He terminado de leer el Purgatorio. Así como Dante se separa de Virgilio al final de esta segunda cántica, aquí también me separé de la guía de Carolina, pues, salvo por los primeros cantos del antepurgatorio, no estuve en las sesiones en las que lo trató. Mientras lo leí tuve siempre la sensación de estar demorándome de más, de que este canto me tomaba más tiempo del que me tomara el Infierno. Creía que llevaba un mes en él. Cuando lo acabé me di cuenta, sin embargo, de que me había demorado unos quince días, más o menos lo mismo que con el Infierno. El tiempo se había dilatado más en los primeros cantos que en los últimos, que leí, como diría Dante respecto del rostro de Beatriz que lo guía en la virtud, prendido de sus versos, tal vez en uno de los pasajes más emocionantes y absorbentes, evidentes, de la literatura.
Digo esto porque, cuando me sentía frustrado por mi propia lentitud, mi consuelo era pensar que ese era el efecto inevitable del poema. Dante ve y nos hace ver, pero, mediante la fuerza de su composición poética, nos hace vivir y viajar con él. Y el camino por el Purgatorio es, como se sabe, más largo que por el Infierno. Se tarda tres días y medio. Dante duerme y, sobre todo, sueña. Es además una montaña empinada, situada en las antípodas de Jerusalén.
Para hacernos ver un lugar, Dante crea una específica sensación de tiempo: la de la espera. Eso es lo que habrá de quedarme incluso cuando olvide todos los detalles de los cantos. Es inevitable, pero es también el arte de los mejores escritores: hacernos sentir un modo específico del tiempo. El Infierno está entre el instante y la eternidad: los horrores se suceden sin cesar, Dante los ve de pasada, pero se renuevan perpetuamente para los condenados. Todas las imágenes se coexponen, y por eso ocupan un lugar tan especial en nuestra imaginación.
En el Purgatorio no sucede así. Allí se sufre, pero no se muere, como le dice Virgilio a Dante sobre el fuego que purifica la lujuria: se espera, se purga, se va lento. Aunque abundantes, en especial al final, hay quizás menos imágenes y, si se quiere, más pensamientos, que son también imágenes, pero de las que forma la poesía para explicar un concepto o una idea; es decir, de las que compone el que ha regresado del viaje y, ahora más introspectivo, intenta explicarnos lo que allí vio. Las imágenes aparecen espaciadas, pero este espaciamiento es el del camino que va forjando el caminante, el de su propio tiempo al pasar. Es el tiempo el que nos separa de las cosas, que incluyen a Dios y el Cielo. Pero el paso —o la huida, como dice Dante a veces— del tiempo no es siempre igual. Hay muchas sensaciones al respecto. Una de las descripciones y reflexiones más logradas está en el canto IV:
Cuando un gozo o dolor nos sobrecoge,
haciendo que una facultad de él penda,
el alma, que sobre ésta se recoge,
parece que a otra facultad no atienda;
y esto niega al error que admitir osa
que más de un alma en nos su luz encienda.
Por eso, cuando el hombre oye o ve cosa
que hace presa en el alma de esta suerte,
no ve que el tiempo pasa y no reposa;
porque una facultad el paso advierte
del tiempo y otra embarga el alma entera:
libre, aquélla; ésta, atada en lazo fuerte.
Y como este pasaje podemos citar otros en los que Dante atiende a la forma en la que se siente el tiempo, que está condicionada, como se ve en este pasaje, por el placer. Hay siempre un tiempo externo, el que nos indica astrológicamente, y un tiempo interior, el de su subjetividad. Es un precursor de la filosofía moderna en este sentido. Al observar su interioridad, Dante también mira su tiempo, y lo despliega en la sensibilidad —en algo que puede ser sentido, que se da a sentir en las facultades mismas, como en los versos citados—, la memoria —tanto en los recuerdos de su viaje como en los recuerdos que intervienen en su viaje— y el pensamiento —siempre en torno a la fugacidad y la eternidad—.
En los tres casos, se trata de plantear la experiencia como resultado de un tiempo que transcurre en nosotros y en el que transcurrimos, de un despliegue temporal del ser que a su vez da lugar al lugar. Lo que hace que exista el Purgatorio es que el hombre debe purgarse, debe tener la experiencia purificadora que no es otra que la del tiempo.
Así las cosas, el arte del Purgatorio para recorrer el Purgatorio está en cómo puede el alma poética llevar a cabo la experiencia, y vivir y producir el tiempo necesario para alcanzar lo que se le aleja: esperarlo, pero, en la espera, acercarse. Todos los que purgan, igual que Dante, buscan el Cielo. La esperanza engendra un tiempo para ellos: como los vivos, a diferencia de los condenados, aún tienen futuro. Pero este no es algo vacío, indeterminado, sino que tiene un contenido: algo que esperan y anhelan los que van subiendo el monte santo.
Esto implica mirar lo que se aleja (el objetivo u objeto) y disponer el modo de alcanzarlo, esto es, el movimiento del alma hacia su anhelo, al tiempo que debe explicarse cómo es posible ese movimiento. De eso se trata el Purgatorio: de producir y reproducir —en la rememoración— un movimiento del alma que, como no está condenada, se dirige al Paraíso, bien sea el alma de Dante, aún vivo, o de cualquiera de los penitentes, ya muertos. Es este movimiento el que produce la sensación de tiempo, la espera. Y en esto radica lo que más me inquietó del Purgatorio, lo que he tratado de exponer de distintas maneras: la producción del tiempo —que despliega el tipo de experiencia que tiene Dante— por el deseo.
Dante serviría para elaborar una crítica a Kant: la forma del tiempo, la intuición pura, no está solo en la estética de la experiencia posible, sino que ella misma tiene su génesis, su producción, en la facultad de desear. Aunque quizás no sea tanto una crítica, sino una invitación a leer con más atención cómo la imaginación y la intuición libres, que Kant va intercambiando en la Crítica del Juicio, tienen no solo su génesis, sino que —en el Juicio, por el sentimiento de placer o displacer— hacen posible el sentimiento de lo bello. Sigamos.
El Purgatorio es el lugar en el que el hombre conoce el deseo. Purgarse es entrar en el propio deseo, pero esta propiedad no es la particularidad, sino de la universalidad, es decir, del deseo que le es propio como ser humano, esto es, como criatura o hijo de Dios, que no elimina, sin embargo, la singularidad de cada alma. El ascetismo del Purgatorio no es una eliminación del deseo o el placer, sino una aclaración del mismo.
Pensemos esta claridad en varios sentidos. Es lo claro de la idea, del conocimiento que adquiere el hombre. Es la autoconciencia. Es conocimiento de sí: es la claridad del escalón en el que Dante se refleja al entrar en el Purgatorio. Es todo un proceso por verse a sí mismo, que empieza cuando Virgilio, instado por Catón, le limpia a Dante el rostro con un junco que deja a Dante ver cómo ha salido del Infierno: «así, al lavar, me puso al descubierto/el color que el infierno me ocultara». Pero al final ya no es limpiado por una planta, sino que Dante mismo es la planta que florece en el jardín del edén: «Yo regresé de la santísima onda/ nuevo como las plantas cuando ellas/ han vuelto a renovar su verde fronda/ puro y presto a subir a las estrellas».
La claridad del conocimiento es también la claridad del agua o, en este caso, de los ríos del jardín del edén, al final del Purgatorio:
Las corrientes más claras de este mundo
turbias son al par de ésta, que ninguna
turbieza esconde en su caudal profundo;
Si bien, aunque relimpia, corre bruna
bajo sombra perpetua, que ni un rayo
permite entrar del sol o de la luna.

Estas aguas sin turbiezas son también las que limpian el alma. Y limpiar significa aquí devolver al alma al deseo que sí la mueve, no a sus desvíos o distracciones. El alma se hace consciente de su propio deseo porque no se pierde en falaces objetos, en espejismos, sino que sigue sus verdaderos objetos, sus espejos —los que la reflejan tal como ella es y ha sido creada por Dios—. De ahí la importancia de la teoría del deseo que le expone Virgilio a Dante en el canto XVII:
Y siguió: «Ni a creador ni a criatura
el amor faltó nunca, ya instintivo,
ya electo: una verdad que sabes pura.
El primero es a todo error esquivo;
mas triple error admite el otro aspecto:
tender al mal, ser falto o ser excesivo.
Mientras que al Sumo Bien tiende directo
y ama el bien secundario con mesura,
no puede perseguir placer abyecto;
mas si se tuerce al mal o desmesura
pone, en menos o más, a su querencia,
contra el propio Hacedor obra su hechura.
De aquí debes sacar en consecuencia
que es el amor de la virtud semilla
y de cuanto merece penitencia.
Acto seguido, Virgilio explica los distintos pecados (soberbia, envidia e ira) según la desviación del amor que les corresponde (el mal, el exceso o la falta). Como todo cuanto hay, el hombre es también movido por un amor, por el deseo, pero puede moverse a lo que se desvía de su verdadero objeto, el Sumo Bien. Las leyes tienen incluso sentido como formas terrenales de conducir al hombre en su deseo. Dante ya ha descubierto el principio del placer de Freud, pero también el principio de realidad, sin el que no hay vida social. Del alma dice:
Nace inocente y al saber ajena;
mas, dócil a su autor alegre y bueno,
corre hacia lo que de placer la llena.
Busca su goce en todo bien terreno
primero y, engañada, a ese bien corre
si no tuerce su impulso guía o freno.
A la la ley como freno, pues, se acorre
y al rey cual guía, que avizore, erguida,
de la eterna ciudad siquier la torre.
Purgarse es redireccionar el deseo, pero no se trata de cambiarlo, sino de clarificarlo. Y es lo que ocurre al final, cuando Beatriz reprende a Dante por haberse desviado de ella en otros amores. Sus pecados son todos de turbiezas que le hicieron olvidar el deseo por el Sumo Bien, que guardaba Beatriz. Pero su presencia logra recordarle el deseo que ha habido siempre en él, y por tanto la posibilidad de la gran satisfacción que le espera al final del Purgatorio. Dice Dante de sí:
Y el alma mía, que ya hacía tanto
no sufrió, temblorosa, en su presencia
del estupor del dolorido encanto,
sin tener de los ojos de la evidencia,
por fuerza oculta que no hay quien resista,
sintió del viejo amor la gran potencia.
Y luego Beatriz le dice: «¿Cómo osaste subir esta pendiente?/ ¿No sabías que aquí es feliz el hombre?». Es una pregunta plena de sentido: ¿cómo puede el alma enturbiada saber que hay una felicidad que no se corresponde con su objeto falaz o, como le dice Beatriz, con los objetos cuyas promesas no cumplen? ¿Cómo puede el sujeto, a pesar de su entrega a falsos placeres, reencontrar el objeto del deseo, el del placer completo, y esforzarse en él, como hacen todos los que están en el Purgatorio?
Con aquello que les permite estar en él y no ser condenados al Infierno: con arrepentimiento.
Contra la retahíla que ve la culpa y el arrepentimiento como dos elementos despreciables del cristianismo, Dante sabe ver su valor. Arrepentirse es sentir el dolor de sí mismo por lo hecho. Pero no es un simple dolor con el que se condena algo que, si no lleváramos las ideas de la culpa, no nos causaría ningún problema. Es un dolor inherente al pecado, que surge cuando su placer se revela insuficiente. Es un signo de un exceso del deseo respecto a la poquedad de aquello que lo satisface. Es un vacío en el objeto, pero una abundancia en el sujeto, que no es capaz de salir de sí mismo. Incluso si el pecado parece una entrega a lo que llamamos mundanidad, implica una ruptura radical del hombre con el mundo, una imposibilidad de sumergirse en él: es una soledad, un extravío en una selva oscura. El condenado al Infierno se mantiene pleno en la fuerza de su querer. Quiso el pecado y no pudo querer nada más. Su condena es un deseo fijo e inmóvil, y por eso mismo insatisfecho, como dice Virgilio de los que están en el primer círculo. Esa es su eternidad. Es la razón de que no conozcan el tiempo: porque el deseo no puede cambiar, no puede producir lo diferente de sí mismo.
Solo el arrepentimiento puede «descongelar» el deseo, hacerlo fluir: «el hielo que apretaba mi alma estrecho/ agua se hizo y vapor, y con gran pena/ por boca y ojos me salió del pecho». Al volver a correr como un río claro, el deseo puede buscar un nuevo objeto, así como examinar el que antes buscaba y, mediante ese examen, que es la autoconciencia o la culpa, descubrir la posibilidad de un placer superior, de la beatitud (la que da Beatriz). Al arrepentirse, el alma conoce su deseo, su desvío, pero puede convertir su mayor dolor en el testimonio del mayor placer.
De ahí que sea el dolor el que haga caer a Dante en el Leteo («El dolor fue en verdad tan excesivo/ que en desmayo caí; del accidente/ razón dará la que le dio motivo»), el claro río que elimina el recuerdo del pecado, es decir, que hace imposible volver a desear el espejismo. Para decirlo con el lenguaje del eterno retorno de Nietzsche, es el Leteo el que selecciona lo reactivo, lo que no puede volver, lo que no puede afirmar el deseo, sino que, por insuficiente, niega la naturaleza misma del deseo, que busca siempre lo suficiente, no lo carente, esto es, lo pleno. Y es el río Eunoé el que le recuerda al alma el bien que ha hecho, es decir, lo que hace que vuelva lo activo, lo que ha mantenido el deseo en el Sumo Bien, en lo que no es carencia, sino completitud, producción pura. La suficiencia no es moderación sin más: es la negación de toda carencia, pues solo en lo carente tiene sentido algo como el exceso, que es otra cara del pecado.
Purgado el hombre, purificado el deseo, podemos entonces acceder al goce eterno, esto es, el Paraíso. El deseo se despliega con toda su fuerza, sin interrupciones ni carencias, sino en la permanencia, confundido con la totalidad del tiempo o de la duración interior del ser. Esta es la clarificación: convertir el tiempo en eternidad, mediante lo que produce el tiempo mismo, a saber, el deseo.
Cuando clarificamos el deseo, podemos volar. A medida que Dante sube el Purgatorio y que el camino se va haciendo menos empinado y difícil, descubrimos que todo se trata de alcanzar el vuelo. Desear es volar, pero no lo hacemos porque aún no hemos conocido nuestro propio deseo. Habitamos la Tierra, o la tierra, porque no volamos. Pero el ángel dice: «oh humana grey, para volar nacida,/ ¿por qué a un soplo de viento en tierra tocas?». Y completa Beatriz:
Debiste el vuelo alzar la vez primera
que una cosa falaz torció tu anhelo,
e ir tras mis huellas, pues falaz yo no era.
Y no debieron estorbarte el vuelo
vanidades o amores de mozuela
que en su breve placer atan al suelo.