Segunda parte
El cansancio terminó por mí el texto anterior. No lo concluí: tan solo me detuve. Eso lo aprendí de Carolina Sanín hace años, en un taller de escritura: que a veces la mejor manera de acabar es parar, no concluir. Es verdad que el texto quedó incompleto. Le faltó eso de lo que sí quería escribir: de comer solo. Salvo por ciertas menciones, lo que iba a ser una columna sobre la soledad se convirtió en un recuento de las maneras de burlarla.
Me puse a escribir entusiasmado por cariño al recuerdo de las personas que me han acompañado a comer en mi vida (mi mamá, los amigos). Quería decir lo incompleto de comer solo. Quería agradecer. Contra la soledad, a favor de la amistad, fui agregando párrafos y frases, descripciones que no había pensado al principio, que alargaron la escritura toda la tarde y toda la noche, como esos almuerzos en los que dejaban a mi mamá tomándose la sopa en el comedor. Sin darme cuenta vivía la equivalencia entre escribir largo y comer lento, entre observar y masticar, confirmación de que cada inciso —modelo de toda profundización y digresión— es una boca. Me acompañaban a la mesa —el escritorio, el comedor— los amigos que no se paraban del recuerdo ni la frase. Esta idea me la sugirieron dos lectores, el uno desconocido para mí, el otro un amigo de Bogotá con quien sí almorcé varias veces. Quiero pensar que los acompañé en la lectura de mi texto en el celular mientras comían, como lo hice con otra lectora, una amiga y periodista, que me leyó mientras cocinaba.
Empecé con entusiasmo, seguí por la compañía y terminé por cansancio. Dejé el plato cuando me llené. Eso es pararse de la mesa y no concluir: saber abandonar, dejar de esforzarse, aceptar la dignidad de rendirse sin cerrar el círculo. El arco no trazado es la muerte y es la vida. Porque morimos sin darle final a nuestra historia. Vivimos en la apertura, la carencia de desenlace y la posibilidad de ser otros. La mente imagina que habrá un círculo, pero se dibuja una figura nueva. Y en eso la muerte es lo más íntimo de la vida: nuestra indeterminación —lo propio de estar vivo— es un poder morir en el instante siguiente. Todas las posibilidades dependen de la de morir. Los muertos ya son lo que son porque no pueden ser otros y no pueden morir más. Se transforman, sí, en el recuerdo. Se valen de los vivos. De lo contrario son fantasmas o estatuas: estáticos e inmutables, condenados a la eternidad de la mismidad.
La muerte es más que una posibilidad que insiste en nosotros: es el hecho consumado de la vida. Es tal vez el (o lo) único hecho: todo lo demás es un hacerse, un estar en vías de realización, pero también de deshacerse: una promesa y un abandono. Como dicen los filósofos, es devenir, no ser. La vida es devenir, pero su ser es la muerte: lo que fijamos que es —las cosas, los momentos, los recuerdos, las palabras que se distinguen unas de otras— está ya muerto. Cada pequeño cambio es el signo de una muerte imperceptible. Podríamos decir, en el mismo sentido, que la muerte es devenir y la vida es ser: que lo vivo es lo que ha permanecido y durado, a pesar —o por ello mismo— de lo que muere en él. Una cosa no se opone ni niega a la otra, como han creído los dialécticos y los no dialécticos. La muerte es todo menos el poder de lo negativo, pero tampoco camufla una vida propia. Así podemos abandonarnos a cada instante, detener el todo tal como ha sido hasta ahora: podemos hacer que muera y poner el punto final tan solo por cansancio.
O comemos más, damos otro mordisco y posponemos un párrafo la conclusión. Pero en la ilusión de avanzar recomenzamos antes de darnos cuenta: no continuamos, sino que volvemos a dibujar el círculo, con miedo de torcernos o de abandonar el trazo, con la esperanza de que esta vez sí llegaremos al final. Morimos a la muerte y vivimos. O hacemos del estar muriendo la mayor vitalidad, la capacidad de recomenzar sin cesar.
Con la promesa de un nuevo círculo es posible empezar una segunda parte. Pero es preciso decir que ni mi vida ni mi escritura son círculos completos. Al contrario, han dejado muchos atrás, aunque imperfectos: el sol nuestro de cada día, los ojos que me han mirado, los ceros que nada me han quitado ni me han dado, las oes de las palabras y las disyunciones (siempre en medio de mis renuncias y elecciones), la estela que imagino que deja la Tierra en cada vuelta, las monedas que se me acumulan más cuando valen menos, el reloj que ya descolgaron, pero que aún creo que veré colgado en la cocina de mi casa en Medellín. Y otros círculos más: los de las carnes de hamburguesas de El Corral, los de los rollos de sushi de Wok, los de los platos de la vajilla que nos regaló mi mamá para el apartamento de Bogotá, los de las ollas donde solíamos hacer pasta o los de los huevos fritos de yema blanda —y las yemas también son círculos— que preparaba Sebastián. Y entre todos, el único círculo perfecto o con la ilusión de serlo: el del comedor del apartamento de Bogotá, donde comí solo por más de dos meses y donde quedó abierta la historia.
El comedor que teníamos era redondo, gris y de madera de mentiras, esa que hoy llaman «aglomerado». Venía con unas sillas plásticas azules y cafés: dos de cada color. No era grande, pero tampoco pequeño. Cuando teníamos invitados en la casa, nos sentábamos hasta seis y traíamos las sillas de los escritorios. Pero la principal característica del comedor era una sola: era barato. Lo había comprado la mamá de José David, un amigo con quien vivimos en el primer apartamento en Bogotá. Nos hizo el favor a todos de ir a Homecenter a averiguarlo y, tan pronto vio que tenía buen precio, le pareció lindo y apropiado. Mis papás y los de Sebastián lo aprobaron por la misma razón. Luego lo vimos nosotros.
No me pareció la gran cosa. Sebastián tuvo otra opinión. Tan pronto entró en el apartamento por primera vez, hizo una cara de desconcierto, como si fuera inconcebible vivir y a la vez comer en semejante mesa, pero, más que en esa mesa gris azulada y de vetas falsas, en esas sillas como pintadas con vinilos de colegio y con patas metálicas y plateadas, en las que uno casi podía reflejarse. Pero Sebastián no dijo mucho entonces. Empezábamos a vivir juntos y quería evitar problemas, lo cual, en nuestro caso, significaba susceptibilidad a cualquier opinión del otro.
Al año dejamos de vivir con José David y nos pasamos a vivir con Paulina, que es artista y con quien Sebastián empezó a darle rienda suelta a su tendencia a transformarlo y mejorarlo todo. Como en las conversaciones nocturnas sobre el look del día siguiente, con Paulina hablaba de las obras de ella y de las de otros artistas. Lo que más les gustaba era ver, oír y leer obras que admiraban. Ante cada visión de una solían exclamar cosas como: «¡Jueputa!» o «¡Maricaaa..!». La belleza los conmovía al punto del llanto o del éxtasis. La fealdad los abrumaba.
Una noche, después de comer, Sebastián empezó a imaginar con Paulina cómo transformar el apartamento. Que colgar unos cuadritos y unas matas. Que poner unos biombos. Que un mueble aquí y otro allá en nuestra sala inexistente, tan solo sugerida por un gran espacio que no habíamos ocupado por no tener sofás, en el que estaban, sin embargo, las mesas de dibujo y de pintura de Sebastián y Paulina, si bien el uno no usaba la suya y la otra pintaba en el piso. Querían convertir el apartamento en una instalación, aunque ya fuera, por nuestro modo de vida, un gran teatro dramático.
En esa conversación, Sebastián dijo de pronto que cambiáramos el comedor. Dijo que siempre lo había odiado y que no soportaba verlo. Reclamó que lo habían elegido sin su consentimiento y que él jamás lo habría comprado. Acusó de impertinencia su redondez y de baratija la textura de vetas, impresas, sin movimiento libre. Despreció el contraste entre el azul clarito de piscina y el café opaco en las sillas. Y reprochó la combinación de metal y plástico.
Dio un discurso iluminado y liberador sobre la fealdad. Paulina reafirmaba sus palabras. Yo asentía. Estaba de acuerdo con sus opiniones, pero, tan pronto Sebastián empezó a nombrar los comedores que le gustaban, supe que el futuro nos depararía la resignación. Lo interrumpí y le dije que podíamos vender el comedor y comprar uno nuevo con esa plata, pero que yo no tendría plata para uno nuevo. Sabía que, incluso si tenían, mis papás no iban a querer gastar en uno nuevo. Menos iba a hacerlo yo con mis ahorros. Sebastián cambió su tono de voz y, fingiendo que no sabía ya que todo seguiría igual, dijo que estaba seguro de que nos daba perfectamente para comprar uno bonito. Paulina lo animó. Él dio una razón tan común como falsa: que la belleza y el buen gusto nada tenían que ver con la plata. Pero sí tenían que ver. Los comedores baratos eran como el nuestro, de aglomerado pintado y no de madera de verdad. Los detalles que hacían bonitos a los bonitos eran inevitablemente caros.
Esa noche de imaginación ellos no se ocuparon del porvenir de frustraciones. Paulina y Sebastián siguieron transformando el apartamento en su mente. Se prometieron hacer lo necesario para comprar muebles, cambiar el comedor, llevar las plantas y poner los biombos. A la mañana siguiente habían olvidado sus promesas, pero yo anoté en mí los detalles de la noche, así como había hecho los cálculos de los cambios que nunca hicimos.
Ellos soñaron. Yo hice cuentas. Ahora yo lo sueño y lo cuento: superpongo el comedor a la mesa también redonda donde escribo, en mi apartamento de Medellín. Ahora también dejo que todo quepa y gire en el círculo: las palabras, la comida, las imaginaciones, los otros lugares donde estábamos cada noche cuando un tema nuevo era, más bien, una historia nueva, la de un sueño o un futuro posible que nunca realizaríamos. A pesar de su fealdad, Sebastián y Paulina dejaban en ese comedor todas sus ilusiones sobre la belleza que querían traer al mundo. Yo también dejaba las mías. Siempre estaba lleno de personas, de voces, de ideas, de las comidas que intentábamos cada noche.
Así ocurrió en nuestro último apartamento de Bogotá, ya solos Sebastián y yo, aunque casi siempre con la compañía de Juanita, Gabriella, a veces Constantino, e incluso Paulina y su novio, otro Sebastián. El comedor se mantuvo hasta el final de nuestra vida en Bogotá. Fue de las pocas cosas que no cambiaron. Era un círculo, pero uno estático, que no giraba, a diferencia de la rueda del tiempo: en él se había detenido nuestra larga noche de la amistad. Era la medida de la eternidad que aprendimos a vivir juntos.
El año pasado, el comedor se vació de todo esto. Fue cuando llegó la peste. Sebastián se fue y yo me quedé en el apartamento, con la idea de que volvería al menos en quince días. La soledad era prometedora. Cocinaría sin tener que llegar a un acuerdo con Sebastián. Gastaría menos plata. No tendría conversaciones largas que me interrumpieran o pospusieran el momento de hacer lo que debía para la universidad. Me entusiasmaba no cargar con el peso de los demás cuando llegara en mi casa, si bien no llegaría, pues nunca saldría. Libre de la eternidad, el comedor era la promesa de tiempo libre para mí. Sería un comedor silencioso en el que comería, no conversaría.
Las primeras comidas de cuarentena fueron fáciles y rápidas. Hacía lo que siempre había soñado: arepas con salchichas o atún, que no tardaban. Lo más demorado era que prendieran bien los fogones eléctricos, que funcionaban a la mitad de la capacidad. Pero no perdía tiempo en deliberaciones. A veces hacía pastas y otras veces ensaladas. Nunca había dudas. Me ponía en función de la comida a las ocho de la noche y a las nueve ya estaba listo. Con ánimos y fuerzas, dejaba también la cocina limpia cada noche, dados los pocos platos que había que lavar. A veces me esforzaba tanto en el aseo, que dos veces se filtró agua en los fogones eléctricos y, al volver a prenderlos, hubo cortocircuito en la casa. Por fin conocía el ahorro y la agilidad en una ocupación cotidiana como comer. Solo gastaba en los almuerzos, que los pedía a domicilio. La compañía no me hacía falta. Internet me la daba. Con un par de llamadas y mensajes al día era suficiente.
Usaba el comedor para leer y escribir. De nuevo las palabras ocupaban el lugar de la comida. Sin ruido, sin distracciones, sin conversaciones que me interrumpieran, como esas que Sebastián siempre quería tener, podía salir de mi pieza y dedicar la noche a proyectos que, me decía, no avanzaban por tener poco tiempo para dedicarme a ellos. Si bien trabajaba durante el día, siempre en mi habitación, en la noche salía al comedor con la ilusión de tener muchas horas libres. Limpia y vacía como la mesa, pero también como las páginas en blanco que abría en el computador, la vida no tenía obstáculos. Y todo lo que yo quería estaba conmigo. No salía. Solo bajaba a la portería a reclamar domicilios. Desperdiciaba algunas noches, pero siempre parecía haber una siguiente en la que nadie entraría por la puerta. Y para mi dicha, el presidente prolongó la cuarentena.
En esas primeras semanas, Constantino me propuso ir a hacerme compañía por unos días. Me dijo que me enseñaría a hacer una pasta especial de hongos. Muchos años antes, él había aprendido todos los secretos de la pasta con un maestro tradicional italiano, y quería transmitírmelos. Yo le creía que guardara esos secretos porque Constantino era un maestro del estilo y del refinamiento, alguien que privilegiaba los pequeños gestos sobre los grandes movimientos. Era atento a los cambios invisibles, a los signos escondidos. Sin duda era un gran aprendiz en la cocina.
Ese placer en los detalles se notaba en su trabajo de editor y corrector de estilo. Nada se le escapaba, y no solo lo relativo a la ortografía, la gramática y la redacción. Pesaba y medía las palabras. Las abría con cuidado —como si les quitara cinta a cinta un papel de regalo, sin arrancarlo con brusquedad— y miraba dentro de ellas, en la historia de su significado o en sus resonancias. Las acomodaba en la página, como componiendo un paisaje. Pero también se notaba cuando, en la universidad, yo compraba un Vive 100 antes de clase, él me pedía un poco y, al abrirlo, se le regaba una gota encima. Incapaz de soportar el pegote, no tomaba nada y corría al baño para lavarse las manos. Todo lo sentía. En sus propias palabras, era un ser de microafectos y micropercepciones, como si observara y oyera con cada célula, como si fuera una mónada capaz de sentir sus relaciones con todo el universo.
Muy al contrario, yo hacía todo con gestos generales, como si cada movimiento o hábito fuera una idea abstracta. Si Constantino iba unos días, sabía que notaría mis torpezas e indelicadezas, mi comodidad con las imperfecciones. Esta era la primera razón de que no quisiera que me visitara. Ya sentía sus burlas sutiles, sus apuntes discretos. Al imaginar su mirada sobre mí empezaba a darme cuenta de todos los detalles en los que no solía reparar. Y entonces, aunque estuviera solo, intentaba tener maneras dignas de su aprobación. Él me ampliaba la mirada sin querer. Yo la convertía en un juicio que tal vez nunca tendría ni me daría. Esto no se lo decía. Pero me avergonzaba la posibilidad de ser su aprendiz.
Por supuesto, había otra razón. Temía que se reanudaran las interrupciones y las distracciones, que por primera vez en la vida había logrado conjurar. Entonces me di a la invención de excusas. Primero le dije que debía tener la autorización de mis papás y de los de Sebastián, como si se tratara de una demorada diligencia burocrática. Después le dije que era posible un inminente regreso de Sebastián, a pesar de que el país seguía cerrado. Más tarde confesé que, detrás de esas razones, estaba una genuina preocupación de mi mamá por un contagio. Le dije que era por ella y no por mí. Reiteré mis buenas intenciones y acusé a los eventos mundiales de impedir su visita. Después dejamos de hablar del tema.
Las cuarentenas se fueron renovando. Empezaron a pasar las semanas. No es esta una frase hecha, como podría creerse. No fue sino hasta el primer mes que me di cuenta de que el tiempo efectivamente estaba pasando. Ya podía recordar como lejano lo que antes sentía como un presente inmóvil. Algo había cambiado, un cambio lento de esos que solo perciben las mónadas como Constantino. Lo sentía en el cuerpo. Me había cansado. Y cada noche, después del trabajo, tenía menos energía para ocuparme de cocinar y dejar todo limpio. Empecé a no tender la cama, ni a lavar la ropa. El apartamento se volvía más demandante. Nunca había pasado tanto tiempo seguido en él. Y no tenía la ayuda de María Inés, la empleada que iba cada semana.
Las cosas cambiaron de aspecto. Se empolvaron y se engrasaron. Los platos se acumulaban durante la semana y los lavaba apenas uno o dos días. En la nevera se mantenía comida que ya no gastaba. No abría las ventanas ni las puertas. Ahora solo pedía domicilios. Casi siempre eran hamburguesas o pizzas. En el comedor dejaba la basura de cada comida hasta la comida siguiente. Luego echaba los cartones y los plásticos en una bolsa grande que casi no sacaba. Las botellas de Coca Cola eran las que más se acumulaban, de las que me tomaba dos o tres grandes al día. Muy al final, lo que más ocupaba espacio eran los tarros de helado con los que reemplacé casi toda la comida. Cuando la cocina y el comedor estaban muy llenos de cosas, me iba a comer a mi pieza, al escritorio, o a veces simplemente en la cama. La casa crecía sobre mí, pero no me expulsaba.
Nada de esto me hacía perder mi entusiasmo inicial en la soledad. Me seguía prometiendo que cada noche me dedicaría a adelantar cosas pendientes que nunca adelanté. Les decía a mis papás y a Sebastián que me sentía bien solo y que no me hacía falta salir. Con Sebastián hablábamos del lejano día en que volveríamos a vernos. Pensábamos en octubre, incluso en el año siguiente. Solo una vez salí. Fue un día que quise cocinar y fui a una tienda a comprar Coca Cola y otros ingredientes. No tenía efectivo y el datáfono no funcionó. En la tienda me dijeron que volviera después a pagar, pero no lo hice. Aún les debo.
Mi hermano me preguntaba cada tanto cuándo iría a Medellín. Me ofrecía manejar hasta Bogotá y recogerme. El viaje tenía los visos de una aventura. Era infringir la ley y lanzarse solo a unas carreteras también solitarias para rescatar a otro solitario. Pero mis papás se negaban. Confiaban en que cada cuarentena sería la última y en que siempre se trataba de solo soportar quince días. Para ellos, el tiempo acumulado desaparecía cada vez que el presidente anunciaba que seguiríamos igual. Mi hermano les reclamaba dejarme en Bogotá, pero ellos, tal como había hecho yo, acusaban a los eventos mundiales. Él no me lo decía, pero yo sabía que imaginaba esta historia tal como la he relatado.
Solo una persona se dio cuenta de lo que pasaba en mí: Estefanía. Nos escribíamos durante todo el día y empezó a notar que olvidaba cosas de las que me decía. Yo creía recordar todo lo que no sucedía en ese detenimiento del tiempo. Pero ella reconstruía mi vida con mis palabras honestas, mis mentiras y mis silencios. Me veía a la distancia. Como si me acompañara en el comedor, veía nuevos ritmos: unos más lentos y distraídos. A veces me llamaba a la hora del almuerzo y conversábamos. Debía de advertir ligeras diferencias en la voz o en la fuerza de las ideas. Y como un médico que va confirmando un diagnóstico difícil a partir de indicios insignificantes para otros, como un médico que, a la vez, había padecido la enfermedad, se dio cuenta de que vivir solo me tenía a la mitad de mí mismo. Estefanía refutaba la popular idea de que la soledad no existe porque es estar con uno mismo. Muy al contrario, cada día había menos de ese yo con el que me decía a mí mismo que me acompañaba. Me iba muriendo en la inmovilidad del tiempo, en la sensación de que nada estaba cambiando y de que todo era diferente. Y poco importaba la palabrería de si la vida era ser o devenir.
Hasta que un día me lo dijo. Cuando confirmó su diagnóstico, Estefanía me dijo que debía volver a Medellín. Al principio pensé que era un reclamo suyo para verme. Pero luego, cuando me fue explicando en qué consistía lo que padecía, empecé a advertir los momentos en los que habían empezado los que ya eran cambios evidentes en mi vida. Los inicios habían tenido siempre la forma de aplazamientos o decisiones a las que no les había dado importancia, como si no hubiera un gran peligro en introducir pequeñas diferencias en grandes repeticiones. Pero dos meses y medio después, hasta mi entusiasmo sobre la soledad se había empolvado como el comedor que ya no limpiaba.
No discutí más con Estefanía y decidí volver contra los eventos mundiales, a los que ya no acusaría de nada. Averigüé un servicio de transporte para casos especiales y aduje una falsa razón para justificar legalmente mi desplazamiento. Volvería a la vida con ruido e interrupciones, en la que no se comía solo.
La última noche en el apartamento me dediqué a limpiarlo a fondo. Creía que así podría engañar a Sebastián sobre el aseo que ya llevaba un mes o más sin hacer casi. Boté la basura y volví a ver los espacios despejados. Quería borrar los indicios de mi historia. Quería que no adivinara esta historia. Tendí la cama.
Cuando empaqué las cosas, me di cuenta de que solo volvería una vez más al apartamento. No me llevaría todo, pero solo habría de regresar para recoger lo que quedara. No sabía cuándo, pero así sería. De pronto me di cuenta de que había terminado mi vida en Bogotá. Mi partida no sería como cuando volvía a Medellín por las vacaciones. Sabía que Sebastián también solo regresaría por sus cosas. Nuestros motivos para vivir en Bogotá, y para hacerlo juntos, habían terminado. Algo también había cambiado para siempre entre nosotros.
Afuera había ido muriendo la ciudad. Ya no podría verme con casi ninguna persona conocida y todos mis lugares estaban cerrados. No era más que una ciudad en la que mi único destino sería comer solo.
Todo eso me lo dije esa noche. Oí las canciones de cada una de mis épocas en Bogotá. Las de cuando quería irme, en el colegio. Las de cuando vivíamos con José David. Las que sonaban en los tiempos de Paulina. Las de los musicales que nos hizo conocer Juanita. La música nos devolvía la memoria al apartamento y a mí. La ponía en un pequeño parlante que Sebastián había dejado y que solía usar mientras se bañaba, momento en el que daba grandes conciertos.
Esa noche comí solo por última vez. Pedí ramen a Wok. Lo hice en un comedor limpio, como al principio de la historia. Volvió a ser la primera comida caliente y sustancial en mucho tiempo. Era la última noche, es decir, la primera que no me prometía una noche más, que no me engañaba con la esperanza de un tiempo infinito en el que nada me interrumpiría. Sabía que al día siguiente comería con mis papás y mi hermano. Volvería a verme con Sebastián y Estefanía. Regresaríamos a Lucio. Lamentaría nunca haber dejado que Constantino fuera a hacer la pasta de hongos.
Gracias a ellos podría escribir. Me darían lo que nunca me dio el prometedor tiempo libre. Por sus miradas, esas que ponen los demás sobre nosotros cuando nos acompañan a comer, me vería a mí mismo. Su atención a los detalles compensaría mi vida desatenta. Cuando volviera a Medellín, con mi familia y mis amigos, de nuevo comería hasta terminar, sin llenarme, sin dejar las cosas empezadas, sin detener el texto por el cansancio.