¿Por qué estás aquí?

Esa es la pregunta de toda la existencia. Hoy dijo eso Carolina. Para el hombre, ser es estar. No un estar cualquiera. El suyo es un estar-en-el-mundo, como bien lo supo Heidegger. Estar es disponerse a habitar el mundo o, más todavía, la Tierra, que es más que el mundo. Es errar, pero solo es errante quien, como Ulises, busca un hogar.

¿Por qué estás aquí? Y el «aquí» es una errancia. Estamos en la Tierra, pero, más todavía, en nuestros pasos.

El hombre está en camino, como el peregrino y vivo Dante, que deja huellas, a diferencia de los muertos, que no tienen camino trazado porque ellos mismos no pueden trazarlo, marcarlo, indicarlo, señalarlo o señalizarlo, enseñarlo —a menos, claro, que fueran autores de signos eternos, como Virgilio—. Ya pudieron dejar huella en la vida y no pueden dejarla en la muerte. Y sin embargo buscan la fama. Quieren que Dante los recuerde.

El sueño de los muertos es la escritura: dejar huella, hundir los pies en la tierra como la pluma —que es el lapicero, el lápiz, e incluso estas letras de luz que aparecen bajo el dictado de mis dedos— sobre la página. Es la fama, la escritura en el alma de la humanidad.

(¿Sí es así? Ya no recuerdo bien si es Dante el que no puede dejar huella en el Infierno o si son las almas, pero creo que tiene más sentido lo que digo yo).

Solo para el vivo Dante hay un camino, y por tanto una esperanza en el Infierno. Solo el vivo Dante escribe. Para él hay viaje porque hay tiempo. Y lo dijo hoy Carolina: «el caminar y la conversación son el tiempo mismo que pasa». Los pasos son el pasar. El tiempo es el viaje. La Tierra y el mundo, incluso el hogar, están hechos de tiempo. Su imagen espacializada es solo una ilusión útil del sentido común.

La escritura solo es en el tiempo. Es lo incesante. Es la voluntad que aún no muere: es el Durante, nombre preposicional de Dante. Durante la vida escribirá (Dante la vida escribirá), y eso lo hará inmortal, como le enseñara Brunetto Latini, a quien encuentra en el Infierno.

Archivo:Blake Dante Hell XIII.jpg

¿Por qué estás aquí?

Esa pregunta solo se plantea en el tiempo, pues es el tiempo mismo hecho verbo, esto es, conversación, esto es, caminar, esto es, errancia. «Estás» y «aquí» indican situaciones temporales.

Pero si decimos: «¿qué es que estés aquí?», convertimos la pregunta de la existencia en una indagación por el sentido. «Es» viene a ser también «significa». Y se atiende al presente en sí mismo, a lo que se presenta, al hecho mismo de que se es: al ser. La filosofía nace cuando la pregunta se hace en presente. Que los filósofos se hayan preguntado tanto por el sentido del ser, en específico del «es», solo muestra que entre el ser y el sentido hay un perpetuo intercambio en el estar aquí. El sentido del ser es que el sentido sea el ser y el ser sea el sentido.

En cambio vamos al pasado cuando preguntamos: ¿por qué estás aquí? No es un pasado simplemente anterior. El ser, nuestro ser, se ausenta, no se presenta más. Se pierde en una anterioridad inexplicada e inexplicable, inmemorial, el olvido en sí: es la razón de que Dante no sepa cómo ha llegado a la selva negra en la que se ha extraviado. Es el intento de recordar la vida antes de la vida, el vientre y nuestro destino escrito en las primeras células que nadaron en las aguas primitivas del espíritu. Es el otro más allá: el del nacimiento, el del Paraíso del que fuimos expulsados y del que caemos al mundo.

Es la historia de la errancia. La pregunta en pasado pisa las propias huellas que no sabemos cómo dejamos en el camino. Nos revela en la inexistencia. Por eso ir a antes del nacimiento es también ir a lo que irá después de la muerte. «Estás» es «estarás». Es justo lo que hace Dante.

No hay una respuesta a la pregunta: ¿por qué estás aquí? No hay verdad que quepa.

La única respuesta es la invención de la literatura: de las Mil y una noches, como lo dijo hoy Carolina, pero también de los relatos de Ulises.

Hecha esa pregunta, el vivo Juan Rulfo, no Juan Preciado, responde también: «Vine  a  Comala  porque  me  dijeron  que  acá  vivía  mi  padre, un tal  Pedro  Páramo.  Mi  madre  me  lo  dijo.  Y  yo  le  prometí que  vendría a verlo  en cuanto ella muriera».

Con ese inicio sin igual, Rulfo no solo nos cuenta una historia, un viaje ya pasado: nos hace hacer el viaje. La primera persona, el uso del verbo «venir» y la palabra «acá» nos hacen compartir con él un lugar común más allá de todo lugar común, en la imposibilidad misma de la comunidad (que es la ciudad de los muertos). Rulfo hace que «aquí» sea —o signifique— lo mismo para él que para nosotros, sus lectores: nos regala un punto de vista en el que podemos situarnos.

Nos da un aquí para nuestra errancia. La literatura es nuestro aquí.

¿Por qué estás aquí, lector? Porque aún escribimos, porque aún leemos.

Durante la vida, Dante la vida.

La memoria que anhelo

Anoche estuvimos donde mi tía Nena, que se pasó a nuestra cuadra. Fuimos a la primera inauguración de su nuevo apartamento. Cuando lo tenga organizado, con todas las cosas desempacadas, vamos a volver a inaugurarlo. Jugaremos parqués, mi papá se tomará un whisky, Nena pondrá su música. Hoy hicimos casi todo eso, salvo por el parqués. Nos sentamos en el balcón, comimos empanadas y conversamos de lo uno y lo otro. Entre personas que se han conocido toda su vida, que se ven casi todos los días, parece que toda nueva conversación es redundancia y que no tiene mucho sentido a hablar. Y no sorprende. A ratos queda el silencio de ya haberlo dicho todo.

Toda conversación parece depender de la lejanía anterior de quienes participan en ella. Los que se reúnen son siempre viajeros que se cruzan, aunque vivan en la misma cuadra. Las veladas son todas versiones del marco narrativo del Decamerón: los invitados se encuentran en el camino y empiezan a contarse fábulas de su memoria, no importa si es una pequeña historia de un problema práctico de la semana —como la visita de un cerrajero que debía ir a cambiar la chapa para que fuera menos dura de abrir— o si es un gran acontecimiento. Para conversar, debemos venir siempre del país del pasado. Cuando hay silencio entre quienes ya se conocen es porque tienen todo presente y habitan en exceso la claridad del presente. Pero, como distancia enorme que es, el silencio de no tener tema es el tiempo en el que, imperceptibles, nos retiramos a puntos lejanos de nuestra memoria para traer algo ya olvidado o nunca contado, algo que los demás desconozcan y que se vuelva el motivo de una conversación.

Como dije, se trata de una fábula o fabulación de la memoria. Conversar es fabular. Porque eso es hablar. Eso nos lo enseña la observación y la fabulación sobre la lengua que es la filología. Al decir, vamos inventando un mundo, no señalando un mundo que ya es. Hilamos sus partes y formamos una totalidad en la que quedamos absortos. Las cosas no podrían hacerse significativas si ellas mismas no guardaran una pequeña historia en ellas, no importa cuál. La razón es que cada cosa es una consolidación en el tiempo, del tiempo en sí. Todo sería un perpetuo presente renovado si no hubiera una gran memoria que nos sostuviera, un pasado que no es el nuestro, que no está poblado de recuerdos, pero del que cada cosa va trayendo su propia historia: la fabulación es el acto humano mediante el cual, en el lenguaje, hacemos vivo ese tiempo acumulado que es todo cuanto es. Así nos apropiamos de lo que es. Así conocemos: con fabulaciones. También la ciencia es una.

Al conversar, como anoche donde mi tía Nena, traemos a la mesa y al habla parte de ese tiempo sobre el que, para usar una conocida imagen de Proust, nos sostenemos como en zancos. Pero recorremos el tiempo de muchas formas diferentes. Por ejemplo, se comenta el tiempo del mundo, que es la actualidad. O el de los mundos, que es la historia. O el de la imaginación, que es el arte. En todas suponemos una memoria que no tiene nuestros recuerdos. Es el espíritu.

Entre todas las formas de vivir la memoria en las conversaciones, la que más me gusta es una que se hizo presente anoche. Nena se puso a contarnos de cómo se había ido a su anterior apartamento, donde vivió por veintisiete años. Era una época oscura en su vida. Se había divorciado, se había quebrado, se le había muerto una hermana y su hijo hombre, Gabriel, pasaba por problemas de drogas. Nena empezó a rememorar todo eso, como ha hecho otras veces, y a hablar de su antigua casa, que vendió para irse al apartamento en el que estaría los ya mencionados veintisiete años. Una casa la llevaba a otra, como si sus casas mismas, estáticas en el espacio, hubieran sido una nave del tiempo, en la que había ido de una época a la siguiente —de las promesas de felicidad a las decepciones, de las resignaciones a las nuevas esperanzas en la vejez—. Así había funcionado su vida y así lo hacía su relato, que era, a su vez, la manera en que nos acogía su nueva casa.

El suyo no era, sin embargo, un relato lineal. De pronto Gilma, otra tía, interrumpía a Nena y le decía algo como esto: «Pero, Nena, yo me acuerdo de que esto fue así…», y mostraba otra posibilidad para una misma vida. Empezaba a elaborar su recuerdo, poco o muy diferente según el caso, pero siempre ponía a dudar a Nena, que volvía a otros fragmentos, que unía para confirmar o refutar los de Gilma. El olvido aparecía en la conversación, pero el olvido las motivaba a buscar un pasado común mediante digresiones e interrupciones mutuas.

Ahí en la conversación, como muchas otras veces, buscaban una nueva memoria que ninguna tenía, ni volvería a tener, un relato que duraría los tragos que se tomaron anoche. Esa es lo que anhelo, con la quisiera escribir: una que tenga que volver a inventarse la velada siguiente, tal vez en la segunda inauguración del apartamento.

Los peregrinos

A mitad de la clase de esta noche, me encontré esta frase en mi pensamiento:

«Esta es, lector mío, la historia tuya»

Y al final, sin saber que yo iba recogiendo en mi celular las palabras que ella dejaba caer, Carolina dijo:

«Estás en la mitad de algo y decides que ese es el inicio».

Archivo:El Greco - La Verónica - Google Art Project.jpg

Cuando pensé esa frase, decidí que era mi inicio. Leíamos el final de La vida nueva y seguiríamos con los primeros cantos de la Divina comedia. Yo anotaba las lecciones de Carolina en mi celular. Glosaba sus pensamientos con otros míos. Ponía frases cortas, como versos, fragmentos y notas para conjurar el acecho del olvido. Como los peregrinos que ignoran la pena y el poema de Dante, Carolina pasaba frente a mí sin detenerse, discurría en su discurso, y en mi interior yo convertía sus ideas en mi poema. O en mi libro.

A medida que tomaba nota, que notaba y anotaba, también iba componiendo un libro. O mejor, aparecía ante mí la unidad mucho tiempo buscada para el único libro que puedo escribir: el que cada uno, como Dante o como Proust, lleva en su interior, pero que es el que más cuesta encontrar.

Es escritor quien logra traducir al menos una parte de ese libro: quien hace que nazca un libro de otros libros, sea el que lleva consigo, sea los que ha leído. Yo no lo soy. Me he imaginado así, pero no lo soy. Diría: es escritor el que se dedica a escribir. «Dedicación» es una palabra que significa actividad constante, pero también el deseo de que algo sea para otro. Nos dedicamos libros o canciones: ese es el amor. Nos dedicamos a hacerlos: esa es la literatura.

Nos dedicamos a dedicar, enviamos y recibimos respuestas del más allá. La invención del amor es la de la sociedad literaria, sustituto de la ciudad sin Beatriz, sin felicidad. Eso se dijo hoy.

No he hecho ningún libro. Eso sí, lo he intentado sin cesar. Soy autor de recomienzos: extravíos de la recta vía que me obligan a no continuar, a no seguir tejiendo, y a buscar de nuevo la vía. La literatura es más un deseo que una consumación. Debe serlo: resiste a la muerte. Es el deseo de decirlo todo, que es lo que busca Dante, según dijo Carolina hoy. Es el deseo de reescribir sin fin, en el camino de suspiros que no nos lleva a la perfección, pero nos la promete. Es la decisión de hacer muchas versiones de uno mismo, de nunca terminar la obra y, sin embargo, esperar el milagro del libro.

La literatura es una pérdida, no un hallazgo.

Pero hoy hice uno: el de esa frase que me vino inspirada por Dante. Como parte de los peregrinos descritos por él mismo, a mitad del camino de su escritura se acercó a mí para decirme que ya me había encontrado la sangre universal que circula entre mis fragmentos, que acumulo en mil archivos de mi computador. Tal vez el peregrino Dante vino a contarme lo que él había ido a ver, pero que pudo ver con la sola promesa de verlo, como amó con la sola visión de la amada, del mismo modo que yo, hace poco más de un año, empecé a ver parte de mi libro interior mediante el mero título de La vida nueva, cuyos colores se me aparecieron también gracias a otro libro en él inspirado, el de Carolina, Tu cruz en el cielo desierto, en el que también peregrina al pasaje de los peregrinos.

Entonces me inspiró el título del libro que ahora leo. Me ofreció un destino, pero lo rechacé y no me dediqué a la lectura. Me fui a escribir unos fragmentos sobre mí mismo que luego fueron desperdicios de escritorio, pero que ahora, bajo la frase que he decidido que sea el inicio, recuperan su esplendor para mostrarme que leer La vida nueva era cumplir el destino de llegar a esa oración: mi inicio, el de mi libro.

Y tal vez, aunque aquí acaba mi relato de hoy, no puedo no dejarle al incrédulo lector la «evidencia» de que, desde hace más de un año, La vida nueva ya me buscaba con su título. No solo leemos libros: ellos nos buscan para leernos a nosotros.

Esto lo escribí hace un año. Hoy sé que no debo dejarlo más solo en mí:

«Pero buscábamos algo a lo que habíamos dado el nombre de destino. No sabíamos de qué se trataba, pero esta palabra de destino era la única que teníamos para hablar de que en nosotros se engendraba y crecía una sospecha: que todas las cosas eran un signo de otra vida que aún desconocíamos y que nos acechaba en las certezas de la cotidianidad. Era una vida paralela en la que todo tenía siempre un más, en la que las cosas no morían en lo que meramente eran, no importa si se trataba del fastidio de mi amigo por el uniforme del colegio, o si era mi frustración por el que no pudiera recordar las palabras que se habían usado en una conversación recién terminada. Pasaba siempre otra cosa en lo que pasaba. Llamábamos destino al presentimiento de que llegaríamos a imaginar, más incluso que a vivir, esa vida cuyos acontecimientos irrealizables nos lanzaban miradas furtivas para que fuéramos en pos de ellos como en pos de un amante.

La vida nueva nos hacía señas desde esta ciudad. Nos las había hecho desde nuestra primera venida, cuando empezábamos el penúltimo año de colegio. Esas señas eran las obras de arte que había en los museos de la ciudad. Habíamos repasado los catálogos de sus colecciones. Habíamos leído y oído de lo que otros habían visto aquí. La mención de cada obra era una promesa de belleza y un imperativo de que debíamos conocerlas. Que aquella pintura famosísima, que aquella escultura tantas veces vista en fotos: de repente todo el arte del mundo estaba aquí, o al menos el suficiente para sentir que íbamos a ese mundo que solo pueden haber creado los artistas, nunca los dioses. Viajábamos para estar frente a lo admirable. Nos acompañaba la madre de mi amigo. Veníamos con la fe del peregrino que recorre grandes distancias tan solo para que la eternidad se le revele en un instante. Buscábamos ese momento iluminado, esa gracia, esa plenitud que podría darle al peregrino la mirada a una tumba o, en nuestro caso, a las obras que imaginábamos en los pasillos de los museos. Y casi nos bastaba con el deseo para vivir ese momento.

(…)

Decidí que sería escritor. Quería imitar los libros que había leído durante las noches de mi adolescencia. Mi amigo ya decidiría qué haría. Tal vez él sería pintor. Solo nos parecía claro que debíamos venir aquí por razones que hoy ya no entiendo bien y que me parecen insuficientes o banales, muy complicadas para la verdad sencilla que quedó, a saber, que creíamos que al irnos de la ciudad nos alejábamos de todas las distracciones que nos impedían buscar esa vida. Todo esto nos lo dijimos en voz alta esa noche, pero volvimos a callarlo muy pronto, incluso entre nosotros. Era la verdad vergonzosa. Era la vida pudorosa a la que nuestra vida le servía de ropaje. Era la alegría de pensar que, al no decir nada, podíamos prolongar esa decisión sobre el deseo que se nos permitió esa noche.

Vinimos a esta ciudad porque nos dijimos que aquí vivía nuestra vida. O, en palabras de otro escritor, “la vida aún no vivida, la vida intacta y pura”»

Es escritor quien pierde la vergüenza: como el que ama.

AUTOBIOGRAFÍA DE AMOR

I

Toda escritura autobiográfica es Amor que se conoce a sí mismo: esa fue la lección que saqué hoy de la segunda sesión del curso de Carolina Sanín sobre Dante, en la que tratamos La vida nueva. No escribimos de nosotros mismos, como llegamos a creer los que no conocemos otra manera de hacerlo que no sea la llamada autobiográfica. Dejamos, más bien, que Amor escriba de sí mismo a través de nosotros.

Ese es el descubrimiento, la invención, de Dante. Pero no está en él: está en Carolina, su lectora, que lo guarda a él como parte de su mundo interior, ese que, como bien dijo Carolina, Dante supo construir y presentar de una manera única en la literatura. Por esto es ya la enseñanza de ella. Y ahora está en mí, que la escribo para esconderla del olvido siempre apresurado, que nunca han conjurado ni grabaciones, ni cámaras, ni notas tomadas al pie de la letra. Ningún aparato puede llevarnos al mundo interior en el que reposan las verdades del espíritu.

Al corazón del corazón solo podemos llegar mediante la lectura, que no es registrar o archivar, sino explorar la memoria. Y esta exploración, que no se agota en recordar, es necesariamente una lectura. Es lo que Carolina dijo: recordar es leer. Pero también leer es recordar, no acordarnos de algo ya ocurrido, sino convertir en signo lo que ocurre ante nosotros, sea un libro, un color, un ruido que oímos y en el que no encontramos la voz que amamos. Cuando algo se vuelve signo, podemos ponerlo en el libro que es nuestro mundo interior. Y entonces podemos leerlo. De otro modo se pierde y nada escribe en nosotros: nada nos escribe, esto es, el ser no nos dedica su soneto de amor.

La vida nueva es la lectura de un libro interior. Dante no escribe: lee. Pero lo hace mediante la escritura, que no es más que la elaboración de los significados de las palabras de ese libro que nos habita, que somos. Es un desplazamiento perpetuo. No recibimos nuestro propio libro más que dicho en otras palabras, en la infinitud de explicar y explicarse, esa en la que está Dante cuando comenta sin cesar sus propios sonetos y visiones, cuando se repite una y otra vez.

Dante, Carolina y yo. O también: mundo, lectura y escritura. Cada elemento es el otro, pero no se identifican, no se equiparan ni se igualan. Solo afirman su distancia. El ser no tiene que ver con la identidad: esta es una fijación ilusoria de un mero momento. No hay más que el deslizamiento, el resbalón de una cosa en la otra: la metáfora, esto es, el llevar de un lado a otro, de la Edad Media a la nuestra, de la mente de alguien a la mía, de la lectura a la escritura.

¿Cómo se peregrina de la lectura a la escritura? Esta es la pregunta de toda vocación literaria. Es la de La vida nueva. Es la que me hacía en la adolescencia: ¿cómo puedo escribir igual que los libros y autores que admiro? No es posible una imitación. Es posible, sí, una diferenciación. Es posible hacer de la propia escritura la mejor lectura de otro.

Pero leer a otro es leerse a sí mismo. Y he aquí la razón: para hacernos lectores, en consecuencia escritores, debemos enamorarnos. Es lo que le pasa a Dante. Su vida nueva, esto es, su vida de escritor y de lector del libro de su memoria, empieza cuando Amor domina su ser, se hace su señor, y lo dirige a Beatriz. Para ella escribe. Pero a ella la lee cuando busca el significado de su nombre y de su ser. Y a su vez esta búsqueda se convierte en el motivo de un hombre que se hace poeta.

Como se ve, el círculo no tiene fin. Es el devenir infinito de Amor, que domina los espíritus de Dante. Pero es también Amor el que está en Beatriz, vientre de Dios, como bien explicó Carolina. Amor se ama a sí mismo en nuestro amor por el otro. Es Narciso y el remedio al narcisismo. De Él nace la vocación literaria, vuelta de forma inevitable a la escritura de la propia vida como forma de leerse a sí mismo, pero también a la lectura de uno mismo y los otros como una actividad que solo se cumple en empezar a escribir.

Todo intento autobiográfico es un acto de Amor: es la obediencia de un mandato superior que nos insta a escribir un soneto.

Este es mi soneto. O mi promesa de soneto.

Además de unas notas que guardaré en mi corazón, esta fue la lección más importante que elaboré en la clase de Carolina hoy.

II

No pude llegar al final de la clase. Un compromiso que tenía antes me obligó desconectarme. Y sin embargo, por un milagro propio de Amor, lo que ocurrió después vino a confirmarme o reenseñarme lo que Dante y Carolina me hicieron pensar.

Cuando me quité los audífonos y guardé el celular, me encontré perdido de nuevo entre libros a los que había sido indiferente la hora y media de clase. Estaba en la librería Ex Libris, la misma en la que, hace poco más de un año, conversé con Carolina sobre Tu cruz en el cielo desierto, un libro que es también una forma de leer La vida nueva.

Había ido a Ex Libris porque hoy —es decir ayer, que es ya la madrugada— se presentaba el libro de El Águila Descalza. Era su autobiografía, su propia lectura del libro interior de signos desconocidos. O diremos: de su teatro interior de máscaras enigmáticas. No he leído el libro, pero sabemos que también está escrito por Amor: por su amor al pasado que cargan y cargamos —ese que, como dice Proust, nadie sabe que lleva consigo—, por su amor recíproco, por su amor al teatro, por su amor al español, por su amor sin más a la vida.

Y así como la historia autobiográfica de Dante entra a ser parte de nosotros cuando la leemos, también el libro que estaba fuera de mí, el que se presentaba en una actividad habitual en las librerías y editoriales, hacía parte de mi libro interior. Al escuchar la conversación de Carlos Mario Aguirre y Cristina Toro, en verdad encontraba un pasaje del libro de mi memoria que lleva también por título: Incipit vita nova. No en latín, claro, sino en español, y en español de Antioquia.

Al oírlos en mi adultez, los leía en mi adolescencia, cuando los conocí verdaderamente. Era la misma época en la que me enamoré de la literatura, no porque no la amara desde antes, sino porque solo entonces Amor me encomendó escribirle un soneto por el resto de mi vida. Era el momento en el que, siervo de Amor, me dije que en mí no había más que una vocación literaria. Era un deseo de escribir, más incluso que una escritura realizada que, aunque sea lo incesante, no ha alcanzado la completitud del libro. Y parecerá esto una falta de vergüenza, lo de llamarse escritor sin hacer un libro —como si no hubiera ya un libro interior que siempre tratamos de traducir y leer—. Pero no lo es. Como dice Miguel de Unamuno en su Vida de don Quijote y Sancho, que decir «Yo sé quién soy» significa «Yo sé quién quiero ser».

Y de las muchas lecturas que quería convertir en escritura, la de El Águila Descalza fue una de las más importantes. Eso era verlos en mi casa o en los escenarios: leerlos. Como la lectura de Fernando Vallejo, Dostoievski, la misma Carolina, Cervantes u Octavio Paz, las obras de El Águila Descalza pulieron y le dieron brillo a mi propio deseo. Me enseñaron a entender el querer que era. Me mostraron la propia idea de la literatura que aspiraba a tener, el tipo de cosas que quería sentir y hacer sentir. Tendría que escribir mucho más de lo que fueron sus obras entre mis quince y dieciocho años, y luego, pero ahora no es el momento. Solo diré que ellos estuvieron cuando empezó mi propia vida nueva.

El cansancio solo me permite agradecer que esa conversación siguiera a la lección de la autobiografía de Amor. También que, después de finalizada, pudiera preguntarles algo sobre su libro. Y que hubieran firmado el ejemplar que compré con mi hermano. Los demás detalles no los contaré. Los guardaré para una futura lectura de mi propio libro interior, esto es, para otro texto.

Ahora no me queda más que el sueño, esto es, el teatro.

Este es mi teatro.

18 conjeturas sobre Bergson

Estoy a punto de cumplir años, pero también ya va a acabar el 18 de octubre, fecha en la que se conmemora el aniversario del filósofo que más me ha vivificado este año: Henri Bergson. No quiero acabar sin escribirle un pequeño texto de gratitud. Es un gesto en el que quiero pensar, con él, que la vida individual pertenece a una vida universal y que la muerte absoluta no existe, pues el pasado sobrevive en sí mismo.

Más que un texto, tengo 18 conjeturas sobre Bergson y el arte:

  1. Es un pensador artista. No es un artista que piensa, ni es un filósofo notable por sus ideas sobre el arte. Más que eso, es el autor de una obra que se hace como se hace el arte, pero que es filosofía con plenitud. Si se quiere, que es filosofía pura y dura.
  2. Entre el ser y el pensamiento, como todos los filósofos desde Parménides, Bergson se sitúa en la creación pura, no solo como tema, sino con la fuerza del crear en sí, de la que está preñada su filosofía. Resuelve la filosofía mediante una posición artística, esto es, creadora. Sus conceptos principales pueden leerse todos como integrantes de una mirada nueva de un filósofo artista.
  3. Bergson es un filósofo artista de una manera tal que no se confunde con Nietzsche ni con los que tuvieron que ir a los griegos para rescatar la potencia del arte para el pensamiento. No es un intérprete de obras de arte, como lo son la mayoría.
  4. Si hay un concepto de arte en Bergson, es excesivo a lo que adquiere el estatus de arte en las relaciones sociales. Si seguimos esto, la filosofía del arte debería dejar de tener la obra artística como su objeto exclusivo. Así no es otra cosa que descripción y, en buena medida, esnobismo. Creo que también Nietzsche invitaría a esto si seguimos a fondo las principales tesis de El nacimiento de la tragedia.
  5. Con Bergson nos referimos a un arte de la vida misma. La evolución creadora no es otra cosa que entender la vida biológica como un arte constante. O más bien, a la vida como obra y artista de sí misma. Así nos lo dice:«Nuestro ojo percibe los rasgos del ser viviente, pero yuxtapuestos los unos a los otros y no organizados entre sí. La intención de la vida, el movimiento simple que corre a través de las líneas, que las liga unas a otras y les da una significación, se le escapa. Es esta intención la que el artista aspira a recapturar al situarse en el interior del objeto por una especie de simpatía, echando abajo, por un esfuerzo de intuición, la barrera que el espacio interpone entre él y el modelo. Es cierto que la intuición estética, como la percepción exterior por otra parte, solo alcanza lo individual. Pero se puede concebir una investigación orientada en el mismo sentido que el arte y que tomaría por objeto la vida en general, del mismo modo que la ciencia física, siguiendo hasta el final la dirección marcada por la percepción exterior, prolonga en leyes generales los hechos individuales» La evolución creadora.
  6. La filosofía se hace artística cuando, como el escultor que penetra las virtualidades del mármol o el lienzo, le apuesta a la intuición. Intuir es más que captar una representación inmediata en la sensibilidad. Es aprehender un movimiento en su indivisibilidad: en eso consiste su inmediatez.
  7. La intuición es a la vez externa e interna. Es desinteriorizada y desexteriorizada. O más bien, es el límite de un afuera interior y un interior exteriorizado. Se intuye lo que está afuera, a lo que estamos vueltos, pero a la vez la intuición es la presentación en nosotros, la forma más depurada de una imagen o una representación, más que de una cosa. En Bergson, la intuición es una manera de capturar y reflexionar en el interior de una cosa: de alcanzar, como dijimos, su propio movimiento genético.
  8. Esto es necesariamente algo que nos obliga a salir de nosotros, no solo por reflexionar sobre un objeto aparentemente otro, sino porque debemos romper con la forma cotidiana de la identidad, con la disposición del entendimiento y la percepción que espacializa el lenguaje, divide el devenir y lo recompone cinematográficamente.
  9. Situarse en el interior del objeto, como el artista, implica reenvolver al mundo, en tanto que sustancia extensa: eliminar las distancias entre las cosas, pero no sus diferencias, esto es, no anular el espacio, sino intensificarlo, desextenderlo. Pero entonces uno se envuelve con él: ya no hay distancia entre el artista y su obra, entre el sujeto y el objeto, sino una inmanencia pura de un solo querer, de una sola intención que atraviesa la vida. Es como cobijarse con el mundo. Y amarlo.
  10. Todo se trata de recuperar lo simple del movimiento. Como en su crítica a Darwin y Lamarck, lo que ignoran el mecanicismo o el finalismo es el acto simple de ver. Lo que ignora Zenón es el movimiento simple. Es lo que pasa con todas las representaciones del movimiento: lo confundimos con su trayectoria, divisible en todos los puntos. Pero la vida es un movimiento simple, esto es, sin partes.
  11. Y no lo digo así por casualidad: así describe Leibniz las mónadas como simples. Es la primera frase de la Monadología. Pero, igual que Bergson al movimiento, Leibniz le da a la mónada una división interna, una proliferación de diferencias en la pura interioridad (sin puertas ni ventanas). Las partes no crean por sí mismas una extensión. Son una pluralidad interna cualitativa más que cuantitativa. Para decirlo con Deleuze, aunque sea difícil adjudicarle a Bergson este concepto que tanto criticó, son intensidad pura. O mejor, son inextensión.
  12. Si la metafísica tradicional se ha caracterizado por espacializar el tiempo, Leibniz tiene el privilegio de ser uno de los pocos pensadores capaces, no de hacer que el espacio desaparezca, sino de pensar por fuera de la ilusión de espacialización. Al menos lo hace así en una parte de su filosofía (y Kant incluso lo reconoce cuando, para defender la diversidad de lo idéntico, debe recuperar el espacio, contra Leibniz). Tal vez esto implique una lectura mayor de Leibniz. Pero la conjetura es esta: Bergson es un constante y directo lector de Leibniz, más allá de las menciones y citas, y críticas, específicas que hace. Tal vez Deleuze se dio cuenta de esto. En todo caso, entre Leibniz y Bergson hay una complicidad por desarrollar a fondo. Acaso la simplicidad de la duración sea la mónada que prescinde, sin embargo, de la forma mónada.
  13. Para recuperar lo simple del movimiento, hay que volver sobre lo simple del querer. Bergson dice: el ver se hace querer. Es la voluntad, pero no la voluntad bajo la metafísica moderna. No es la voluntad de Nietzsche ni la de Schopenhauer. No es la de Mill ni la de Kant. Es la fuerza misma del yo, la posibilidad de pertenecer y desarrollarse, indiviso, en sus propios actos y en sus propias percepciones. El querer es lo que dura, y la duración no tiene un término, ni un principio. Va creciendo, se va acumulando, no se separa de nada.
  14. Hablamos de la libertad como conciencia liberada de la necesidad, como contingencia e indeterminación, esto es, como espíritu puro. Por eso se hace memoria. Es el espíritu mismo como lo que sobrevive en sí mismo y que no se confunde con la materia, que se distingue con toda claridad.
  15. En esto Bergson repite de manera extraña y desconcertante el argumento de la inmortalidad del alma de Descartes, aunque sabe interpretar el espíritu desde la memoria, no desde la simple presencia del pensar, impotente para actuar.
  16. El querer es el tiempo vivo en nosotros. La duración es la verdadera experiencia. Y como Bergson, hay que atender intuitivamente a la propia conciencia, pero, a partir de ella, a la memoria y a toda la vida. Siempre se trata de nuevas intuiciones en una intuición mayor, igual que esa duración que va creciendo con cada sensación o pensamiento, sin separar nada ni dividirse a sí misma. La duración es una vibración que solo se hace más fuerte.
  17. La vida es arte porque es duración y es tiempo. Solo el tiempo crea: hace que no todo esté dado, que no haya un todo, y que, por lo tanto, lo mismo no se siga de lo mismo. El tiempo no es destructor: es creador. Contra la aniquilación, contra la nada, Bergson afirma el secreto más evidente de la vida, al que menos atendemos: que ella nunca deja de proliferar. La inteligencia solo hace lo mismo de lo mismo. Pero la creación es la diferencia que conjura la mismidad. Solo la intuición permite llevar al arte esa experiencia de lo nuevo que es la duración. Un artista tendría que sumergirse en la duración misma, en la experimentación del tiempo, si quiere extraer una diferencia para su obra. Un artista debe antender a sí mismo, pero el sí mismo debe perderse en la duración del todo. Un artista debe echar una cucharada de agua en un vaso de agua, y esperar. Porque en esa espera verá la presentación del tiempo y, según su intuición, hará una obra novedosa, en lo nuevo puro, incluso irreconocible según los valores ya dados de lo que es arte o no.
  18. Las líneas evolutivas son como los personajes latentes en un novelista. Eso dice Bergson. No puede ser más verdadero. También él profetiza un novelista que logre mostrar cómo los estados de la conciencia se penetran los unos a los otros, de modo tal que no se adecúan nunca a las palabras, símbolos espaciales. Ese novelista profetizado por Bergson no es otro que Proust.
  19. Para que la filosofía cree, necesita una escritura a la altura de la duración. El filósofo debe hacerse novelista, uno capaz de explorar la compenetración de los estados, esto es, su confusión, su distinción como un todo, pero no su claridad en las partes. El filósofo debe aspirar a su propio punto de vista: a la mónada simple que es, aunque no cese de variar internamente. El novelista debe hacerse filósofo.

Y no fueron 18, sino 19, pues ya el azúcar se diluyó y llegué a otro día, al de mi cumpleaños, símbolo social que falsea el devenir y divide el tiempo, pero que, a la vez, nos lo hace presente.

Una palabra amable, Henri Bergson – Calle del Orco

EL NOMBRE DE DANTE

Hoy empecé un curso con Carolina Sanín para leer a Dante. Nunca lo he hecho, ni tampoco lo hicimos hoy. Ella habló, sí, de la lectura y la escritura, de la lengua franca y la lengua vulgar, del origen del romance y el romanticismo, de la búsqueda de lo universal y lo individual. Dijo Carolina que el camino del peregrino era un camino poético: el de los trovadores. Habló de Bob Dylan y Alfonso X. Fue un discurso imaginativo, entendido y, por encima de todo eso, enamorado: fue sobre el amor, pero no podía más que venir desde el enorme amor que ha de sentir Carolina por Dante.

Como su amante, ella conoce ya, por así decirlo, su cuerpo, el corpus de su obra. Yo apenas sé su nombre y los títulos de sus obras. O creía que lo conocía. Porque en el curso Carolina lo dijo completo, y para mí fue nuevo: Durante di Alighiero degli Alighieri. Sin embargo, Carolina no se detuvo en ese nombre que, tan pronto oí, me pareció claro y misterioso, según dice Carolina misma.

Era claro porque incluía una palabra que conozco perfectamente en mi lengua. No era una voz confusa, de esas que pueblan las otras lenguas y a las cuales hay que acercarse para distinguir sus sílabas. Dante se llamaba Durante. Pero en eso mismo consistía su misterio. Encontrar una de mis palabras en medio de Dante, habitante de otra lengua y hablante en otra tierra y otro tiempo, bautizado por personas que no vieron ni oyeron lo que yo, era como cuando uno se encuentra con un compatriota en el aeropuerto de otro país, y entonces se atribuye confianza para conversar como si fuera un amigo.

Y como yo no sé italiano ni me interesa la filología, reposé en el misterio de esa palabra durante el resto de la sesión. Estaba a la vez en el español y en el italiano —o el florentino, para hacerle caso a Fernando Vallejo—: en la distancia que separaba a Alfonso X de Dante. Duré en ese misterio, y alimenté esa duración con las palabras que daba Carolina de su boca, igual que un pájaro que sobrevolaba la Edad Media, nido de su pensamiento.

Dante y Beatriz - Wikipedia, la enciclopedia libre

Al final le pregunté a Carolina si el nombre Durante tenía algo que ver con el participio presente del verbo durar, más si considerábamos que el italiano y el español son lenguas tan parecidas. Ella me dijo que durante era lo mismo en ambas lenguas. Pero me dijo que no sabía si el nombre de Dante tenía que ver con la preposición o el participio. Y me encomendó escribir e investigar sobre esa relación posible.

Es lo que he hecho la última hora. Pero, hombre de poca fe en la mera imaginación, me fui a buscar en un diccionario italiano, uno cualquiera en Internet. Encontré lo que ya me había enseñado el español: que durante es una preposición también en italiano.

No deja de ser digno de atención que un poeta tenga nombre de preposición. Para empezar, hace de la preposición una posición en sí misma, esto es, un sustantivo propio que puede ocupar el lugar del sujeto en la oración. Y es que todas las preposiciones son, como bien nos enseña el prefijo de prefijos, el pre-, anuncios de lo que ha de venir: una cosa, una acción, una persona. Son una disposición y el principio de una composición. Las preposiciones son siempre promesas de lo que está a punto de ocurrir o ya están haciendo ocurrir. Son evangelios.

Al hacer de durante un nombre, la lengua italiana elevó a extraordinaria su propia palabra común. La recortó y extrajo de lo prosaico. Enamorado de él mismo, el italiano dotó de singularidad, de la mayúscula de Durante, su palabra común, tal como, según enseñó Carolina, hacían con sus amadas los poetas del Dolce stil nuovo. Parece inevitable que algo así ocurriera en el nombre de un poeta que le dio un significado nuevo al amor. Pero que también amó tanto su lengua hablada y común para elevarla a ser la lengua de una escritura que abarcó este mundo y el otro.

Dante amó por medio del italiano, pero también su lengua lo amó y, más que eso, se amó mediante Dante. Fue un amor plegado sobre sí mismo, de intercambio incesante, de expansión y contracción, como los movimientos del corazón o como los movimientos de la lengua al besar.

Pero hay algo más que anotar: el significado de durante. También en italiano es el participio presente de durar. Significa «el que dura». El destino de Dante da prueba suficiente de que recibió un nombre preciso para él. Ha permanecido, subsistido, continuado en la historia: ha durado. Y sin embargo, durar tiene algo de lo que carecen las palabras con las que, en vano, trato de explicar el verbo.

Lo que dura, lo durante, es también lo que va creciendo, lo que se mantiene no por ser igual, sino por ser cada vez mayor: es una intensificación, una nota sostenida, una vibración cuya perturbación original no se ha acabado. Así también es el amor: dura desde una turbación original. La duración esconde también el secreto del participio pasado, es decir, de lo que, como la Edad Media, es aún. Por eso la preposición durante indica lo que ocurre a la vez que otra cosa, pero no en la simple coincidencia de los presentes, sino en el abrazo del pasado sobre el instante, en la ola que crece y envuelve al surfista que se desliza sobre ella, que se resiste a caer: que dura.

El que dura es el que no ha terminado, el que se niega a morir, pero también a cambiar (y por tanto a arrepentirse, que fue a lo que Dante se negó): la duración es lo que se hace mayor, pero sin hacerse más grande, es decir, lo que solo florece en el interior y lo llena de todo lo externo. Cada hombre es un hilo que va entretejiendo los fragmentos de su vida, es una duración interna, como decía Bergson, pero casi nadie es capaz de hallar ese hilo y tirar de él. Solo, quizás, poetas como Durante.

Ahora debo dormir. He escrito esto con un enorme sueño, casi durante el sueño. Pero antes de cerrar este texto para siempre, una última sugerencia del diccionario, entendida con traducción de Google: la palabra italiana alighièro significa un palo que suele usarse para amarrar los barcos a la orilla. Me hace pensar en los ligueros, esto es, en lo que ata y liga, en ese hilo de la duración que, a su vez, nos amarra a lo que dura en nosotros, como el ser amado. Y pienso también en que Dante, a quien Carolina describió como un peregrino y cuyo viaje es uno de los más famosos, lleve en su nombre la llegada a puerto, el final, el cese, el punto final.

(Pero tal vez, después del punto, haya que pensar el que con Dante se hubiera también llegado hasta la modernidad, en la que el viaje encontró su gran figura en el barco, no en la caminata del peregrino)

…AL MAR

El mar no duró más que un instante.

La lancha iba a toda velocidad. Yo había sacado la mano y la tenía a medio meter en el agua. Abajo el mar era blando y arriba era duro. Los dedos, sumergidos, se me doblaban como si esperaran un regalo, inmenso o pequeño, pero que se iba y me esquivaba con las corrientes que me atravesaban. En la palma de la mano sentía el viento y el golpecito de olas fugaces, que no alcanzaban a crecer más porque yo las rompía. Como si chocara las palmas de otras manos, en esas olas recibía los saludos infinitos del mar. Me daba la bienvenida por primera vez.

Nunca me ha gustado el mar. Disfruto verlo de lejos, desde la ventana de la habitación o, como descubrí en Puerto Vallarta hace años, desde la piscina del hotel. Así puedo poner los ojos en el mar, a la vez que la piel, las piernas y los pies se mantienen seguros, lejos de la arena, las piedritas y las algas. Prefiero el agua clorificada y el piso creado por el hombre que el agua salada y el suelo de la Tierra, ese lecho adonde un día volverá la vida para descansar. Pero, así como la mía no es más que un destello en el tiempo lento e inabarcable de la vida universal, que nació del mar, ese paseo de dos horas en lancha en San Andrés fulguró también entre todas mis visitas al mar. Tal vez nunca vuelva a ocurrir. Fue solo un instante.

Durante ese instante mi mano descubrió que el mar no era solo agua y arena: era también viento y cielo. Con el cuerpo entero supe que no estaba en lo seco, en ese espacio que ocupaba en la lancha y que mi imaginación convertía en una concha protectora. Se había roto la sensación de aislamiento. Pero no me hundía ni ahogaba. Estaba ya sumergido en el mar. Solo que ya no lo veía: lo tocaba sin mojarme. El mar acababa de recordarme la piel que era.

Miraba al mar. ¿O es el mar? ¿Es orientación u objeto? La gramática del mar me obligaría a ir de la preposición a su ausencia, así como en la playa los ojos van de izquierda a derecha. En ese movimiento comprueban que el mar es lo inabarcable. Es el infinito que no ven y quisieran ver, frente al que fracasan y se cansan, aunque esta desilusión de la mirada sea su única manera de evocar el infinito. De ese modo los ojos obtienen una respuesta que las palabras olvidan: siempre se mira al mar, nunca el mar. ¿Y qué significaría, entonces, decir que se admira al mar, si no es una persona? El mar no es complemento directo, tan solo la dirección o el destino de las palabras. Los verbos transitivos llegan hasta la playa y luego sigue el incomplemento infinito. Por eso el mar es un verbo sin comienzo, un infinitivo puro.

Cuando miran al mar, los ojos no solo aprenden gramática: también geometría. Decía yo que con el mar no hay un objeto: hay solo un horizonte que los ojos dibujan cuando se mueven de un lado a otro. Aun en lo más lejano del mar, los ojos se están viendo a ellos mismos. Son los puntos. Pero ven algo más: la primera línea recta, invisible y sugerida como los renglones sobre los que se extienden estas palabras. Ven el horizonte y la idea de horizonte, si es que todas las ideas no son también horizontes. Para los ojos, la línea del mar es la bisagra de lo conocido y lo enigmático. Allá acaban los hombres y empiezan los dioses. Pero, desde ahí, siempre hacia nosotros, se tiende sobre la inmensidad ese gran manto azul que no se hunde en el océano, esa superficie que no perece en la profundidad y que hizo del mar el primero de los náufragos. Punto, línea y superficie: los ojos pueden construir toda la geometría cuando miran al mar. Solo con la mirada había logrado querer al mar a lo largo de mi vida.

En ese instante amé al mar con la piel.  Me la abrió. No me desolló ni me hirió. Entró en mí y me hizo entrar en él, que, como dije ya, era viento y cielo. Me fecundó. Era mi vientre y yo era el suyo. Con el viento me tocó la cara, los brazos y el pecho. Me recorrió en todas las direcciones, como si yo también fuera una inmensidad, un alma sin fronteras, aunque a la vez sintiera, en su fuerza y velocidad, que estaba a punto de caerme en la lancha. Con el cielo me deslumbró. Pero esta palabra evoca algo impreciso: la luz que vemos y nos hace ver. El «deslumbramiento» no fue tal. Primero vino un ardor en los párpados y los pómulos. Después empezó una picazón. Quise rascarme. Se me había alborotado la alergia que llevo en los ojos desde niño, que calmo con lágrimas artificiales, que copian las lágrimas naturales, que a su vez copian al mar. La luz del cielo no me deslumbró: me tocó los ojos como si dos dedos me presionaran. Con el mar, la luz se hizo carne.

Luz encarnada, salada y olorosa, el mar brillaba en azules sucesivos. La lancha saltaba sobre las olas de azul en azul, ora uno denso y oscuro, ora uno más claro y trasparente. A veces advertía el fondo a pocos centímetros. Luego me perdía en una profundidad inmensurable.

La lancha se detuvo en una zona poco profunda, cerca de los manglares. Se veían las algas, entre marrones y rojizas, como las que llegaban a la playa y que mis pies, siempre asqueados, podrían describir mejor si tomaran el lugar de mis dedos, que, incomprensivos, indolentes, ponen estas palabras. El hombre que nos llevaba dijo que nos mostraría una medusa. Asustados le preguntamos si no era peligroso para él. Se burló de nuestras ideas aprendidas en televisión. Respondió que ya estaba acostumbrado al veneno, que no sentía más que un ardorcito. Pero debimos haber hecho otra pregunta: ¿cómo se encuentra una medusa en medio de las algas, en el mar? No nos asombramos, por lo mismo, del insólito método: la llamó con un grito. «Medusa, ¿dónde estás!», decía una y otra vez mientras se bajaba de la lancha y sin mi asco empezaba a escarbar entre las algas con los pies. Al final dio con la medusa. Nos dijo que la había encontrado. Nosotros no la vimos, aunque el agua fuera trasparente. Se escondía. Parecía todo lo que no era. El hombre la levantó con el pie y se la puso sobre la mano. Aún no la advertíamos. Entonces la soltó y empezó a nadar. La reconocimos por su movimiento de pequeñas contracciones con el que se hacía pasar por ola. En la parte de atrás tenía una membrana delgada y casi transparente, con la que fingía ser agua y arena. Adelante, la mítica cabeza se disfrazaba de alga.

Fuimos a otro azul, brillante, trasparente e intenso, donde el mar era de topacio. Podíamos caminar. Era la arena de un crema pálido y casi cremosa, suave, sin piedritas ni algas. Al principio evitaba hundir mucho los pies para que no quedara lleno de arena cuando volviera a la lancha. Pero luego dejé que los pies anclaran en la arena. Sentía los granos entre los dedos y los doblaba para agarrar la arena. Mis pies olvidaron su larga enemistad con ella, la eterna molestia e incomodidad que me hacía usar tenis en la playa. La hostilidad se convirtió en hospitalidad, en la ternura de la Tierra ablandada. Me dejé ser. Y me tumbé en el mar. Floté un largo rato bocarriba. Tragaba agua salada, pero nada me importaba. Sentía en todo el cuerpo el amor del mar.

Mis papás estaban cerca y me miraban flotar. Con las orejas en el agua, apenas lograba discernir sus palabras. De pronto oí que mi papá le decía a mi mamá: «¡Una mantarraya!». Sus palabras se dirigían a mí. Y en ellas creí ver que, debajo de mí, en perfecto paralelismo, estaba ese animal a medio camino entre un círculo y un polígono, terminado por una cola elegante y larga que parece la pincelada fina, el último toque, de un cuidadoso pintor. Pero esa visión me aterró. Empecé a dar patadas fuertes para alejarme de allí, temeroso de bajar las piernas y los pies. Llamé a gritos a mi papá que, entre burlas cariñosas, se acercó a ver qué pasaba. Lo agarré de la cintura y le pedí que me alejara de ahí, incapaz como era de nadar. Repetía lo que le había oído: «¡Una mantarraya! ¡Una mantarraya!». Y él se rio más. Mi hermano se acercó a reírse también. No me entendían. Y yo seguía dando patadas para evitar pisar la arena. Entonces mi papá dejó de reírse y me preguntó que qué pasaba. Le respondí que la mantarraya. Y él, otra vez con la risa, me dijo que no había ninguna allí. Entonces volví a poner los pies en la arena, pero ya quería volver a la lancha.

Las palabras de mi papá habían sido otras: «Simón parece una mantarraya». Al verme flotar, me había visto como a ese magnífico animal: como una superficie. Siempre nos erguimos. Seres verticales como somos, en tierra todo nos tumba y casi nada nos recibe. No tenemos permitido temblar con el mundo: el hombre es el animal que se agarra. Solo en la muerte y el sueño podemos tumbarnos: nunca en la «realidad». Tal vez eso vieron los viejos filósofos cuando hablaron de una sustancia como lo que se sostiene por sí mismo. Una de nuestras ideas de lo real es esta: lo que se erige y busca elevarse. Todo lo real tiende al cielo. Es una línea vertical que quiere liberarse de la planicie original del mundo. Entre la nada y el ser total hay un edificio de seres cada vez más altos. El vuelo es sueño, pero también el cumplimiento de la promesa más íntima de la vigilia. Hay otra idea de lo real: es el peso que retrocede, que nos une a ese suelo del que queríamos elevarnos. El hombre es ligero y fuerte hacia arriba, grave y derrotado hacia abajo. De ahí nacen todas nuestras ideas de lo real y las cosas. Nuestro pensamiento cotidiano está hecho de tierra seca. Pero en el mar desaparece lo real: nacen la geometría, los delirios, las ebriedades, las aventuras. La luz y el sonido se distorsionan, así como el símil de mi papá, por el efecto de refracción en el agua, se convirtió en una afirmación verdadera que, a su vez, se hizo metáfora. Al asustarme por la mantarraya que no estaba allí, no quedó más que en mí: yo era ella sin serla, sin dejar de ser yo, pues, para salvarme de su «amenaza», debía evitar erguirme, regresar a mi verticalidad, y había de cuidar, más bien, mi superficialidad, mi modo de ser mantarraya. Pero, cuando se fueron la ilusión y el temor, volví a erguirme y recuperé la percepción correcta de la realidad.

Entonces terminó el instante que me regaló al mar. Volví a sentir la incomodidad de la arena. Quise alejar la cabeza y la boca del agua. Busqué lo seco. Más adelante, en otro azul, caminamos por bancos de arena y por los que creo que eran corales. Los recorrí con dolor, de resbalón en resbalón, incapaz de mantener el equilibrio por persistir en la idea de caminar erguido, igual que en la tierra firme. Vi peces grandes y pequeños. Vi dos tiburones a lo lejos. Vi una mantarraya que no quise tocar. El mar había vuelto a su extrañeza y su tedio: muy pronto se había convertido en un recuerdo, en el motivo de un placer ya perdido. Añoraba al mar dentro del mar. Quería dejarme ser otra vez en él, tumbarme y tocarlo, dejar que me abriera la piel y me habitara. Ya no era más que un espectáculo.

Regresamos a la isla. La paleta de azules se me hizo indiferente. Me devolví conversando con mi mamá. Nos abrazábamos en la lancha. Yo le contaba lo que había sentido en esa visita al mar, la sensación pura y libre que había conocido por primera vez. Empezaba a contarle esta historia con frases que, embrionarias, luego crecieron en estos párrafos. Ella sonreía desde la tranquila sensatez que traen los años, esos que habíamos ido a celebrarle en San Andrés. Me contó que también se había demorado mucho tiempo para amar al mar. Se vio en mí, en mi fastidio, mi dolor y mi temor. Yo presentí en ella un futuro en el que sería capaz de tocar de nuevo al mar. Pero advertí también un pasado tan antiguo en mí como lo es el mar en la Tierra. Cuando me dejaba ser tranquilo en sus abrazos y sus palabras, cuando flotaba en su dulzura, me daba cuenta de que el mar era más que el agua, la arena y los animales: era ese amor que ya siempre había conocido desde el vientre y que, incluso afuera, mientras estaba en eso que llamamos mundo, no dejaba de envolverme y protegerme, de regresar a mí como las olas, incluso cuando creía erguirme más sobre la adultez. Mi mamá era el mar. O más bien: era al mar.

Comer solo

Segunda parte

El cansancio terminó por mí el texto anterior. No lo concluí: tan solo me detuve. Eso lo aprendí de Carolina Sanín hace años, en un taller de escritura: que a veces la mejor manera de acabar es parar, no concluir. Es verdad que el texto quedó incompleto. Le faltó eso de lo que sí quería escribir: de comer solo. Salvo por ciertas menciones, lo que iba a ser una columna sobre la soledad se convirtió en un recuento de las maneras de burlarla. 

Me puse a escribir entusiasmado por cariño al recuerdo de las personas que me han acompañado a comer en mi vida (mi mamá, los amigos). Quería decir lo incompleto de comer solo. Quería agradecer. Contra la soledad, a favor de la amistad, fui agregando párrafos y frases, descripciones que no había pensado al principio, que alargaron la escritura toda la tarde y toda la noche, como esos almuerzos en los que dejaban a mi mamá tomándose la sopa en el comedor. Sin darme cuenta vivía la equivalencia entre escribir largo y comer lento, entre observar y masticar, confirmación de que cada inciso —modelo de toda profundización y digresión— es una boca. Me acompañaban a la mesa —el escritorio, el comedor— los amigos que no se paraban del recuerdo ni la frase. Esta idea me la sugirieron dos lectores, el uno desconocido para mí, el otro un amigo de Bogotá con quien sí almorcé varias veces. Quiero pensar que los acompañé en la lectura de mi texto en el celular mientras comían, como lo hice con otra lectora, una amiga y periodista, que me leyó mientras cocinaba. 

Empecé con entusiasmo, seguí por la compañía y terminé por cansancio. Dejé el plato cuando me llené. Eso es pararse de la mesa y no concluir: saber abandonar, dejar de esforzarse, aceptar la dignidad de rendirse sin cerrar el círculo. El arco no trazado es la muerte y es la vida. Porque morimos sin darle final a nuestra historia. Vivimos en la apertura, la carencia de desenlace y la posibilidad de ser otros. La mente imagina que habrá un círculo, pero se dibuja una figura nueva. Y en eso la muerte es lo más íntimo de la vida: nuestra indeterminación —lo propio de estar vivo— es un poder morir en el instante siguiente. Todas las posibilidades dependen de la de morir. Los muertos ya son lo que son porque no pueden ser otros y no pueden morir más. Se transforman, sí, en el recuerdo. Se valen de los vivos. De lo contrario son fantasmas o estatuas: estáticos e inmutables, condenados a la eternidad de la mismidad. 

La muerte es más que una posibilidad que insiste en nosotros: es el hecho consumado de la vida. Es tal vez el (o lo) único hecho: todo lo demás es un hacerse, un estar en vías de realización, pero también de deshacerse: una promesa y un abandono. Como dicen los filósofos, es devenir, no ser. La vida es devenir, pero su ser es la muerte: lo que fijamos que es —las cosas, los momentos, los recuerdos, las palabras que se distinguen unas de otras— está ya muerto. Cada pequeño cambio es el signo de una muerte imperceptible. Podríamos decir, en el mismo sentido, que la muerte es devenir y la vida es ser: que lo vivo es lo que ha permanecido y durado, a pesar —o por ello mismo— de lo que muere en él. Una cosa no se opone ni niega a la otra, como han creído los dialécticos y los no dialécticos. La muerte es todo menos el poder de lo negativo, pero tampoco camufla una vida propia. Así podemos abandonarnos a cada instante, detener el todo tal como ha sido hasta ahora: podemos hacer que muera y poner el punto final tan solo por cansancio. 

O comemos más, damos otro mordisco y posponemos un párrafo la conclusión. Pero en la ilusión de avanzar recomenzamos antes de darnos cuenta: no continuamos, sino que volvemos a dibujar el círculo, con miedo de torcernos o de abandonar el trazo, con la esperanza de que esta vez sí llegaremos al final. Morimos a la muerte y vivimos. O hacemos del estar muriendo la mayor vitalidad, la capacidad de recomenzar sin cesar. 

Con la promesa de un nuevo círculo es posible empezar una segunda parte. Pero es preciso decir que ni mi vida ni mi escritura son círculos completos. Al contrario, han dejado muchos atrás, aunque imperfectos: el sol nuestro de cada día, los ojos que me han mirado, los ceros que nada me han quitado ni me han dado, las oes de las palabras y las disyunciones (siempre en medio de mis renuncias y elecciones), la estela que imagino que deja la Tierra en cada vuelta, las monedas que se me acumulan más cuando valen menos, el reloj que ya descolgaron, pero que aún creo que veré colgado en la cocina de mi casa en Medellín. Y otros círculos más: los de las carnes de hamburguesas de El Corral, los de los rollos de sushi de Wok, los de los platos de la vajilla que nos regaló mi mamá para el apartamento de Bogotá, los de las ollas donde solíamos hacer pasta o los de los huevos fritos de yema blanda —y las yemas también son círculos— que preparaba Sebastián. Y entre todos, el único círculo perfecto o con la ilusión de serlo: el del comedor del apartamento de Bogotá, donde comí solo por más de dos meses y donde quedó abierta la historia.

El comedor que teníamos era redondo, gris y de madera de mentiras, esa que hoy llaman «aglomerado». Venía con unas sillas plásticas azules y cafés: dos de cada color. No era grande, pero tampoco pequeño. Cuando teníamos invitados en la casa, nos sentábamos hasta seis y traíamos las sillas de los escritorios. Pero la principal característica del comedor era una sola: era barato. Lo había comprado la mamá de José David, un amigo con quien vivimos en el primer apartamento en Bogotá. Nos hizo el favor a todos de ir a Homecenter a averiguarlo y, tan pronto vio que tenía buen precio, le pareció lindo y apropiado. Mis papás y los de Sebastián lo aprobaron por la misma razón. Luego lo vimos nosotros. 

No me pareció la gran cosa. Sebastián tuvo otra opinión. Tan pronto entró en el apartamento por primera vez, hizo una cara de desconcierto, como si fuera inconcebible vivir y a la vez comer en semejante mesa, pero, más que en esa mesa gris azulada y de vetas falsas, en esas sillas como pintadas con vinilos de colegio y con patas metálicas y plateadas, en las que uno casi podía reflejarse. Pero Sebastián no dijo mucho entonces. Empezábamos a vivir juntos y quería evitar problemas, lo cual, en nuestro caso, significaba susceptibilidad a cualquier opinión del otro. 

Al año dejamos de vivir con José David y nos pasamos a vivir con Paulina, que es artista y con quien Sebastián empezó a darle rienda suelta a su tendencia a transformarlo y mejorarlo todo. Como en las conversaciones nocturnas sobre el look del día siguiente, con Paulina hablaba de las obras de ella y de las de otros artistas. Lo que más les gustaba era ver, oír y leer obras que admiraban. Ante cada visión de una solían exclamar cosas como: «¡Jueputa!» o  «¡Maricaaa..!». La belleza los conmovía al punto del llanto o del éxtasis. La fealdad los abrumaba. 

Una noche, después de comer, Sebastián empezó a imaginar con Paulina cómo transformar el apartamento. Que colgar unos cuadritos y unas matas. Que poner unos biombos. Que un mueble aquí y otro allá en nuestra sala inexistente, tan solo sugerida por un gran espacio que no habíamos ocupado por no tener sofás, en el que estaban, sin embargo, las mesas de dibujo y de pintura de Sebastián y Paulina, si bien el uno no usaba la suya y la otra pintaba en el piso. Querían convertir el apartamento en una instalación, aunque ya fuera, por nuestro modo de vida, un gran teatro dramático.

En esa conversación, Sebastián dijo de pronto que cambiáramos el comedor. Dijo que siempre lo había odiado y que no soportaba verlo. Reclamó que lo habían elegido sin su consentimiento y que él jamás lo habría comprado. Acusó de impertinencia su redondez y de baratija la textura de vetas, impresas, sin movimiento libre. Despreció el contraste entre el azul clarito de piscina y el café opaco en las sillas. Y reprochó la combinación de metal y plástico. 

Dio un discurso iluminado y liberador sobre la fealdad. Paulina reafirmaba sus palabras. Yo asentía. Estaba de acuerdo con sus opiniones, pero, tan pronto Sebastián empezó a nombrar los comedores que le gustaban, supe que el futuro nos depararía la resignación. Lo interrumpí y le dije que podíamos vender el comedor y comprar uno nuevo con esa plata, pero que yo no tendría plata para uno nuevo. Sabía que, incluso si tenían, mis papás no iban a querer gastar en uno nuevo. Menos iba a hacerlo yo con mis ahorros. Sebastián cambió su tono de voz y, fingiendo que no sabía ya que todo seguiría igual, dijo que estaba seguro de que nos daba perfectamente para comprar uno bonito. Paulina lo animó. Él dio una razón tan común como falsa: que la belleza y el buen gusto nada tenían que ver con la plata. Pero sí tenían que ver. Los comedores baratos eran como el nuestro, de aglomerado pintado y no de madera de verdad. Los detalles que hacían bonitos a los bonitos eran inevitablemente caros. 

Esa noche de imaginación ellos no se ocuparon del porvenir de frustraciones. Paulina y Sebastián siguieron transformando el apartamento en su mente. Se prometieron hacer lo necesario para comprar muebles, cambiar el comedor, llevar las plantas y poner los biombos. A la mañana siguiente habían olvidado sus promesas, pero yo anoté en mí los detalles de la noche, así como había hecho los cálculos de los cambios que nunca hicimos. 

Ellos soñaron. Yo hice cuentas. Ahora yo lo sueño y lo cuento: superpongo el comedor a la mesa también redonda donde escribo, en mi apartamento de Medellín. Ahora también dejo que todo quepa y gire en el círculo: las palabras, la comida, las imaginaciones, los otros lugares donde estábamos cada noche cuando un tema nuevo era, más bien, una historia nueva, la de un sueño o un futuro posible que nunca realizaríamos. A pesar de su fealdad, Sebastián y Paulina dejaban en ese comedor todas sus ilusiones sobre la belleza que querían traer al mundo. Yo también dejaba las mías. Siempre estaba lleno de personas, de voces, de ideas, de las comidas que intentábamos cada noche. 

Así ocurrió en nuestro último apartamento de Bogotá, ya solos Sebastián y yo, aunque casi siempre con la compañía de Juanita, Gabriella, a veces Constantino, e incluso Paulina y su novio, otro Sebastián. El comedor se mantuvo hasta el final de nuestra vida en Bogotá. Fue de las pocas cosas que no cambiaron. Era un círculo, pero uno estático, que no giraba, a diferencia de la rueda del tiempo: en él se había detenido nuestra larga noche de la amistad. Era la medida de la eternidad que aprendimos a vivir juntos.

El año pasado, el comedor se vació de todo esto. Fue cuando llegó la peste. Sebastián se fue y yo me quedé en el apartamento, con la idea de que volvería al menos en quince días. La soledad era prometedora. Cocinaría sin tener que llegar a un acuerdo con Sebastián. Gastaría menos plata. No tendría conversaciones largas que me interrumpieran o pospusieran el momento de hacer lo que debía para la universidad. Me entusiasmaba no cargar con el peso de los demás cuando llegara en mi casa, si bien no llegaría, pues nunca saldría. Libre de la eternidad, el comedor era la promesa de tiempo libre para mí. Sería un comedor silencioso en el que comería, no conversaría. 

Las primeras comidas de cuarentena fueron fáciles y rápidas. Hacía lo que siempre había soñado: arepas con salchichas o atún, que no tardaban. Lo más demorado era que prendieran bien los fogones eléctricos, que funcionaban a la mitad de la capacidad. Pero no perdía tiempo en deliberaciones. A veces hacía pastas y otras veces ensaladas. Nunca había dudas. Me ponía en función de la comida a las ocho de la noche y a las nueve ya estaba listo. Con ánimos y fuerzas, dejaba también la cocina limpia cada noche, dados los pocos platos que había que lavar. A veces me esforzaba tanto en el aseo, que dos veces se filtró agua en los fogones eléctricos y, al volver a prenderlos, hubo cortocircuito en la casa. Por fin conocía el ahorro y la agilidad en una ocupación cotidiana como comer. Solo gastaba en los almuerzos, que los pedía a domicilio. La compañía no me hacía falta. Internet me la daba. Con un par de llamadas y mensajes al día era suficiente.

Usaba el comedor para leer y escribir. De nuevo las palabras ocupaban el lugar de la comida. Sin ruido, sin distracciones, sin conversaciones que me interrumpieran, como esas que Sebastián siempre quería tener, podía salir de mi pieza y dedicar la noche a proyectos que, me decía, no avanzaban por tener poco tiempo para dedicarme a ellos. Si bien trabajaba durante el día, siempre en mi habitación, en la noche salía al comedor con la ilusión de tener muchas horas libres. Limpia y vacía como la mesa, pero también como las páginas en blanco que abría en el computador, la vida no tenía obstáculos. Y todo lo que yo quería estaba conmigo. No salía. Solo bajaba a la portería a reclamar domicilios. Desperdiciaba algunas noches, pero siempre parecía haber una siguiente en la que nadie entraría por la puerta. Y para mi dicha, el presidente prolongó la cuarentena. 

En esas primeras semanas, Constantino me propuso ir a hacerme compañía por unos días. Me dijo que me enseñaría a hacer una pasta especial de hongos. Muchos años antes, él había aprendido todos los secretos de la pasta con un maestro tradicional italiano, y quería transmitírmelos. Yo le creía que guardara esos secretos porque Constantino era un maestro del estilo y del refinamiento, alguien que privilegiaba los pequeños gestos sobre los grandes movimientos. Era atento a los cambios invisibles, a los signos escondidos. Sin duda era un gran aprendiz en la cocina. 

Ese placer en los detalles se notaba en su trabajo de editor y corrector de estilo. Nada se le escapaba, y no solo lo relativo a la ortografía, la gramática y la redacción. Pesaba y medía las palabras. Las abría con cuidado —como si les quitara cinta a cinta un papel de regalo, sin arrancarlo con brusquedad— y miraba dentro de ellas, en la historia de su significado o en sus resonancias. Las acomodaba en la página, como componiendo un paisaje. Pero también se notaba cuando, en la universidad, yo compraba un Vive 100 antes de clase, él me pedía un poco y, al abrirlo, se le regaba una gota encima. Incapaz de soportar el pegote, no tomaba nada y corría al baño para lavarse las manos. Todo lo sentía. En sus propias palabras, era un ser de microafectos y micropercepciones, como si observara y oyera con cada célula, como si fuera una mónada capaz de sentir sus relaciones con todo el universo. 

Muy al contrario, yo hacía todo con gestos generales, como si cada movimiento o hábito fuera una idea abstracta. Si Constantino iba unos días, sabía que notaría mis torpezas e indelicadezas, mi comodidad con las imperfecciones. Esta era la primera razón de que no quisiera que me visitara. Ya sentía sus burlas sutiles, sus apuntes discretos. Al imaginar su mirada sobre mí empezaba a darme cuenta de todos los detalles en los que no solía reparar. Y entonces, aunque estuviera solo, intentaba tener maneras dignas de su aprobación. Él me ampliaba la mirada sin querer. Yo la convertía en un juicio que tal vez nunca tendría ni me daría. Esto no se lo decía. Pero me avergonzaba la posibilidad de ser su aprendiz.

Por supuesto, había otra razón. Temía que se reanudaran las interrupciones y las distracciones, que por primera vez en la vida había logrado conjurar. Entonces me di a la invención de excusas. Primero le dije que debía tener la autorización de mis papás y de los de Sebastián, como si se tratara de una demorada diligencia burocrática. Después le dije que era posible un inminente regreso de Sebastián, a pesar de que el país seguía cerrado. Más tarde confesé que, detrás de esas razones, estaba una genuina preocupación de mi mamá por un contagio. Le dije que era por ella y no por mí. Reiteré mis buenas intenciones y acusé a los eventos mundiales de impedir su visita. Después dejamos de hablar del tema.

Las cuarentenas se fueron renovando. Empezaron a pasar las semanas. No es esta una frase hecha, como podría creerse. No fue sino hasta el primer mes que me di cuenta de que el tiempo efectivamente estaba pasando. Ya podía recordar como lejano lo que antes sentía como un presente inmóvil. Algo había cambiado, un cambio lento de esos que solo perciben las mónadas como Constantino. Lo sentía en el cuerpo. Me había cansado. Y cada noche, después del trabajo, tenía menos energía para ocuparme de cocinar y dejar todo limpio. Empecé a no tender la cama, ni a lavar la ropa. El apartamento se volvía más demandante. Nunca había pasado tanto tiempo seguido en él. Y no tenía la ayuda de María Inés, la empleada que iba cada semana. 

Las cosas cambiaron de aspecto. Se empolvaron y se engrasaron. Los platos se acumulaban durante la semana y los lavaba apenas uno o dos días. En la nevera se mantenía comida que ya no gastaba. No abría las ventanas ni las puertas. Ahora solo pedía domicilios. Casi siempre eran hamburguesas o pizzas. En el comedor dejaba la basura de cada comida hasta la comida siguiente. Luego echaba los cartones y los plásticos en una bolsa grande que casi no sacaba. Las botellas de Coca Cola eran las que más se acumulaban, de las que me tomaba dos o tres grandes al día. Muy al final, lo que más ocupaba espacio eran los tarros de helado con los que reemplacé casi toda la comida. Cuando la cocina y el comedor estaban muy llenos de cosas, me iba a comer a mi pieza, al escritorio, o a veces simplemente en la cama. La casa crecía sobre mí, pero no me expulsaba.

Nada de esto me hacía perder mi entusiasmo inicial en la soledad. Me seguía prometiendo que cada noche me dedicaría a adelantar cosas pendientes que nunca adelanté. Les decía a mis papás y a Sebastián que me sentía bien solo y que no me hacía falta salir. Con Sebastián hablábamos del lejano día en que volveríamos a vernos. Pensábamos en octubre, incluso en el año siguiente. Solo una vez salí. Fue un día que quise cocinar y fui a una tienda a comprar Coca Cola y otros ingredientes. No tenía efectivo y el datáfono no funcionó. En la tienda me dijeron que volviera después a pagar, pero no lo hice. Aún les debo.

Mi hermano me preguntaba cada tanto cuándo iría a Medellín. Me ofrecía manejar hasta Bogotá y recogerme. El viaje tenía los visos de una aventura. Era infringir la ley y lanzarse solo a unas carreteras también solitarias para rescatar a otro solitario. Pero mis papás se negaban. Confiaban en que cada cuarentena sería la última y en que siempre se trataba de solo soportar quince días. Para ellos, el tiempo acumulado desaparecía cada vez que el presidente anunciaba que seguiríamos igual. Mi hermano les reclamaba dejarme en Bogotá, pero ellos, tal como había hecho yo, acusaban a los eventos mundiales. Él no me lo decía, pero yo sabía que imaginaba esta historia tal como la he relatado.

Solo una persona se dio cuenta de lo que pasaba en mí: Estefanía. Nos escribíamos durante todo el día y empezó a notar que olvidaba cosas de las que me decía. Yo creía recordar todo lo que no sucedía en ese detenimiento del tiempo. Pero ella reconstruía mi vida con mis palabras honestas, mis mentiras y mis silencios. Me veía a la distancia. Como si me acompañara en el comedor, veía nuevos ritmos: unos más lentos y distraídos. A veces me llamaba a la hora del almuerzo y conversábamos. Debía de advertir ligeras diferencias en la voz o en la fuerza de las ideas. Y como un médico que va confirmando un diagnóstico difícil a partir de indicios insignificantes para otros, como un médico que, a la vez, había padecido la enfermedad, se dio cuenta de que vivir solo me tenía a la mitad de mí mismo. Estefanía refutaba la popular idea de que la soledad no existe porque es estar con uno mismo. Muy al contrario, cada día había menos de ese yo con el que me decía a mí mismo que me acompañaba. Me iba muriendo en la inmovilidad del tiempo, en la sensación de que nada estaba cambiando y de que todo era diferente. Y poco importaba la palabrería de si la vida era ser o devenir. 

Hasta que un día me lo dijo. Cuando confirmó su diagnóstico, Estefanía me dijo que debía volver a Medellín. Al principio pensé que era un reclamo suyo para verme. Pero luego, cuando me fue explicando en qué consistía lo que padecía, empecé a advertir los momentos en los que habían empezado los que ya eran cambios evidentes en mi vida. Los inicios habían tenido siempre la forma de aplazamientos o decisiones a las que no les había dado importancia, como si no hubiera un gran peligro en introducir pequeñas diferencias en grandes repeticiones. Pero dos meses y medio después, hasta mi entusiasmo sobre la soledad se había empolvado como el comedor que ya no limpiaba.

No discutí más con Estefanía y decidí volver contra los eventos mundiales, a los que ya no acusaría de nada. Averigüé un servicio de transporte para casos especiales y aduje una falsa razón para justificar legalmente mi desplazamiento. Volvería a la vida con ruido e interrupciones, en la que no se comía solo.

 La última noche en el apartamento me dediqué a limpiarlo a fondo. Creía que así podría engañar a Sebastián sobre el aseo que ya llevaba un mes o más sin hacer casi. Boté la basura y volví a ver los espacios despejados. Quería borrar los indicios de mi historia. Quería que no adivinara esta historia. Tendí la cama.

Cuando empaqué las cosas, me di cuenta de que solo volvería una vez más al apartamento. No me llevaría todo, pero solo habría de regresar para recoger lo que quedara. No sabía cuándo, pero así sería. De pronto me di cuenta de que había terminado mi vida en Bogotá. Mi partida no sería como cuando volvía a Medellín por las vacaciones. Sabía que Sebastián también solo regresaría por sus cosas. Nuestros motivos para vivir en Bogotá, y para hacerlo juntos, habían terminado. Algo también había cambiado para siempre entre nosotros. 

Afuera había ido muriendo la ciudad. Ya no podría verme con casi ninguna persona conocida y todos mis lugares estaban cerrados. No era más que una ciudad en la que mi único destino sería comer solo.

Todo eso me lo dije esa noche. Oí las canciones de cada una de mis épocas en Bogotá. Las de cuando quería irme, en el colegio. Las de cuando vivíamos con José David. Las que sonaban en los tiempos de Paulina. Las de los musicales que nos hizo conocer Juanita. La música nos devolvía la memoria al apartamento y a mí. La ponía en un pequeño parlante que Sebastián había dejado y que solía usar mientras se bañaba, momento en el que daba grandes conciertos.

Esa noche comí solo por última vez. Pedí ramen a Wok. Lo hice en un comedor limpio, como al principio de la historia. Volvió a ser la primera comida caliente y sustancial en mucho tiempo. Era la última noche, es decir, la primera que no me prometía una noche más, que no me engañaba con la esperanza de un tiempo infinito en el que nada me interrumpiría. Sabía que al día siguiente comería con mis papás y mi hermano. Volvería a verme con Sebastián y Estefanía. Regresaríamos a Lucio. Lamentaría nunca haber dejado que Constantino fuera a hacer la pasta de hongos.

Gracias a ellos podría escribir. Me darían lo que nunca me dio el prometedor tiempo libre. Por sus miradas, esas que ponen los demás sobre nosotros cuando nos acompañan a comer, me vería a mí mismo. Su atención a los detalles compensaría mi vida desatenta. Cuando volviera a Medellín, con mi familia y mis amigos, de nuevo comería hasta terminar, sin llenarme, sin dejar las cosas empezadas, sin detener el texto por el cansancio.

Comer solo

Primera parte

De niño me gustaban los pinchos de pollo. Eran diferentes de los «chuzos». Los «pinchos» eran pequeños y apanados. Eran de una sola pieza, una gran croqueta, pero los moldeaban para que se formaran tres óvalos perfectos, cuyos arcos quedaban a lado y lado del pincho. La simetría perfecta del pincho me hace pensar que el palito era un espejo en el que se reflejaban perfectamente ambos lados, como tres colinas que se ven nítidas en la superficie de un río tranquilo. Los pinchos me gustaban porque eran de niños. Mi mamá los compraba especialmente para mí. En cambio los chuzos eran de grandes: de mi hermano, mi mamá y mi papá. No venían apanados y eran asimétricos, con trozos de pollo que se amontonaban sin ningún orden ni cuidado.

Almorzábamos chuzos los domingos. Aunque los pinchos eran más pequeños, yo siempre era el último en terminar de comerme mi pincho. Mi papá y mi hermano eran los primeros y se paraban de la mesa de inmediato. Mi mamá era la tercera, pero se quedaba conmigo, a veces durante ratos muy largos. Yo le daba vueltas al pincho. Me gustaba darle mordiscos desde distintos lados. Lo miraba, lo giraba, jugaba con sus dos lados, con sus espejismos. Le echaba salsa de tomate para formar un línea perfecta de salsa, paralela al palito. O dibujaba con la salsa. Mis bocados eran pequeños y masticaba lento, muy lento. Y aprovechaba, cómo no, para conversar con mi mamá, lo cual me distraía de seguir comiendo. Y mientras mi papá y mi hermano habían vuelto a su inactividad dominguera, mientras el tiempo se comía las horas más rápido que yo, esas horas anteriores a tener que volver al colegio, yo seguía en el comedor, cultivando un hábito que no he dejado: comer lento. 

Mi mamá no me acosaba. En su niñez solían dejarla sola en el comedor, mientras con una cuchara le daba vueltas a una sopa que se enfriaba y que no le gustaba. La dejaban «horas», pero horas que no se medían con el reloj que había en el comedor de la casa de mi abuela, sino con los suspiros de la espera y con las frustraciones de que —igual a como hacía mi hermano— la sopa no desapareciera cuando untaba los bordes una y otra vez. Por eso nunca me dejó solo en el comedor, ni me obligó a comerme nada cuando veía que ya me había rendido o había empezado a pedir, en una oración que murmuraba sin que se diera cuenta, el milagro de la desaparición de los panes.

Luego crecí y me fui a vivir a Bogotá. Empecé a comer solo. En la residencia de estudiantes en que viví mi primer semestre, prefería comer tarde para no compartir el comedor con nadie más. Y cuando me fui a vivir con mis amigos era de nuevo el último en terminar de comer. A veces me acompañaban, a veces se iban. Les sorprendía que yo masticara hasta cuarenta veces un solo bocado. Pero entonces no me importaba la soledad y hasta me molestaba la compañía excesiva. Me había ido acostumbrando a comer así en los almuerzos de la universidad, en restaurantes del centro, durante los cuales me dedicaba a mirar el celular. Recorría con los ojos y los dedos el infinito de la pantalla. Solo en los últimos años empecé a almorzar con regularidad en Kaffarte, otro sitio de La Candelaria, al que iba a comer minipaisas con Constantino, un amigo de la carrera cuya madre era la dueña del lugar. Allá vendían los mejores fríjoles de Bogotá. Pero también comíamos sancocho, ajiaco, cerdo oriental o sopa tarahumara (según la puso Constantino). Yo siempre me tomaba una Coca Cola y él una limonada de panela. Y en el entretanto resolvíamos la metafísica, aunque nos olvidáramos de la solución cuando salíamos para volver a clase. 

En el último apartamento en que viví en Bogotá, con Sebastián, mi mejor amigo, solíamos comer con Juanita, una amiga suya de la universidad con quien siempre estaba haciendo trabajos. Cocinábamos juntos. Tardábamos tres horas o más, tanto porque nunca teníamos mercado como porque nuestros fogones eléctricos funcionaban a la mitad de la capacidad. Y sobre todo porque nos distraíamos en mil cosas más. Yo no decía nada, pero me frustraban mucho esas comidas. Por su demora, por el gasto de mercado en invitados y porque Sebastián no se conformaba nunca con una comida sencilla y fácil. Y más aún, porque la cocina solía quedar vuelta nada y ya estábamos muy cansados para lavarla. Pero también me satisfacían. Eran comidas calientes y sustanciales, que así las puso Sebastián porque se sentían como un consuelo o un abrazo tras un día de sufrir a Bogotá, la ciudad de las dificultades innecesarias. Y lo eran, a pesar de todo lo que callaba. 

En ocasiones preferíamos ir a un restaurante. Nos gustaba Wok por encima de todos: el ramen de cerdo, el stir fry de arroz integral, el vermicelli stir fry, el pad thai, el curry. Y muchos otros platos y entradas, con un lugar especial para el sushi. De tanto ir terminamos probando casi toda la carta. Pero un día descubrimos Tomodachi y decidimos seguir yendo allá por ramen. Era un sitio diminuto y acogedor, que hacía más caliente y sustancial la sopa. 

Había noches en las que no nos decidíamos. No sabíamos si cocinar, pedir o salir. Nos pasábamos horas frustrados por no tomar ninguna decisión. No nos gustaba el hambre, pero menos comer. Y todo era caro, difícil de conseguir o engordaba. Esos criterios nos hacían descartar cualquier decisión, hasta que de pronto, vencidos por la gula, decidíamos lo más caro, difícil o engordador: ir a la bomba a una cuadra de la casa, en la 69 con 7, donde comprábamos mecato por montones o, según la época, nos comíamos un perro o una hamburguesa de El Corral.

Las idas a la bomba eran un viaje de medianoche. Para casi todo el mundo ese era un lugar de paso en el que se detenían a tanquear o a comprar para seguir veloces por la séptima, avenida infinita cuyos extremos al norte y al sur nunca conocimos. Eran puntos ideales, como los de un plano cartesiano. Para nosotros, la ida a la bomba era un fin en sí mismo. Íbamos por comida, pero también por ir. Nos preparábamos. Yo me ponía una chaqueta y a veces una bufanda. Me peinaba con la mano. Juanita se ponía zapatos (siempre estaba en medias) y se descobijaba (siempre estaba en cobijas). 

Sebastián ensayaba looks. Y con eso no solo se preparaba para la bomba, sino que ensayaba el ritual que tendría en unas horas, cuando ya fuéramos a dormir, muy entrada la madrugada: el ritual de elegir el look para el día siguiente. Amontonaba toda su ropa en la cama, se probaba las prendas y hacía todas las combinaciones entre ellas, en un cálculo matemático de todas las posibilidades de sí mismo. Formaba siempre un bulto grande, cuyo peso medíamos en los diez minutos que nos tomaba volver a guardar la ropa en el clóset. Para ir a la bomba, por suerte, el ritual era más rápido. Pero nunca llegaba a un resultado simple: siempre a uno que despertaba admiración y extrañeza por igual. Y así fue que una vez mi hermano vino a Bogotá y no pudo creer, cuando nos acompañó a la bomba, que Sebastián se fuera en falda a comprar una hamburguesa de medianoche.

Las idas a la bomba reemplazaban la comida con la compañía. Sí comíamos, pero ni lo sentíamos. E incluso comernos una hamburguesa era solo la ocasión para comentar lo rico que era El Corral. O en el caso de perro, para preguntarnos cómo éramos capaces de comernos ese pan, esa salchicha, esas salsas, ese queso. En todo caso las palabras nos llenaban más. Y dedicábamos casi todo el rato a recorrer la bomba o a antojarnos de mecatos que no llevábamos. Sebastián y Juanita se tomaban fotos junto a las neveras, llenas de bebidas con empaques coloridos, apropiados para una estética brillante y tecnológica, de película de anime de ciencia ficción. Con el tiempo terminaron por conocernos en la bomba. Y cuando no iba alguno de los tres nos preguntaban por qué no estaba. 

Al volver a Medellín tenía siempre compañía. Mi mamá seguía quedándose conmigo en el comedor, si bien yo, con el hábito adquirido en Bogotá, alternaba entre ella, el celular y sus reclamos por desaprovechar su presencia. También conocí a Estefanía. Muy pronto hicimos de salir a comer nuestra actividad favorita, en un restaurante que también fue nuestro preferido: Lucio, de carne, en Envigado. Era un sitio caro. En él me gastaba casi toda mi mesada, si es que no me endeudaba con mi mamá con la promesa de pagar con la mesada del mes siguiente. Por suerte casi siempre íbamos en diciembre, cuando venía de vacaciones, y podía pagarle con los aguinaldos. 

Y las más de las veces, que no me alcanzaba, Estefanía me invitaba. Incluso si decíamos que pagaríamos los dos, al final ella terminaba haciéndolo. No permitía que dejáramos de ir si queríamos. Acaso porque notaba que no tenía plata y no quería hacerme sentir mal. Acaso porque no quería perder la oportunidad de que resolviéramos en Lucio ya no solo la metafísica, sino también la literatura, la vida, la política, el amor, la niñez, la locura y la escritura —todo quedaba claro en la mesa—. Acaso por simple deseo de no comer solita. Alguna cosa buscaba. O tal vez todas. 

Era una amistad por interés, cosa que, más que juzgar, Estefanía concluyó un día en su cama —quizás después de volver de Lucio, pongamos que fue así—. Me dijo que todas las amistades eran por interés. Y criticó que esa verdad fuera tan mal vista. Yo no le respondí más que con una generalidad, preso del mismo juicio moral que cae sobre tal constatación, pero pensé que, entre otras cosas que nos habían vuelto más amigos, estaba un gran interés en ser invitado a comer. Y no por la comida ni por la carne, aunque también, sino por la idea —es decir, el interés— de saberme invitado: de recibir un regalo y de que, en lugar de buscar y pedir la compañía, pidieran mi presencia. Como quien dice: quería ser el regalo para otro. Es acaso lo que me gusta de ser invitado a comer, por Estefanía o por cualquiera, pero en especial por ella. Disfrutar y desear la generosidad de otro conmigo me parece una forma de ser generoso con el otro. Recibir es también dar.

De las veces que le dije a Estefanía que le pagaría y que le prometí hacerlo en los días siguientes, nunca lo hice. Y tal vez nunca lo haga. La amistad es una deuda impagable que, por la misma razón, deja de ser deuda: es la libertad y la irresponsabilidad, dos valores cuya defensa también bosquejamos en Lucio, aunque yo me dedique a predicar el evangelio de la responsabilidad. 

A Lucio íbamos casi siempre la noche antes de que yo volviera a Bogotá. Era una larga despedida. Estefanía llegó a cantarme Ya lo sé que tú te vas, así como yo se la canté por escrito a Sebastián cuando se fue definitivamente de Bogotá. Mi ida significaba siempre algo: que volveríamos a comer solos, al menos en esa soledad específica que le corresponde a la ausencia de cada persona amada.  

Todo lo anterior ocurrió por muchos años. Después Constantino se fue a vivir a Popayán. Las minipaisas se volvieron solitarias. Y llegó la peste. La noticia del apocalipsis inminente fue un miasma que llenó el aire ya sucio de Bogotá. Antes de que ocurriera, Constantino aprovechó para volver a Bogotá y se graduó en la última ceremonia presencial. La noche de su grado nos reunimos un par de amigos para celebrar y tener nuestra última cena. Luego nos separamos, sin saber que una semana después empezarían las cuarentenas o, como las llamaron entonces, los simulacros por la vida

Esa misma semana Sebastián empezaba sus vacaciones de mitad de semestre. Se iba para Medellín. Ya tenía programado ese viaje. La víspera fuimos a la bomba a comprar una hamburguesa, ya muy temerosos de tocar cualquier cosa o acercarnos a nadie. Nos empezábamos a acostumbrar a los tapabocas.  

 Sebastián partió con la promesa de regresar el domingo siguiente. No lo hizo. El presidente anunció en televisión que habría cuarentena por unos quince días y no habría vuelos. Juanita se fue también a sus vacaciones, a Ubaté. Cerraron todo. Los restaurantes, los bares, los aeropuertos: la posibilidad de que fuera a Medellín y comiera con Estefanía en Lucio.

Yo cerré la puerta de mi apartamento. Me entusiasmaba la soledad provisional por quince días. No tendría ninguna preocupación. Había mercado con Sebastián y tenía la nevera llena. Había domicilios. Y por mucho tiempo había anhelado la libertad de una soledad tal, de un silencio en el apartamento, de una concentración plena en mí.

Cerré la puerta, como dije. Casi no volví a abrirla en dos meses y veinte días, en los que comería solo.

Los amigos y las palabras quedaron del otro lado de la puerta. 

Image
Sebastián y yo a la salida de la bomba

Despertar

Mucho tiempo pasaba en la cama para despertar. No daba vueltas y evitaba pensamientos que lo acecharan. Solo se aseguraba cada tanto de que aún podía aplazar el momento de levantarse. Faltaban algunas horas para que tuviera que irse, pero sabía que las pasaría repitiendo uno tras otro ciclos cortos de inútiles intentos de dormir. Cada vez que cerraba los ojos a la busca del sueño, una oscuridad se le extendía bajo los párpados como el cielo de una noche propia. A través de esa negritud advertía alguna sensación de luz y color: una rara figura creada por el sol de transparencia grisácea que iluminaba su habitación y por un pensamiento que no desarrollaba, quizás algo menos que un pensamiento, un vestigio luminoso de algún sueño que había tenido pero que ya no recordaba. Tal vez esa imagen tenía algo que ver con el grave mundo de los despiertos, pero a él se le presentaba con la ligereza de lo que habitaba la blanda tierra de los dormidos. Y sin embargo no soñaba. Volvía a cerrar los ojos y reconocía su cama, su habitación y su presente. No se confundía con ninguna alcoba pasada, tal como les pasaba a él y a otros insomnes admirables cuando, a punto de conciliar el difícil sueño, tenían de repente la sensación de estar acostados en otra época de sus vidas.

A esta hora el mundo ya se había retirado a su solidez cotidiana. Nada se sobresaltaba. Las cosas volvían a las palabras que les correspondían. Su futuro inminente se acomodaba en el presente de las horas que dejaba pasar a su lado. Los pensamientos que llenaban su cabeza le recordaban lentamente todo lo que era su vida, le imaginaban lo que haría si se levantaba y le prometían la felicidad de entregarse a las ocupaciones propias de una mañana, pero él los rechazaba jalando la cobija hacia la cara para cubrirse. Era inútil su reacción. Tan pronto se cubría sentía remordimiento de no levantarse a vivir esa vida que era aún una mera vida posible que cada vez le era más propia. Se descobijaba. Su deseo de dormir lo había abandonado; lo había dejado solo ante esa negritud de los párpados, tan diferente ya de una noche interior, en la que no quedaba nada de esa figura de luz que venía de lo que había soñado, pues se había disipado en la palidez del sol. El zumbido de los pensamientos antes rechazados terminaba por despertarlo de manera definitiva. 

Abría los ojos con facilidad, sin resignación. Era él una vez más. Cuando aceptaba la llegada de la mañana se olvidaba de todo por lo que había pasado para evitar y a la vez alcanzar ese momento, ese instante de su despertar definitivo en que ocurría algo a lo que ya se había habituado, pero en lo que solía reparar cada mañana: que su nombre regresaba a él como lo más irrenunciable de cuanto tenía. En otra época de su vida se dormía con la ilusión de que no se acordaría de él después de la noche, cuando lo dejaba para irse a jugar en sus sueños, pero también con el temor de que un día ya no estuviera más ahí, cansado de su indiferencia y su desprecio, de la preferencia que expresaba por todos los demás nombres, pues se divertía con que lo llamaran de otros modos. No es que no quisiera el que tenía. Lo quería mucho, más que a nadie, más que a nada. Pero se cansaba de tener que llamarse. Era su peso más grave. E intentaba descansar de él cada noche antes de dormir. Imaginaba una separación: que un día él lo dejaba de nombrar y él se iba sin que nadie pudiera acertar a llamarlo, escondido de toda voz con que quisieran invocarlo. O jugaba a un intercambio: que por un rato su nombre se encargaba de su vida, de sus cosas y su cuerpo, y él hacía de nombre de su nombre, mirando al mundo desde el aire, disfrutando del ligero vuelo de pájaro de las palabras. A nadie contaba sus fantasías, fuente de sus angustias y placeres. Hablar de eso era ridículo. La gente prefería otros asuntos, los trabajos que los nombres. Él callaba. Con el tiempo se acostumbró, se rindió, a esas conversaciones ajenas que hizo propias y que se empecinaban en llamarlo siempre igual. Guardó sus temores e ilusiones en un rincón del corazón y se habituó a que su nombre fuera lo primero que viniera a él al despertar, sin que hubiera otro acostado en su cama para recibirlo. 

Al despertar, entonces, era mucho lo que olvidaba. Lo último que veía de su noche era esa figura luminosa que pronto se desvanecía en la luz grisácea del sol. En adelante sus pensamientos serían de ese mismo color. Por eso pensaría, e incluso lo llegaría a escribir así en un futuro que entonces era muy incierto, que lo acontecido en esas horas se trataba de un sueño, lo cual, al entender de la misma gente que se obstinaba en llamarlo por su nombre, no significaba más que un paréntesis largo e insignificante entre sus últimos minutos de vigilia en la noche y las primeras horas de la mañana. Algo diferente había ocurrido: algo que solo podía presentir bajo la felicidad de una vida sin nombre. Pero la palabra sueño insistía en metérsele en la cabeza como un gusano terco que atraviesa el muro de una invencible fortaleza; lo asaltaba por detrás de los ojos, mientras él se distraía con la imagen muda de las cosas de su habitación, y traía con ella todo un ejército de palabras adicionales que no demoraban en organizarse en ideas, metáforas y frases, en cuadros tácticos que le dominaban el cerebro para reclamar como propio el nombre que acababa de volver a él tras el así llamado sueño, cuyo enigma envuelto en encanto huía ante la avanzada de las explicaciones y las interpretaciones encargadas de decir que esa vida sin nombre de sus noches era la misma vida del que ahora despertaba. La cabeza se le convertía de repente en una máquina de frasear. Hacía asociaciones infinitas de sus obligaciones cotidianas con el estado actual de la humanidad, o de sus recuerdos más insulsos, cuya supervivencia al olvido no entendía él, con los más acuciantes problemas de la metafísica. Todo un rechinar, todo un marchar ordenado y decidido. Ese movimiento ya no se detendría hasta que volviera a dormirse, engañado por la ilusión de que podría seguir pensando incluso durante eso que por resignación llamaba sueño. Eran sus pensamientos, tan suyos como su nombre. Y era él, cabeza en ebullición, el que los pensaba, el que podía decirle a cada uno: «Yo te pienso».

Con esos pensamientos reconocía su vida, cuidadosamente ordenada de principio a fin por la cabeza vibrante que se valía de recuerdos, lugares y nombres para asegurar, como un novelista que intenta contar su verídica historia sin olvidar ningún detalle, la continuidad entre sus despertares. 

Era una vez más el que así se llamaba. Era la cabeza que así pensaba.