ORACIÓN EN EL DESIERTO

La conversación que tuve esta noche con Carolina Sanín, acerca de su libro Tu cruz en el cielo desierto, empezó hace casi siete años. Era la época de navidad y yo estaba en una actividad del colegio llamada Campamento Misión, que consistía en ir a hacer las novenas con campesinos. Nos alejábamos de la ciudad e íbamos a lo lejos, a las montañas, para intentar entablar un diálogo con los que consideramos diferentes de nosotros. Más allá de toda consideración, íbamos con el deseo de propiciar un encuentro imposible con otros, tanto los campesinos como nosotros mismos, los estudiantes. Entre mis compañeros de campamento estaba la misma persona que gestionó la conversación de hoy, Simón Murillo Melo.

Como con casi todas las personas que llevan mi mismo nombre, en Simón he visto siempre un doble, al menos en los aspectos que nos han hecho amigos: un gusto enorme por Harry Potter, un deseo irrenunciable de escribir, un intento de entender algo por medio de la lectura. También algunas diferencias: en séptimo me comparó con José Obdulio Gaviria y en noveno, cuando aún no lo había leído, con Fernando Vallejo (comparación esta que, por lo demás, me motivó a leerlo).

Simón era mi pareja en el campamento. Nos tocaba hacer juntos ciertas actividades del aseo cotidiano, así como dirigir, al menos una vez, una de las oraciones con las que empezaban las jornadas. Debía ser una oración completa, larga, adaptada a los distintos momentos definidos en la espiritualidad ignaciana, entre los cuales no recuerdo otro, y creo que lo recuerdo mal, que el de la imaginación —¿o composición?— de lugares por medio de un pasaje de los evangelios. Orar era imaginar a Jesús.

La oración que preparamos para todo el grupo intentó imaginar a Jesús. Pero no lo hizo con ayuda de los evangelios. Lo hicimos con una columna de Carolina Sanín titulada Deseo navideño, de reciente publicación. En esa época solo conocía el nombre de la autora porque la había agregado a Facebook, nada más porque me había aparecido en las recomendaciones, pero no sabía ni siquiera que escribiera columnas, ni tampoco conocía sus libros. Tan solo veía sus posts y me gustaban y hacían reír. Entonces Simón me propuso que hiciéramos nuestra oración sobre esa columna, que la leyéramos para todos como el texto que, en sustitución de los evangelios, nos hiciera imaginar a Jesús.

La busqué en el celular y la leí con una rara lentitud: me detuve en varios pasajes, e intenté meditarlos y masticarlos con el pensamiento. Era un texto que sonaba a todo menos a columna. Era un ensayo. Era silencioso. Era lo que nosotros queríamos hacer con él: una oración. Y una imaginación de un lugar: la navidad, que era el motivo para expresar un deseo cuya forma esencial, aunque haya olvidado ya el resto de la columna, se marcó en mí como una cruz, como una pasión: el deseo de que nos tomáramos en serio. Ese deseo imaginaba que Jesús era el hombre que más se había tomado en serio su existencia y que la navidad, el milagro del pesebre, ocurrido bajo esas cruces que son las estrellas, era la posibilidad de tomarse en serio, de nacer a la seriedad.

Del pesebre de Belén a la cruz del Gólgota, de la adolescencia al inicio de la adultez, de esa columna a Tu cruz en el cielo desierto, en un camino al Calvario que es el de una pasión de lector y que no ha cesado nunca de imaginar a Jesús con los textos de la autora, he encontrado el mismo deseo en todo lo que desde entonces he leído y aprendido de Carolina Sanín: el de tomarse en serio. Ese fue también el tema de la conversación de esta noche, aunque nunca lo hubiéramos mencionado. Porque es lo que ocurre en toda pasión, que se da en la cruz: Jesús nace para hacer su recorrido hasta la cruz, hasta ser fijado en ella. La Navidad es la posibilidad de la Pasión. Su alegría se confunde en un mismo amor con el dolor de la crucifixión. La vida del hombre que se toma en serio es una vida que ha aceptado su pasión y que ha renunciado al máximo poder de acción —el de Dios— para abrazar, abrazando a la humanidad en la cruz, prolongándose, como dice Carolina, al infinito de la Tierra y el cielo, el máximo poder de padecer. Es el camino que va del poder a la potencia. Es la resistencia a la adultez. Es la afirmación de la adolescencia.

La pasión es tomarse en serio. Es lo que quiere y puede el deseo navideño, de nacer a una vida tan humana como divina. Bien escribe Carolina en el libro que comentamos esta noche: «Me quedé quieta entre las palabras «fijeza» y «fixión», como sosteniendo una llave entre los dedos. Me dije que aquello que estaba viendo —el crucificado, su voz de perdón— daba el ritmo de todas las pasiones». Y me parece que ahí está el significado de esa rara expresión que es «tomarse en serio», tan enigmática en mi adolescencia como ahora. Porque «tomarse» designa un movimiento imposible o que, de darse, no puede durar más que un segundo, el tiempo de una espiración y una expiración, la del amor y la de la muerte. ¿Quién es capaz de tomarse entre manos, de cargarse a sí mismo? ¿Quién puede flotar mientras sostiene el cuerpo con el cuerpo? Es la exigencia de ser ingrávido para la propia gravedad.

Esto se enreda más con la expresión «en serio»: en la seriedad resuena lo grave, que es también lo que implica una preocupación (que nos lo tomemos en serio), lo que puede ser perjudicial y causar daño, tal como la crucifixión y a lo que fue sometido Jesús en su pasión. De manera que tomarse en serio no es otra cosa que cargarse en su propio peso, aunque esto sea imposible, pues el hombre es incapaz de cargarse a sí mismo, de llevar ingrávidamente su propio peso. Una carga tal es una pasión, que es siempre un tomarse.Para sostenerse en el vacío el hombre debe ser fijado: crucificado. Cargar con la propia cruz es la única imagen que nos permite entender el sentido paradójico de algo como tomarse en serio. Pero el acontecimiento de la crucifixión solo es comprensible por un absurdo tal: tomarse en serio. La pasión solo se entiende por la navidad. Ser cargado en los brazos de la madre es también ser cargado en la cruz. El libro del que hoy se habló, que imagina a Jesús y la cruz, es una nueva manera de expresar ese mismo deseo navideño.

La conversación de hoy con Carolina fue una nueva oración, una que repitió, sin que lo pretendiéramos, sin que lo hiciéramos, pues lo padecimos, esa primera oración por medio de la cual me hice su lector. Y esa vida de lector no ha sido otra cosa que aprender a tomar en serio el acto mismo de leer, lo cual significa, por encima de todo, no limitarlo a los textos escritos. Como ya dije, desde entonces todo lo que he leído de ella ha sido una manera de imaginar a Jesús o, mejor dicho, de imaginar la pasión.

Jesús es también un personaje: el que expresa esa posibilidad humana que es apasionarse, que es lo mismo que decir esa posibilidad de lo posible, que es lo que es Dios: la máxima potencia. Esta idea sobre los personajes —posibilidades de nuestro ser— fue tema de hoy y es uno de los temas del libro. Jesús es el personaje de personajes: el que expresa que en el hombre algo sea posible, cosa que lo hace reconocer el infinito que hay en él, o sea aquello que lo hace divino. Así dice Carolina en su libro: «Pues cada personaje que la literatura ha inventado corresponde a una de las partes innumerables de la persona infinita».

Jesús es el personaje que reconoce los personajes que nos habitan, tal como los animales habitan el cuerpo de la autora de este libro. Por eso es también el que perdona y nos anuncia la libertad, que nos hermana en ser hijos de Dios: «El que perdona afirma que lo mortal es el infinito encarnado; que contiene lo inmortal y puede intuirlo». Con sus infinitos personajes, que exceden los nombres, los pronombres y los sobrenombres, Tu cruz en el desierto afirma en nosotros y en su autora —que es también nosotros, que nos permite que la seamos— que nuestra mortalidad y nuestra carne, esa que sufre y no encuentra la carne del otro amado, que nunca lo toca, guardan en ellas lo inmortal: es un evangelio que nos anuncia otra liberación del pecado, que es lo finito y el juicio sobre el pecado, el juzgar mismo.  

En el libro asistimos a una nueva fundación de la literatura, es decir, a una nueva exposición de que el perdón, como resultado necesario de la pasión, es la condición de la literatura: que esta ha empezado a ser en el momento en el que nos hemos entregado a nuestra pasión y, por lo tanto, nos hemos perdonado. Por eso este libro también es una oración: la composición de un nuevo lugar, la imaginación de un apasionamiento, la plegaria al más allá, al lector detrás del libro y de la pantalla. Incluye todos los géneros literarios, tal como lo hace la oración más completa: la fábula (que es las posibilidades), la autobiografía (que es contra lo que se lucha, lo que siempre otro dice sobre nosotros, para la que somos la segunda persona), la confesión (que implica la conversión y el perdón), la descripción (que es la escritura que ya no juzga, que asume lo infinito y compone el lugar), el poema (que es el rezo que invoca, el canto que se eleva), el teatro (todo se escenifica, se asume un papel), la crítica (una forma de escritura que aspira a la lectura, que quiere oír el texto tal como se oye en la oración), e incluso la novela (que da un marco para todo, es decir, que recoge, tal como debe uno recogerse cuando ora). Y más allá de todos los géneros, el libro es la imagen de una cruz en el cielo desierto: de la pasión que recorre la escritura, que es siempre anterior a la literatura.

En las heridas que forman los clavos sobre la cruz empieza la escritura. Ella es, igual que nuestra oración de hoy, de ahora, prolongada en este texto, lo que marca la carne: es el deseo vivido como pasión, no como placer, es decir, como un eterno no consumarse ni consumirse, tal como nunca se da el encuentro de la autora con el poeta chileno. La tinta es el rastro de tu sangre en la arena que no ha quebrado los huesos, pero que son los pasos sin pies de nuestro corazón que se aleja.  Por eso este fragmento del libro, que dejaremos sin comentar en detalle:

Una quiere salvarse y no matarse como Ofelia, y sabe que solo aquí se salva; que al escribir su corazón, resucita el corazón. Quiere darse a conocer: que su visión sea legible, aunque su vida escrita no coincida con su vida; aunque ya haya descubierto que su narración autobiográfica es una impostura más o menos voluntaria, más o menos tramposa o cobarde.

Una sabe que en todo lo que escribe, creyendo que se quita capas, se las pone. Una se pone a ser otra cuando escribe. Y si lograra finalmente quitarse la penúltima capa y encontrar la actirz y, detrás de la actriz, a la espectadora, eso no sería encontrarse ni mostrarse; sería enterarse de que la central, la última o primera, no es una sino otra: el soplo del fondo. El soplo no soplando. El aliento del reventarse de la espuma. La inspiración de todo lo factible.

Mientras tanto, se escribe para impresionarse con lo escrito. Para que su línea tenga un efecto impresionante en alguien, y entonces suprimirse en ese otro y salir un poco, dar un paseo, vivir en una soledad menos compacta.

La escritura va a la busca de un encuentro con otra carne. Quiere ser otra. Deja marcas: toca. Anhela la soledad menos compacta: el resquicio de vacío para que quepa el otro. Levanta el brazo, como en la crucifixión, para abrazar. Es la hospitalidad para un huésped que nunca llega. Y aspira y se inspira en ese soplo divino con que Dios animara la carne del hombre, con el que le donara esa infinitud que recuperan el perdón y la pasión. Pone los dedos en la tierra y la arena: es una oración en el desierto, que es el único lugar donde se puede orar y escribir, según entendieron los anacoretas. Y el desierto es, como dice Carolina, «el espacio no compartido, el definitivo descampado», donde Jesús conversa de manera imposible con el diablo, que le ofrece el poder a cambio de la potencia, de su pasión.

En el desierto es imposible la comunicación: es el vacío en el que dos no pueden encontrarse y contenerse aunque lo quieran. Desaparece la voz con el grito, aparece la escritura como marcas en la arena. Es el espacio donde a cada uno no le queda más que tomarse en serio, pues nadie más lo tomará en sus manos (escribir es, por lo mismo, no caer en la tentación, no dejarse de tomar en serio).El desierto es también la montaña donde fui con Simón hace años, cuando leí por primera vez a Carolina, para mí y para mis compañeros de campamento, aquella mañana en la que hicimos nuestra oración: el desierto era el lugar de esa imposible comunicación con los campesinos, pero también imposible entre nosotros. Durante la oración cada uno estaba ensimismado en su imaginación, en la que componía su propia pasión navideña con ayuda de ese texto sobre el deseo que, igual que una oración, pedía algo al más allá. Orábamos en el desierto, cada uno desde su soledad. Todos recibían el texto de Carolina, su deseo, por mediación de mi voz, que imponía otro ritmo a lo que había sido compuesto en una soledad que también desconozco, pero que, como toda escritura, anhelaba ese encuentro con el otro, ese poder ser acogido por otro, que bien podía ser la otredad de mi voz o el silencio de la lectura mental de cualquier otro lector.

Entonces mi voz, quiero creer, le ofreció al texto navideño la posibilidad de su poder ser otro, e incluso del cumplimiento de su deseo, elevado al más allá del lector: desde entonces quise tomarme en serio. Hoy volví a esa misma mañana en que oré en el desierto. Pero esta vez, en ese encuentro imposible entre el lector y la autora, siempre impostado por mucho que parezca real, recibí una respuesta a la plegaria que, sin ser mía, repetí en mi voz. O más bien, pude hablarle, quiero creer, a esa soledad que escribió aquella columna: pude agradecerle su deseo de que me tomara en serio.

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