Los amigos de la ignorancia

El pasado viernes 11 de octubre me gradué de filósofo en la Universidad del Rosario. Recibí el regalo de dar el discurso de grado. Y aquí quiero compartirlo.

 

 

 

Amigos míos, amigas mías,

 

 

Quiero saludarlos así: como amigos. No conozco a todos los que hoy asisten a esta ceremonia. A algunos sí, menos de los que quisiera, con los que me he encontrado en estos años en la universidad. Somos extraños que se han reunido por una alegría común, por una alegría que quizá nos desborda más allá de la sobriedad que ordena el protocolo; que excede incluso nuestro presente, y que llega ya a nuestra muerte, a un recuerdo de esta mañana que nos acompañará toda la vida. Esa alegría está ya en el fondo de nuestra memoria. Y tal vez sea más fuerte que todo lo que aquí se diga u ocurra, sin excluir este discurso, cuyas palabras, no tengo duda, se olvidarán también. No lo lamento. El olvido es inevitable, pero no es una resignación. Y acaso porque por encima de este discurso está ese sentimiento que no quiero dejar de celebrar una y otra vez, al que le debo cada una de estas palabras: la alegría, la alegría de sabernos amigos, la que nos ha hecho amigos por unas horas y que ya nunca nos separará. Sé que hay padres de familia, hermanas, abuelos, novias, así como hay directivas, profesores, decanos, secretarios, etc.. Todos esos títulos y parentescos pueden ser suspendidos por un momento, para que solo nos llamemos por una palabra: amigos. A ustedes, amigos míos, amigas mías, los saludo.

¿Y por qué quiero hablar de la amistad, cuando hay un repertorio de temas que siempre son urgentes en un discurso de grado? Todos lo sabemos. Hay enormes problemas: la paz, la inequidad, la crisis ecológica, cada uno más grave que el anterior. Y está escrito en la ley que graduarse es asumir una responsabilidad enorme con el mundo, por no hablar de la vida laboral que se viene encima. Es seguro que tendremos que enfrentar algo más desagradable que el desempleo, y es tener que trabajar. Pero quizá hoy la alegría nos permita aligerar toda esa carga. Hoy no hay deberes, ni entregas, ni responsabilidades. Y es que la esencia de todo lo que hemos hecho estos años en la universidad no está en nuestros saberes, ni en la pertinencia social o en la utilidad económica de lo que hemos estudiado: está en la amistad. Así como ocurría en el colegio, uno viene a la universidad no más que a hacer amigos. Y solo vuelve a eso si uno hace un posgrado: a hacerse más amigo. Venimos a hacer amistad con el saber y la ignorancia; a dejar que el pensamiento de otro nos interpele y nos ponga en cuestión, y que así haga mejor el nuestro: esa sutil amistad por medio de la confrontación, no siempre valorada como se debe. Y también venimos a disfrutar lugares y a crear recuerdos de, por ejemplo, excursiones indebidas, a hora de clase, a tiendas de medio pelo para tomar cerveza. Todos lo hicimos alguna vez, aunque jamás les hayamos contado a nuestros padres aquí presentes, a quienes quizá dijimos que, cómo no, estábamos en clase, con mucho estudio. También hoy ha llegado la feliz ocasión de confirmar sus temores y decepcionar sus certezas.

A la amistad debemos la persistencia en la universidad, a pesar de todas las dificultades. Cada uno sabe aquello por lo que pasó: problemas emocionales, económicos, de salud, familiares o académicos. Pero también otros problemas que parecen no tener la misma magnitud: desde las luchas cada mañana con una impertinente alarma que nos levantaba luego de una noche en vela haciendo un trabajo, hasta la frustración de habernos tardado un segundo más en llegar a un paradero donde acababa de pasar el bus que ya no nos llevaría a tiempo al más difícil de los parciales con el más estricto de los profesores. Y sin embargo aquí estamos, en la celebración de que todo ello fue superado, de que se quedó atrás, de que, quizá, lo importante en sí nunca fue el parcial, sino nuestra voluntad de persistir, de mantener la fortaleza a pesar de tantos quebrantos. Y es cierto: tal vez no recordamos nada del tema del examen de aquella mañana frustrante, pero, sin duda, nos acordamos de eso que tuvimos que ser para no perecer: o de eso que el fracaso, a veces inevitable, nos enseñó.

Puesto que la universidad pertenece al mundo real, aunque no siempre lo parezca, el saber tiene poca importancia frente a la capacidad de sobreponerse a los problemas de la experiencia, es decir, frente a la capacidad de actuar en situaciones inciertas, en la casi plena ignorancia. Creo que lo que hemos vivido hasta aquí me permite afirmar algo con toda seguridad: no es tan importante actuar desde el conocimiento, desde el saber, como aprender a hacerlo desde la ignorancia. Y esa creo que debe ser la principal función de la universidad: formar en aprender en la ignorancia. Quizá me sirva, por única vez en este discurso, un cliché que no deja de ser cierto por ser un lugar común: el avance veloz del conocimiento hace que casi todo lo estudiado vaya a ser poco menos que irrelevante en un par de años. Pero tal vez no haya que recurrir a las revoluciones diarias de la tecnología: tanto como la memoria se extiende con nuevas vivencias para ser recordadas, el olvido va tomando para sí todo lo que no muestra su relevancia en las ocupaciones cotidianas. Solo pensemos en la mayoría de los temas y lecturas que vimos en primer semestre: apostaría a que el 80% de todo aquello ha sido olvidado. Y sin embargo, nuestra ignorancia hoy tiene un cariz diferente al que tenía antes de habernos enfrentado a ese saber que ya no tenemos: esa ignorancia es, ahora, una nueva disposición para aprender, pues lo único que nos ha quedado de entonces es aquello en lo que tuvimos que convertirnos para saber algo. Nuestra ignorancia viene hoy precedida por un aprendizaje. Y ese aprendizaje es lo que nos hace, según el diploma que esta mañana recibimos, profesionales, esto es, personas capaces de profesar, de, como lo indica la etimología de la palabra, decir ante otros: no profesar la vanidad del saber, sino la grandeza de la ignorancia, no con falsa modestia, sino con profundo orgullo.

¿Cómo aprendimos a vivir en la ignorancia, con ella? ¿Cómo lo hicimos estos años? ¿Cómo lo haremos los que vienen? De una sola manera: haciéndonos amigos, tanto de nosotros mismos como de otros. Y sobre todo, de la ignorancia misma, lo que significa hacerse amigo de la amistad misma. Pero esto que digo quizá suene muy enredado. Me perdonarán si sueno muy filosófico. Cuatro años y medio de carrera no se desaprenden de un día para otro.

Preguntémonos por un segundo: ¿qué es un amigo? Un amigo es alguien a quien amamos por encima de cualquier filiación u origen. A veces se dice que los amigos son la familia que uno mismo se hace. Pero me parece un error: la amistad no tiene ningún origen, ningún parentesco, ningún parecido, ningún título, ninguna jerarquía o autoridad. Y en nuestra familia podemos tratarnos como amigos cuando nos amamos más allá de los lazos sociales que nos unen, más allá de los roles que asumimos: cuando nos amamos como hoy, que solo somos amigos, perfectamente desconocidos, ignorantes de nosotros mismos. La amistad nos hace iguales porque nos encuentra en la mutua extrañeza, es decir, porque nos descubre como enigmas: el otro, el amigo, es un misterio para mí, un mundo que no puedo entender y que amo más allá de si puedo entenderlo. La amistad nos hace vivir y amar la ignorancia más grande que hay: la del otro. Solo ese amor nos impulsa a salir de nosotros mismos. Sin esto no hay aprendizaje posible. Por eso casi todos nos vimos felizmente obligados a contar con nuestros amigos para estudiar y preparar exámenes o trabajos. Nada diferente nos hizo amigos. Amar a los amigos es amar nuestra ignorancia: amar la ignorancia, lo único que por lo que aprendemos, es amar la amistad.

Contingente y frágil, fortuita e inevitable: así es la amistad, forma superior del amor, pues es la forma superior de la libertad. Todo el que haya perdido una amistad por un error propio sabe de qué hablo: el amigo se va de nosotros cuando le arrebatamos la libertad, cuando lo intentamos dominar, cuando no lo dejamos ser como es. Más que respeto, la amistad demanda un aprender a ser con lo que no podemos someter a nuestros caprichos. Ser amigo consiste en perfeccionar lo que deseamos para el otro: es desear lo que el otro puede ser, que no es casi nunca lo que queremos para nosotros. No hay amistad desinteresada. Al contrario, la auténtica amistad tiene un interés mayor: la de que el amigo pueda ser lo que es más allá de lo que nosotros queremos que sea. Y no siempre, casi nunca, sabemos qué quiere ser nuestro amigo.

El deseo del otro es un enigma tan grande como el deseo propio. También de nosotros mismos somos ignorantes. Y por eso estamos llamados a hacernos amigos de nosotros mismos: a trabajar por lo que podemos ser, incluso si no es lo que nos parece que queremos. La amistad descubre de qué somos capaces, pero también nos hace más capaces de lo que ya somos: nos permite lo imposible. Con su tiempo y su alegría, un amigo nos da también los anhelos más profundos de nuestro corazón, que solo empieza a latir en su compañía. El amigo nos da la vida justo cuando creemos perderla; nos devuelve el aire en los momentos de cansancio supremo. En cada desfallecimiento, en cada momento difícil de la universidad, no hubo mejor apoyo que el de la amistad; no hubo mejor fármaco que haber aprendido a ser amigos de nosotros mismos, para volver a ser capaces de lo que no lo éramos.

¡Ay, amigos míos, amigas mías! No puedo más que llamarnos así. Los amigos, ya lo he dicho, se ignoran entre sí: son discípulos de la ignorancia. Son, somos, desconocidos. Pero, aunque no sepan quiénes son, sueñan juntos, aunque cada uno tenga un sueño diferente. Y hoy hacemos eso: soñamos, deseamos juntos lo que el otro puede ser. La alegría nos da esa posibilidad de desearnos lo mejor, aunque no nos conozcamos. Pero no solo soñamos juntos: celebramos un viejo sueño que hoy se cumple. Los que hoy nos graduamos no somos nada de lo que imaginábamos que seríamos hace cuatro o cinco años, más o menos. ¿Y qué éramos hace años? Una esperanza, tanto de nosotros mismos como de las personas que nos han apoyado en este proceso de aprender a ser ignorantes, a saber, nuestra familia, nuestros amigos y la universidad, con sus directivos y profesores. Para todos ellos éramos un deseo incierto, una posibilidad oscura, un riesgo que, sin embargo, corrieron, en un profundo acto de amistad, de amor sin límites. A todos quiero expresarles, en nombre de mis compañeros, el más incondicionado de los sentimientos que acompaña la alegría de graduarnos: una gratitud sin reproches, sin miramientos; una gratitud sin límites, que viene de la raíz misma del corazón. A ustedes, amigos nuestros, amigas nuestras, les expreso toda nuestra gratitud. ¡Gracias! Que con ustedes sean la paz, la generosidad y el amor.

No me extenderé más. Así como nuestras carreras, este discurso también tiene ahora su final. Nos esperan la incertidumbre y la ignorancia, para las que hemos aprendido a ser amigos. Nuestros tesoros no son ni el saber ni la inteligencia, ni eso que los sociólogos que hoy se gradúan llaman capital cultural: nuestro único tesoro es nuestro corazón, que late hoy alegre porque tiene amigos, porque ha aprendido a hacerse amigo de sí mismo. Y es que, como bien dijo Aristóteles, nadie querría vivir sin amigos. Que vivamos, pues, en la amistad.

 

Felicitaciones a todos por su grado.

 

Gracias.

 

 

 

Aún no había nombres

 

El escritor parece dueño de su pluma, puede resultar capaz de un gran dominio sobre las palabras, sobre lo que desea hacerles expresar. Pero ese dominio sólo logra ponerlo, mantenerlo en contacto con la pasividad básica, donde la palabra, al no ser más que su apariencia y la sombra de una palabra, no puede ser ni dominada ni aprehendida; sigue siendo lo inasible, lo indesprendible, el momento indeciso de la fascinación.

Maurice Blanchot, El espacio literario

 

 

 

De Aún no era grande se ha dicho que es un libro de cuentos. Tiene toda la apariencia de serlo, y el prólogo de Constantino Villegas y la información de la editorial en internet lo confirman. Pero en lo único que este libro se parece a uno de cuentos es en que tiene textos cortos con títulos casi todos reducidos a una sola palabra: nombres o frases cortas, que se cruzan en la lectura como las estrellas fugaces o las luciérnagas a las que la narradora del libro cuenta que les pedía deseos, por enseñanza de los abuelos. Y atrás, o abajo en este caso, queda el firmamento, el texto. Los nombres son apenas pausas más o menos impostadas de un texto que avanza y retrocede continuo y fragmentario a la vez, en el doble sentido del tiempo y la memoria. Más que nombrar o titular, las palabras que encabezan los textos, sustantivos con unos cuantos artículos que son como piqueticos de la lengua que ocupan un espacio que no es para ellos, retiran cualquier nombre de su seguridad: desnombran, desmiembran, desajustan esa vieja concordancia entre la palabra y el objeto. Lo que hay después son textos que están en busca de un título, o que ya han renunciado a él, como en los libros de Proust o Fernando Vallejo, con los que este se emparenta.

No hay aquí cuento alguno porque los cuentos requieren de personajes y de acciones, de tiempos y de escenarios, de lugares, en general de individualidades que pueden recibir uno que otro nombre. Por eso en el cuento no hay lugar para la amplitud de la lengua y el lenguaje, de la escritura como tal, del texto que se busca a sí mismo. Solo hay lugar para la historia, para la narración, que parte de algo narrado, verdadero o falso, que se ubica en el lugar ya muy seguro de la ficción. Da igual si en el cuento hay miles de aventuras o si no pasa nada: la esencia del cuento es la fábula y la fabulación, esto es, lo decible, lo que se puede hablar, imaginar y contar entre varios, que se opone a lo inefable. Lejos de decir y contar algo, Aún no era grandees un libro infantil, sin habla, sin parte en una conversación que admite a la vez anécdotas, chismes o cuentos elaborados. Nada de lo aquí escrito es un relato de algún hecho de la vida de quien firma el libro, Estefanía Uribe Wolff. No diremos ni siquiera que quien escribe se llamaEstefanía, aunque un texto nos lo sugiera, pues aquí lo que está en juego es el nombre: nada menos que eso es lo que se juegan los niños mientras crecen, y ni siquiera cuando ya son grandes, adultos, dejan de vivir la incertidumbre del nombre propio.

Se trata de un texto, de una textura textual, de algo parecido a una voz escrita, que nace en y de lo que constituye la infancia: una experiencia de la soledad de las palabras. Pero, ¿qué es infancia? Nuestro uso adulto es que lo infantil es lo relativo a los niños. Es una categoría denigrante. Los adultos, sin embargo, se caracterizan, nos caracterizamos, por la indiferencia por los niños y las palabras, y no solemos saber qué decimos, pues ya hemos perdido la curiosidad o la libertad para preguntar qué significa lo que hablamos, tan seguros como estamos de nuestro buen sentido. Los niños, claro, sí preguntan, y por eso aprenden. Cuando usamos la palabra infancia, lo hacemos en una implícita referencia al pensamiento aristotélico de que los niños carecen de logos, de discurso en lo público, y no tienen más que un ruido similar al viento, una voz que en sus palabras no articula con corrección al mundo, sino que se parece más a la locura. Separados de la conversación, víctimas de la primera y más fuerte exclusión política, los niños habitan en la lengua y el lenguaje sin, no obstante, carecer del derecho a hablar con propiedad. Es una violencia tremenda, inigualable, de la que no podemos hacernos siquiera una idea, y que es irremediable incluso cuando los adultos intentan hablarle a los niños con igualdad y sin condescendencia. El niño, por ser pequeño, por enfrentarse al mundo en su abierta infinitud, siente lo que el adulto no: la soledad de cada palabra, del lenguaje, una soledad compartida que funda todos los juegos.

Y lo que hay en el libro Aún no era grandees un testimonio de esa soledad: o más que un testimonio, un desarrollo escrito de esa experiencia de no tener más amigos que las palabras, las cuales pueden incluso abandonarnos, como nuestro propio nombre o como las de un vendedor de helados, cuyo secreto sobre cómo nacen las paletas es tan inefable que todo lo que diga tiene que ser mentira. La escritura persigue una posible amistad con un nombre misterioso y deseado, Justina, que escribe y habla de los hombres con los que ha dormido. No diría ni siquiera que esta textualidad habla de recuerdos: por el contrario, busca una memoria perdida, no porque en su lugar haya olvido, sino porque, a pesar de que están ahí, es imposible crear esa distancia entre el recuerdo y lo recordado, análoga a la del nombre y lo nombrado, sin la cual no puede recordarse. Así como sus títulos, los textos que les siguen son fugaces, pero, más que hablar de lo efímero de una existencia que convierte en trapos de cantinas cobijas amadas que abrigan la soledad como las palabras, hablan de la eternidad de sus instantes, de su presente insuperable y doloroso, que bien puede ser el presente de un bloqueo mental producto de unas pastillitas que impiden escribir un cuento, el de un dolor que se expresa con lágrimas llamadas tristezas, o el de un silencio que se forma entre uno y la persona que más se ha amado, como la abuela, y frente a la cual se vive la infancia, el no poder decir nada. Este libro está escrito en un presente amplio que admite todos los tiempos, la muerte y la vida, la adultez y la niñez: un tiempo inagotable, una sustancia infinita como la lengua que es una escritura que aún no se acaba, que aún no se dice, que vive en la esperanza y la frustración del aún no ser (grande).

 

 

Animales fantásticos y dónde encontrarlos: nuestra antigua y nueva gran literatura

Come writers and critics

Who prophesize with your pen

And keep your eyes wide

The chance won’t come again

And don’t speak too soon

For the wheel’s still in spin

And there’s no tellin’ who that it’s namin’

For the loser now will be later to win

For the times they are a-changin’

Bob Dylan

Un canon literario es, entre muchas otras cosas, una lista de libros por los que uno debe avergonzarse en caso de no haber leído. Sin duda, los cánones son importantes y han de ser respetados. Ningún lector, menos aún ningún escritor, debe entregarse a su actividad como si con él empezara la literatura. Por el contrario, debemos comulgar con los textos del pasado, traerlos al presente y dejar que se transformen ante nosotros, tal como nosotros hemos de dejarnos transformar por ellos. Por ello, tampoco ningún libro debe leerse o hacerse –y leer es una forma de escribir– como si con él hubiera acabado la literatura, como si estuviera completo, como si no pudiera decir nada nuevo. La ausencia de puntos finales permite que hoy podamos leer a Virgilio, a pesar de no ser los lectores para quienes él debió de haber pensado su obra. No importa: ella se mueve, transforma y renueva. Eso es lo que la hace grande: su pequeñez, su finitud, el hecho de que nadie nunca ha podido decirlo todo.

Digo esto a propósito de la última película inspirada en el universo mágico de Harry Potter: Animales fantásticos y dónde encontrarlos. Como es sabido, la obra de J.K Rowling, aunque goza de la admiración y la gratitud de millones de personas, está desprestigiada en el mundo –académico o no– de los lectores profesionales (cuyo trabajo, digo de paso, no pretendo denigrar). No pertenece –y parece que no lo hará, tampoco debe hacerlo– al canon universal. Incluso para nuestra época, está excluida de lo que se ha convenido en llamar la buena literatura. Mario Vargas Llosa no ha dudado en señalarla más de una vez como un caso claro de la frivolidad que se ha apoderado de la cultura en nuestra época, movida por el deseo de vender y comerciar, en la que la crítica ha sido sustituida por la publicidad y el deseo de hacer escándalo.

Harold Bloom, uno de los grandes lectores profesionales de nuestra época, famoso por haber elaborado un canon de Occidente, concluyó que Harry Potter y la piedra filosofal es una obra con poca visión imaginativa, con una prosa llena de clichés y con pobreza estética; en suma, algo a lo que no se le debe dedicar muchas horas. En esta misma línea, la lectura de Harry Potter suele recomendarse apenas como una lectura juvenil de iniciación en el mundo de los libros, una forma de adquirir la disciplina y la fuerza que más tarde se necesitarán para Los hermanos Karamázov. Las defensas más optimistas de la obra de Rowling son, por lo general, una apología de la lectura por placer: si a uno le gusta Harry Potter, se dice, debe leerlo sin importar si es o no de calidad. Pero nadie defiende que sea bueno.

Por ser un lector agradecido de por vida con Rowling, que se ha enfrentado siempre con argumentos como los anteriores, me he preguntado siempre qué es lo que se considera bueno de la buena literatura para que Harry Potter no sea incluida en ella, es decir, qué valida el juicio un crítico más allá de su posición social. También me ha asaltado la cuestión de cuál es la labor del crítico, si sí es –como suelen hacer los reseñistas colombianos– juzgar en términos de bueno o malo (o sus equivalentes). No tengo las respuestas definitivas a estas preguntas, pero quiero compartir algo de lo que he encontrado. Y quiero esbozar algunas de las opiniones que me he formado sobre el tema.

Para empezar, hay que decir que los juicios de un crítico no son juicios de hecho como los de un científico. Lo bueno o malo de una obra literaria no está en ella, sino en quien la juzga. Más aún: la obra no es una realidad por sí misma, sino que solo es en nosotros. La literatura se da en la lectura. Existe, como dijo Borges citando al gran chiflado que fue Berkeley, en el comercio de la palabra con el lector, que es quien la hace hablar y la dota de sentido. Sin integrarse a una subjetividad, los palabras no son sino átomos en un papel u ondas sonoras en el aire.

Ahora bien, la relación entre ellos y nosotros, sus lectores o escritores, no es por completo individualizada, es decir, no es uno a uno. Si bien desde la modernidad –sobre todo con la invención de la imprenta y de las novelas– nos hemos acostumbrado a leer de forma privada, cuando nos enfrentamos a una obra ni nosotros ni ella estamos solos. Lo que las palabras nos dicen, y lo que nosotros leemos, se inscribe en una realidad humana mayor a la que no podemos dejar de pertenecer y que nos une con lo pasado, lo presente, lo futuro, lo cercano y lo lejano. No existen libros: solo las lecturas y los lectores. Ambos son la materia de la crítica.

Sin duda, le acabo de abrir la puerta al relativismo absoluto en materia literaria. Es cierto. No me defenderé; no temo esa tesis. Creo que la literatura es una celebración plena de la subjetividad. En ella no tiene cabida lo objetivo en ninguno de sus sentidos. Además, es relativa a un lugar y un tiempo particulares. No acepto que una novela como En busca del tiempo perdido, de cuya grandeza solo dudan unos pocos, sea buena independientemente de sus lectores. No creo, por tanto, que haya unas razones más o menos universales para decir que un libro sea bueno. Ellas varían y se hacen relevantes según su lector. No se dude nunca de que en literatura todo –absolutamente todo– es válido. Incluso dudar de la validez de todo. También lo es la contradicción.

No quiero decir que la crítica sea un ejercicio estéril y vano. Solo digo que quien se dedique a ella debe abandonar la pretensión de que lo que diga sea una verdad de hecho. Por supuesto, es un llamado ridículo porque todos, de forma inevitable, juzgamos y queremos juzgar como si fuéramos los elegidos de Dios. Comprendo también que es difícil aceptar que en nuestra lectura no hay nada como una verdad de hecho, más o menos universal, sino una verdad puramente subjetiva, tan frágil y volátil como nuestro propio yo, siempre arrastrado por el tiempo.

Sin embargo, sé que lo usual ha sido acudir a unas reglas, a unos valores, a unos criterios para, valga la redundancia, criticar. Entre ellos están la verosimilitud, el estar bien escrito, la técnica narrativa, la riqueza o pobreza estética, entre otros. Lo hacemos como si, por ejemplo, la historia de Guerra y paz fuera por necesidad verosímil, cuando esto se condiciona a las reglas que el lector tenga para vivir. Que algo sea creíble, porque hubiera podido suceder en nuestra vida o porque sea coherente con las reglas con que se nos presenta la obra, no depende sino de nuestras costumbres y creencias. Con ellas determinamos si lo que leemos es maravilloso, realista, lógico e ilógico. Creemos una anécdota, por ejemplo, si se ajusta a lo que pensamos sobre cómo funciona el mundo. A diferencia de un danés, yo escucharía sin extrañeza a alguien que me cuente que vio un asesinato en pleno centro de Medellín. El danés se alarmaría y se asustaría, le parecería inconcebible el asunto. Del mismo modo, yo no podría creerle a un indígena amazónico que me cuente, como la cosa más normal, que se convirtió en jaguar cuando consumió yagé.

Como la verosimilitud, todos los demás valores literarios están condicionados al lector. Es él quien decide si los hace relevantes. Harold Bloom, al analizar la primera novela de Harry Potter, eligió someterla a unos valores que son tan contingentes como cualquier otro artículo de periódico. Su elección es válida, pero pobre y vacía, pues nada de lo que él señala es lo que nos ha importado en las que sí consideramos grandes obras literarias. Un Cervantes, un Dostoievski, un Proust, tienen todos su grandeza en que exceden y vuelven irrelevantes los, llamémoslos así, criterios de los críticos. La pregunta que hay que plantearse es por qué hacemos relevante una u otra cosa: por qué elogiamos la prosa de García Márquez o por qué admiramos la capacidad de Borges para construir objetos y lugares fantásticos. Decir sin más que esto es una buena escritura y que aquello es verosímil, y que por eso un libro vale y otro no, es palabrería y crítica sin justificación.

No sé con claridad por qué, pero sospecho que la respuesta a esa pregunta está en que los valores y los criterios que elegimos para juzgar una obra son aproximaciones a algo que no podemos nombrar, pero que es, en últimas, la razón de ser de la literatura. A ella nos mueve, me parece, el deseo y la necesidad de realidad. Por lo general, se ha dicho que es el deseo de vivir otra vida lo que nos motiva a contar y a leer historias. Pero creo, al menos desde mi experiencia y otras que conozco, que esa otra vida no es una vida ajena, sino una vida propia a la que solo podemos acceder a través de la experiencia artística. En ella buscamos tanto comprender lo que somos, como poderlo ser. La vida, que pasamos sin poder volver sobre ella, se nos escapa. Solo en las pequeñas eternidades que nos ofrece el arte –plástico, literario, musical o el que sea– podemos reunir esos pedazos fragmentarios que nos constituyen. La literatura pone en juego la verdad sobre nosotros mismos. No es ni debe ser un mero pasatiempo o un mero divertimento intelectual. Tampoco es un mero consuelo.

El real placer de leer está ligado a la verdad que buscamos en la lectura. Solo ese placer puede ser intenso y enfermizo, solo él nos puede desacomodar de donde no podemos vernos. El placer tibio, o sea el mero divertimento, nos ofrece apenas un juego intelectual que se acaba cuando cerramos el libro. Es por completo válido, pero no es él el que nos lleva a admirar una obra, ni mucho menos a releerla o a volverla un clásico. Hoy leemos a Shakespeare porque es más que un mero entretenimiento y pone en juego lo que somos. Si valoramos, por ejemplo, los monólogos del delirante príncipe Hamlet, no es porque ‘en sí mismos’ estén bien escritos y tengan algo abstracto como ‘fuerza poética’. No: eso lo valoramos por su capacidad de hablarnos; elogiamos su uso de las palabras porque ese uso hace posible que podamos escuchar nuestra voz en la voz de Hamlet.

Los cánones se forman, como dije, no por esos valores abstractos y vacíos, sino por lo que las obras nos pueden decir, lo que nosotros les hacemos decir. Luego buscamos cómo lo logran. Casi todos los conceptos a los que recurrimos para explicar un libro no son sino modos –válidos, sin duda– para explicar lo que fue una lectura en nosotros. Sufrimos, sin embargo, cierta vergüenza en hablar de forma desabrida, sin ninguna clase de elegancia, de lo que simple y llanamente agradecemos, admiramos y, sobre todo, amamos. Por ello, la labor del crítico, más que juzgar en términos de bueno o malo, es explorar lo que una lectura le ha dicho. Bastante razón tuvo George Steiner cuando escribió que la crítica debía surgir de una deuda de amor. En últimas, el buen crítico se critica a sí mismo a través de un libro. Su función no es otra que proponer y elaborar maneras de leerlo; en cierto modo, debe reescribirlo y crearlo en él. La crítica es, en el mejor sentido, puramente subjetiva.

En este sentido, me parece que Harry Potter, como muchos otros libros de la mal llamada literatura juvenil, ha tenido una capacidad inmensa de hablarle a millones de lectores, de ser más que una mera diversión o un consuelo. Yo puedo dar testimonio de eso. Su historia, sus personajes, sus conflictos ponen de relieve las principales preguntas que un adolescente –y un ser humano en general– se hace cuando crece: quién soy, quiénes son los otros, qué debo ser, qué está bien, qué está mal, entre muchas más. Los casos, las situaciones, los problemas de todo ser humano. Que haya a muchos otros a los que las novelas de ese mundo espectacular no les digan nada no es sino un equivalente de aquellos a los que la poesía barroca de Góngora no les puede hablar. La obra de J.K Rowling tiene los medios necesarios y precisos para que millones podamos emprender la búsqueda de la verdad a través de sus páginas.

Lo suyo no es mero entretenimiento frívolo, como lo cree Vargas Llosa; tampoco es pobreza estética, como lo piensa Bloom. Pregúntesele a un adolescente lector qué piensa, qué siente, qué aprende, qué desaprende y qué confronta a través de la historia del niño mago. De seguro, casi todos los aspectos de vivir quedan comprendidos en ella. Y es así  porque la prosa, las imágenes, la historia, lo que media la experiencia de la lectura, o sea la estética real del libro, lo permiten. La última película, a través de todos los recursos, capaces de hablarles a los que nos gusta Harry Potter, continúa lo que Rowling ya ha hecho en su saga. Es cine, pero también es literatura. No solo por su guion o por su parte ‘escrita’, sino por todo: sus actuaciones, su música, su dirección de arte. Lo literario de eso es su capacidad de significar. En el cine interesa eso, pero interesan otros aspectos que por lo general no buscamos en la literatura, cuyo medio mayor es la palabra. Pues bien, todo lo cinematográfico está también hecho de palabras y signos, y por eso nos interesa.

Muchos, como Héctor Abad Faciolince, dirán que es mejor no poner más confusión a lo que ya es confuso, que es mejor reducir la literatura a lo textual y a los meros símbolos de las letras. Ellos son los mismos que han dicho que la música de Dylan –con su armónica y su guitarra– no es literatura, quienes se olvidan de que la poesía apenas se separó de la música hace unos pocos siglos. Habrá que recordarles también que la literatura nació valiéndose no solo de los signos, sino también de los bailes, del fuego y de todos los recursos de la teatralidad. Eso, en nuestra época, se ha actualizado con el cine. Este, a su vez, se ha hecho un camino propio admirable.

No quiero reseñar ni analizar en sus partes la película de Animales fantásticos y dónde encontrarlos. Detesto contar libros o películas. Solo diré que, una vez más, Rowling se ha encargado de darle un nuevo significado al heroísmo. Sus héroes, una vez más, son personas sin talentos extraordinarios, que deben su valor al hecho simple de tomar la decisión correcta en un momento difícil. Sus hazañas son fruto del azar, más incluso que de la magia. Pero sus villanos, sus malos, son, sobre todo, seres que no deben su maldad a ellos mismos, sino a que se consumen en la triste soledad de desear el poder sobre todo. Como Espinoza, Rowling comprende bien que quien hace el mal renuncia a su propia humanidad, pues nadie –y he ahí lo que permite comprender al malvado– puede ser de verdad humano si no ama y no tiene amigos, y nadie puede ser malo si tiene eso. Solo por recordarme esto, agradecí y agradeceré para siempre que Harry Potter exista en la tierra.