Hace días hice algo que nunca pensé que fuera a hacer en este blog: compartí un texto que considero literario, escrito hace cinco años. Antes solo había subido un par de textos ensayísticos que, aunque no dejan de incluirse en eso infinito que llamamos literatura, tenían un tratamiento diferente: respondían ante mi entendimiento y mi razón, no ante mi imaginación, esa facultad para el deseo que es, por lo mismo, la facultad de la que más fácil nos avergonzamos. Y es que la imaginación, como los textos literarios, es la verdadera facultad del ensayo: la que tiene leyes sin legalidad, reglas arbitrarias y necesarias, fines que nunca llegan a una finalidad. Y así se escribe el intento de un relato: con la pura imaginación, la cual, sin reglas, no deja de participar de las desnudez del juego originario del hombre en el Jardín del Edén.
De compartir cualquier texto me había cuidado siempre porque me hacía sentir desnudo. Pensaba que había un atrevimiento y una imprudencia, una falta de discreción, en mostrarles a otros lo que hubiera escrito. ¿Con qué derecho aspiraba al lector? ¿No merecía el lector solo lo absolutamente bueno? Pero ¿hay tal? Y acaso ¿es lo que quiere un lector, que es siempre EL lector? ¿No quiere el lector saber, al contrario, del propio deseo de uno, de los desvaríos de la propia imaginación, de lo que va pasando y se va yendo, de la historia errante de la conciencia de un hombre? Lo que se interpone entre mis lectores y yo no es otra cosa que la vergüenza, no de lo imperfecto sino del propio deseo de escribir, que es aquello de lo que uno escribe.
Y esa vergüenza es aún más de lo que parece: es miedo al deseo de escribir. Negar al lector, negar su posibilidad, es negar la posibilidad de la escritura y de su milagro. Posponer ser leído es también posponer ser escrito, pues lo que se teme es la posición en la que, sentados ante un texto que ha dejado de pertenecernos, nos sorprendemos de lo que hemos hecho, y nos agradecemos haberlo hecho. Negarse la imaginación es negarse la gratitud por la propia existencia. Y solo puede tenerse gratitud por algo cuando se abre el corazón y el deseo se expresa en su forma más propia, la del amor.
He decidido empezar a amar a mis lectores. Por eso quiero compartir más cosas por aquí, sin vergüenza, incluso si, como estos pocos párrafos, son escritas de afán cuando ya estoy caído del sueño y mi hermano está en el balcón y cree sin creer que ya me dormí.
Por cierto que todo esto lo reflexioné por este párrafo bellísimo que escribió Carolina Sanín en Tu cruz en el cielo desierto, libro que estoy leyendo:
«Deseo al lector con tanto ardor. Siempre estoy queriendo ver un país nuevo para allí volver a desearlo a él; para querer que él vea la imagen que yo esté viendo y en la imagen vea la cosa que yo no sabré jamás. Quiero ese jamás. Ese no poder saber. Quiero que el lector mire, desde su propio tiempo —que es mi más allá, que es la salvación—, la hora por donde yo transcurro sin poder llegarme. Tan pronto como intuyo que piso un nuevo país imaginario, deseo allá la compañía de él. Enseguida, sin embargo, sé que él ya llegó en mi barco a un país más nuevo todavía. Persigo al lector, de país en país. Tan apasionadamente. Mi amor malogrado fue, durante un tiempo, todo mi lector».