignorancia, con ella? ¿Cómo lo hicimos estos años? ¿Cómo lo haremos los que vienen? De una sola manera: haciéndonos amigos, tanto de nosotros mismos como de otros. Y sobre todo, de la ignorancia misma, lo que significa hacerse amigo de la amistad misma. Pero esto que digo quizá suene muy enredado. Me perdonarán si sueno muy filosófico. Cuatro años y medio de carrera no se desaprenden de un día para otro.
Preguntémonos por un segundo: ¿qué es un amigo? Un amigo es alguien a quien amamos por encima de cualquier filiación u origen. A veces se dice que los amigos son la familia que uno mismo se hace. Pero me parece un error: la amistad no tiene ningún origen, ningún parentesco, ningún parecido, ningún título, ninguna jerarquía o autoridad. Y en nuestra familia podemos tratarnos como amigos cuando nos amamos más allá de los lazos sociales que nos unen, más allá de los roles que asumimos: cuando nos amamos como hoy, que solo somos amigos, perfectamente desconocidos, ignorantes de nosotros mismos. La amistad nos hace iguales porque nos encuentra en la mutua extrañeza, es decir, porque nos descubre como enigmas: el otro, el amigo, es un misterio para mí, un mundo que no puedo entender y que amo más allá de si puedo entenderlo. La amistad nos hace vivir y amar la ignorancia más grande que hay: la del otro. Solo ese amor nos impulsa a salir de nosotros mismos. Sin esto no hay aprendizaje posible. Por eso casi todos nos vimos felizmente obligados a contar con nuestros amigos para estudiar y preparar exámenes o trabajos. Nada diferente nos hizo amigos. Amar a los amigos es amar nuestra ignorancia: amar la ignorancia, lo único que por lo que aprendemos, es amar la amistad.
Contingente y frágil, fortuita e inevitable: así es la amistad, forma superior del amor, pues es la forma superior de la libertad. Todo el que haya perdido una amistad por un error propio sabe de qué hablo: el amigo se va de nosotros cuando le arrebatamos la libertad, cuando lo intentamos dominar, cuando no lo dejamos ser como es. Más que respeto, la amistad demanda un aprender a ser con lo que no podemos someter a nuestros caprichos. Ser amigo consiste en perfeccionar lo que deseamos para el otro: es desear lo que el otro puede ser, que no es casi nunca lo que queremos para nosotros. No hay amistad desinteresada. Al contrario, la auténtica amistad tiene un interés mayor: la de que el amigo pueda ser lo que es más allá de lo que nosotros queremos que sea. Y no siempre, casi nunca, sabemos qué quiere ser nuestro amigo.
El deseo del otro es un enigma tan grande como el deseo propio. También de nosotros mismos somos ignorantes. Y por eso estamos llamados a hacernos amigos de nosotros mismos: a trabajar por lo que podemos ser, incluso si no es lo que nos parece que queremos. La amistad descubre de qué somos capaces, pero también nos hace más capaces de lo que ya somos: nos permite lo imposible. Con su tiempo y su alegría, un amigo nos da también los anhelos más profundos de nuestro corazón, que solo empieza a latir en su compañía. El amigo nos da la vida justo cuando creemos perderla; nos devuelve el aire en los momentos de cansancio supremo. En cada desfallecimiento, en cada momento difícil de la universidad, no hubo mejor apoyo que el de la amistad; no hubo mejor fármaco que haber aprendido a ser amigos de nosotros mismos, para volver a ser capaces de lo que no lo éramos.
¡Ay, amigos míos, amigas mías! No puedo más que llamarnos así. Los amigos, ya lo he dicho, se ignoran entre sí: son discípulos de la ignorancia. Son, somos, desconocidos. Pero, aunque no sepan quiénes son, sueñan juntos, aunque cada uno tenga un sueño diferente. Y hoy hacemos eso: soñamos, deseamos juntos lo que el otro puede ser. La alegría nos da esa posibilidad de desearnos lo mejor, aunque no nos conozcamos. Pero no solo soñamos juntos: celebramos un viejo sueño que hoy se cumple. Los que hoy nos graduamos no somos nada de lo que imaginábamos que seríamos hace cuatro o cinco años, más o menos. ¿Y qué éramos hace años? Una esperanza, tanto de nosotros mismos como de las personas que nos han apoyado en este proceso de aprender a ser ignorantes, a saber, nuestra familia, nuestros amigos y la universidad, con sus directivos y profesores. Para todos ellos éramos un deseo incierto, una posibilidad oscura, un riesgo que, sin embargo, corrieron, en un profundo acto de amistad, de amor sin límites. A todos quiero expresarles, en nombre de mis compañeros, el más incondicionado de los sentimientos que acompaña la alegría de graduarnos: una gratitud sin reproches, sin miramientos; una gratitud sin límites, que viene de la raíz misma del corazón. A ustedes, amigos nuestros, amigas nuestras, les expreso toda nuestra gratitud. ¡Gracias! Que con ustedes sean la paz, la generosidad y el amor.
No me extenderé más. Así como nuestras carreras, este discurso también tiene ahora su final. Nos esperan la incertidumbre y la ignorancia, para las que hemos aprendido a ser amigos. Nuestros tesoros no son ni el saber ni la inteligencia, ni eso que los sociólogos que hoy se gradúan llaman capital cultural: nuestro único tesoro es nuestro corazón, que late hoy alegre porque tiene amigos, porque ha aprendido a hacerse amigo de sí mismo. Y es que, como bien dijo Aristóteles, nadie querría vivir sin amigos. Que vivamos, pues, en la amistad.
Felicitaciones a todos por su grado.
Gracias.